sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (27)



XVIII


LOS GAVILANES NO COMPARTEN NADA (1)


Scott Fitgerald nos invitó a almorzar con su esposa Zelda y con su niña, en su piso de la rue de Tilsitt. Lo único que recuerdo del piso es que estaba mal iluminado y mal ventilado, y que allí no había nada que pareciera pertenecer a los Fitzgerald, excepto la colección de los primeros libros de Scott encuadernados en piel azul celeste, con los títulos dorados. Scott también nos mostró un enorme libro de contabilidad, con la lista de todos los cuentos que había ido publicando en los últimos años, acompañada por la cifra de lo que le habían pagado por cada cuento, más los derechos de adaptación cinematográfica, y las cifras de venta y los derechos cobrados por todos sus libros. Todo estaba anotado con tanto cuidado como el cuaderno de bitácora de un navío, y Scott lo exhibía con una especie de orgullo impersonal, como si fuera un conservador de museo. Estaba nervioso y hospitalario, y al mostrarnos la contabilidad de sus ganancias parecía estar señalando el panorama que se veía desde su finca. No se veía ningún panorama.

Zelda tenía una resaca espantosa. Habían estado en Montmartre la noche anterior, y se habían peleado porque Scott no quería emborracharse. Me dijo que se había resuelto a trabajar de verdad y a no beber, y Zelda lo trataba como a un aguafiestas o a un amargado. Y cuando volvió a acusarlo con esas palabras adelante nuestro y él protestó, Zelda se puso pesada insistiendo:

-No es verdad. Yo no te dije eso, Scott. Te digo que no es verdad.

Y enseguida parecía acordarse de algo divertido y carcajeaba alegremente, sin explicación.

Aquel día Zelda no estaba demasiado linda. Le habían estropeado su hermoso pelo rubio oscuro con una mala permanente que le hicieron en Lyon, y tenía las facciones crispadas y ajadas.
                                                                                               
Estuvo ceremoniosamente amable con Hadley y conmigo, pero todavía parecía estar en la fiesta de la que había llegado de madrugada. Además parecía creer que Scott y yo nos habíamos divertido divinamente en el viaje que hicimos desde Lyon y eso la ponía celosa. “Ustedes dos salen juntos a disfrutar, y lo justo sería que yo también me divirtiera con nuestros amigos, aquí, en París”, le dijo a Scott. Él se había puesto la máscara para asumir el papel de anfitrión perfecto. Comimos un almuerzo muy malo, que el vino alegró un poco, pero no mucho. La niña era rubia, gordota, bien formada y rebosante de salud, y hablaba inglés con el acento plebeyo de Londres. Scott me explicó que le habían puesto una niñera inglesa porque él quería que cuando fuera mayor hablara como Lady Diana Manners.

Zelda tenía ojos de gavilán y labios delgados, y modales y acento de algún Estado del Sur. Yo seguía sintiendo cómo su espíritu abandonaba la mesa y se escapaba a la fiesta de la noche anterior, y al rato los ojos se le volvían a poner impenetrables como los de un gato, aunque enseguida volvía la alegría para recorrerle un momento la línea fina de sus labios. Scott seguía actuando como un buen anfitrión jovial, y Zelda lo vigilaba y se volvía a alegrar a medida que Scott iba dándole al vino. Con el tiempo llegué a conocer muy bien aquella sonrisa. Significaba que Zelda se daba cuenta de que Scott ya no estaba ya en condiciones de escribir.

Zelda estaba celosa del trabajo de Scott, y cuando llegamos a conocerles bien nos dimos cuenta de que el drama era cíclico. Scott se resolvía a abandonar las borracheras nocturnas, y a hacer un poco de ejercicio todos los días y escribir con regularidad, pero cuando el trabajo empezaba a funcionar Zelda protestaba porque se aburría y lo arrastraba a otra borrachera. Después se peleaban y al final hacían las paces, y él sudaba su alcohol saliendo a caminar largamente conmigo, y resolvía que esta vez iba a ponerse a escribir de veras, y cuando retomaba un buen ritmo de trabajo volvían a aparecer los líos.

Scott estaba muy enamorado de Zelda, y era muy celoso. Durante las caminatas me volvía a contar la aventura que tuvo ella cuando se enamoró de un piloto aviador de la marina francesa. Pero después no le había vuelto a dar ningún motivo serio de celos con ningún otro hombre. En aquella primavera lo ponía celoso con otras mujeres, y cuando iban a aquellas fiestas de Montmartre él se moría de miedo de que cualquiera de los dos perdiera el conocimiento. Al principio, perder el conocimiento había sido una gran defensa. Alcanzaba con beber una cantidad de licor o de champaña que le hubiera hecho muy poco efecto a un alcohólico acostumbrado, para que se quedaran dormidos como niños. Llegué a verlos perder el conocimiento, no como si estuvieran borrachos sino como si los hubieran anestesiado, y entonces sus amigos, o a veces un chófer de taxi, los metían en la cama, y se despertaban frescos y alegres, porque no habían tomado demasiado como para tener resaca.

Pero ahora ya habían perdido aquella defensa natural. Zelda aguantaba más bebida que Scott, y a él no le gustaba la gente de los lugares adonde se iban a emborrachar aquella primavera, y para poder soportar el ambiente tenía que beber más de lo que podía aguantar sin perder el dominio de sí mismo, y encima seguir bebiendo para mantenerse despierto a partir del momento en el que normalmente se hubiera dormido. Al final era muy poco el tiempo que le quedaba para trabajar.

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