jueves

LA TIERRA PURPÚREA (10) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON



II / RANCHOS Y CORAZONES GAUCHOS (3)


Adelanté poco ese día, pues hacía mucho calor y mi pobre mancarrón estaba Más flojo que nunca. Después de caminar unas cinco leguas, descansé un par de horas y, en seguida, continué mi camino donde encontré a varios gauchos bebiendo caña y conversando. De pie, delante de ellos, hallábase un viejo muy vivaracho -digo viejo, porque tenía el cutis seco y muy obscuro, aunque el pelo y los bigotes eran de negro azabache-, que se detuvo en medio de una plática que al parecer pronunciaba, para saldarme; entonces, después de lanzarme una penetrante mirada con sus ojos de lince, continuó lo que estaba diciendo. Pidiendo un ron con agua, conforme a la costumbre del país, me senté en un banco, y, encendiendo un cigarrillo, me puse a escuchar. El viejo vestía a la gaucha; llevaba un traje bastante usado, camisa de algodón, chaqueta corta, calzoncillos y chiripá. Un pañuelo de algodón atado descuidadamente alrededor de la cabeza hacía las veces de sombrero; el pie izquierdo estaba desnudo y el derecho forrado en una bota de potro, y ajustada a ella, llevaba una enorme espuela de fierro, las puntas de cuya rodaja medirían no menos de unos cinco centímetros de diámetro. Una espuela de esas bastaría, pensé, para sacarle a un caballo toda la carrera de que fuera capaz. Al entrar en la pulpería, el viejo se dilataba sobre el muy trillado tema de la fatalidad en contraposición al libre albedrío; pero sus argumentos no era aquellos argumentos áridos y filosóficos de costumbre, sino que tomaban la forma, principalmente de recuerdos personales, y singulares episodios en la vida de la gente que él  había conocido; y tan a lo vivo y circunstanciadas eran sus descripciones -centelleando de pasión, ira, sátira, humor y ternura-, y tan dramática su acción mientras se seguía un cuento tras otro, que yo quedé realmente asombrado, y juzgué a este orador de pulpería un verdadero genio.
Terminado su argumento, fijó en mí su escudriñadora mirada y dijo:

Veo, amigo, que usté viene de Montevideo; ¿podría preguntarle qué noticias nos trae de por allá?

-¿Qué noticias quiere que le traiga? -repliqué; entonces, ocurriéndoseme que no venía al caso limitarme a las frases de costumbre al contestar a este curioso pajarraco oriental de desarrapado plumaje cuyas notas selváticas tenían tanta gracia, proseguí-. ¡Es la misma historia de siempre! Dicen que uno de estos días tendremos una revolución. Alguna gente ya se ha retirado a sus casas, después de haber escrito con tiza en grandes letras sobre la puerta de calle: “Sírvase entrar y degüelle al dueño para que descanse en paz y no tema lo que pueda suceder después”. Otros se han encaramado al techo de sus casas, y se ocupan en observar la luna con anteojos de larga vista, creyendo que los conspiradores han de estar escondidos en ese astro -y que sólo esperan que pase alguna nube que lo obscurezca, para bajar a la ciudad sin que nadie los vea.

-¡Oiganle! -gritó entusiasmadísimo el viejo, golpeando su aplauso con su vaso vacío sobre el mostrador.

-¿Qué toma usted, amigo? -le pregunté, considerando que su viva apreciación de mi estrambótico discurso merecía un trago, y deseando sondearlo un poco más.

-¡Caña, aparcero, muchas gracias! Dicen que un trago de caña abriga en invierno y refresca en verano, ¿qué más se quiere?

-Dígame -le dije, cuando el pulpero le había llenado de nuevo la copa-, ¿qué debo decirles cuando vuelva a Montevideo y me pregunten qué noticias traigo del interior?

Centellearon los ojos del viejo, mientras que los otros hombres dejaron de hablar, mirándome como si anticipasen una buena respuesta a mi pregunta.

-Dígales -contestó- que encontró a un viejo -un domador de caballos, que se llamaba Lucero- y que este viejo le contó este cuento a usté pa que se los repitiese a ellos: Este era un árbol muy grande que se llamaba Montevideo, y en sus ranías vivía una colonia de monos. Un güen día, bajo del árbol uno de los monos, y corrió muy alborotao a través de la pampa, ya gateando como un hombre en cuatro patas, ya andando en dos como un perro, mientras que la cola, sin tener de ande agarrarse, se retorcía como una culebra cuando uno le pone un pie en la cabeza. Por último, llegó a un lugar ande pasteaban unos cuantos güeyes, caballos, avestruces, venaos, cabros y chanchos. “Amigos -dijo el mono, haciendo gestos y mostrando los dientes como una calavera y con los ojos muy abiertos y redondos como patacones-, les traigo una gran noticia. Vengo a avisarles que muy pronto vamos a tener una revolución.” “¿Ande?” preguntó un güey. “En el árbol, por de contao, ¿en qué otra parte había de ser?”, contestó el mono. “Eso no nos importa a nosotros” dijo el güey. “¡Cómo no les ha de importar? -grito el mono- cuando muy pronto cundirá la revolución y los degollarán a tuitos ustedes!” Entonces retrucó el güey: “¡Mirá mono!: volvete a tu casa y no nos molestes más con tus noticias; no vaya a ser que nos enojemos y te sitiemos en tu árbol como lo hemos tenido que hacer tantas veces dende la creación del mundo; y entonces, si vos y los otros monos bajan del árbol, los lanzaremos al aire con nuestras aspas.

Sonó muy bien esta fábula; tan admirable era el modo en que aquel viejo representaba, con voz y ademanes, el alboroto y la garrulidad del mono y la gravedad y el aplomo del buey.
-¡Señor! -continuó el viejo, cuando acabaron de reírse-, no quiero que ninguno de mis amigos o vecinos aquí presentes vaya a creer que yo he dicho algo ofensivo. Si yo hubiese visto que usté era montevideano, no habría dicho ni una palabra de monos. Pero, señor, aunque usté habla como nosotros, hay, sin embargo, en la sal y pimienta de su plática, un cierto sabor extranjero.

-Tiene razón -dije-, soy extranjero.

-Extranjero será en algunas cosas, amigo, pues usté debió haber nacido, sin duda, bajo otro cielo; pero en aquella cualidá tan importante, que nosotros los orientales creemos que Dios nos ha dao sólo a nosotros, y no a la gente de otras tierras, o sea, el poder congeniar con aquellos con que uno se encuentra, vístanse de seda o con pellones, en eso usté es como nosotros, un puro oriental.

No pudo menos de hacerme sonreír la agudeza de su halago; posiblemente fue sólo para pagarme la caña con la cual le había convidado, pero no por eso dejó de agradarme, y, a sus otras dotes mentales, estaba ahora inclinado a atribuirle una perspicacia maravillosa en leer el carácter.

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