sábado

LA TIERRA PURPÚREA (5) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON



1 / PEREGRINACIONES POR LA TROYA MODERNA (3)

Al día siguiente, encontré a su parienta sin mucha dificultad, no siendo Montevideo una ciudad muy grande. Hallamos a Doña Isidora -que así se llamaba la tía- en una casa de mezquino aspecto en el extremo oriente de la ciudad, lo más apartado del agua. El lugar tenía un aire de pobreza, pues la buena señora, aunque con dinero suficiente para vivir con holgura, era muy apegada a su oro. No obstante, nos recibió muy cariñosamente cuando nos presentamos y le contamos nuestra triste y romántica historia; al momento nos hizo preparar una pieza, y aun me hizo algunas vagas promesas de ayudarme. Cuando vinimos a conocer más íntimamente a la señora, encontramos que no anduve equivocado al pronosticar su carácter. Durante varios días no pudo hablar de otra cosa sino de su inmemorial pelea con su hermana y su cuñado, y nosotros estuvimos obligados a escucharla con debida atención y a simpatizar con ella, pues era el único modo de corresponder a su hospitalidad. A Paquita le tocó más de su parte de estas pláticas, pero aun así, no pudo ponerse al tanto de cómo había empezado aquella antigua disensión; pues, aunque Doña Isidora había guardado su rencor todos estos años, no pudo por mucho que esforzó, recordar su origen.

Todas las mañanas, después del almuerzo, me despedía con un beso de Paquita y la dejaba al cuidado de su tía Isidora, saliendo yo, en seguida, a hacer una de mis infructuosas peregrinaciones por la ciudad. Al principio, sólo hice el papel de un extranjero ilustrado que observa con interés los edificios públicos y colecciona objetos raros -piedrecitas curiosamente marcadas y algunos botones militares de bronce, que en su tiempo, sin duda, debieron haber prestado lustre a algún uniforme-; balas mohosas y achatados recuerdos de aquel sitio de nueve años, que le había granjeado a Montevideo el triste apodo de la Troya moderna. Una vez que hube examinado por fuera la escena de mis futuros triunfos -pues estaba resuelto a quedarme y a hacer mi fortuna en Montevideo- empecé seriamente a buscar trabajo. Visité, por turno, toda casa de comercio de la ciudad y, en verdad, todo establecimiento donde creía que hubiese alguna posibilidad de encontrar ocupación. Era preciso empezar, y no hubiera desdeñado trabajo alguno por insignificante que fuese, tanto era lo que repugnaba hallarme pobre, ocioso y dependiendo de otros. Pero no encontré nada. En una casa me dijeron que la ciudad no se había repuesto todavía de los efectos de los efectos de la última revolución, y que, por lo tanto, los negocios estaban completamente paralizados; en otra, que la ciudad estaba en vísperas de una revolución, y que por consiguiente, estaban muy paralizados los negocios. Y en todas partes fue la misma historia… la situación política del país impedía que yo pudiese ganarme un centavo honradamente.

Sintiéndome muy desalentado, y con la suela de los zapatos casi gastada, me senté en un banco a la orilla del mar, o río, pues hay algunos que lo llaman una cosa y otros otra, y el color barroso y la dulzura de sus aguas, por un lado, y las palabras no muy claras de los geógrafos por el otro, lo dejan a uno en la duda de si Montevideo está, en efecto, situado en las costas del Atlántico, o sólo contiguo, y en las riberas de un río cuya desembocadura tiene unas cincuentas leguas de ancho. Por cierto, no me devané los sesos pensando en ello; había otras cosas en que pensar que me atañían mucho más de cerca. Tenía una pendencia con esta nación oriental, que me importaba mucho más que el color o el sabor de las aguas del gran estuario que lava los mugrientos pies de su reina; pes esta Troya moderna, esta ciudad de luchas, asesinatos y muertes repentinas, también se llama la Reina del Plata. Que mi pendencia fuese muy justa no cabía la menor duda. Pues bien, siempre había sido mi norma pagar a todo individuo que me ofendía en la misma moneda. Ni se diga que este es un principio anticristiano; pues, cuando me han pegado en la mejilla derecha, o izquierda -en ambos casos el dolor es el mismo-, por lo general pasa tanto tiempo para devolver el golpe, que todo sentimiento de enojo o de venganza se desvanece. Pego, en tal caso, más en bien en pro del bien público que para mi propia satisfacción, y por lo tanto, tengo derecho de llamar mi motivo un principio y no un impulso. Es, además, un principio muy valioso, e infinitamente más efectivo que el fantástico código del duelista, el cual favorece a la persona que inflige la injuria, dándole la oportunidad de matar o mutilar a la persona ofendida. El puño es un arma que nos inventó la naturaleza mucho antes de que viviera el coronel Colt, y tiene, además, esta ventaja: que es lícito emplearla tanto en los centros más cultos y civilizados como entre mineros y gañanes. Si alguna vez la gente inofensiva dejara de usarla, entonces los criminales podrían hacer lo que se les antojara, y harían la vida intolerable para todos los demás. Por suerte, los criminales siempre tienen presente el temor a esta arma intangible, sentimiento muy saludable que los sujeta más que la razón o los tribunales de justicia, a lo cual se permite que se permita a los mansos heredar la tierra. Pero esta pendencia mía era con todo un pueblo, por cierto no muy grande, puesto que el número de habitantes de la Banda Oriental sólo asciende a un cuarto de millón. Y, sin embargo, no había al parecer, en todo este país tan escasamente poblado, con su fertilísimo suelo y benigno clima, lugar para mí, un joven robusto y medianamente inteligente que sólo pedía que se le permitiese trabajar para ganarse la vida. Pero ¿cómo podía yo hacerlos sufrir por esta injusticia? No podía tomar al alacrán que me daban cuando les pedía un huevo y hacerlo que picase a cada individuo que formaba parte de la nación. En verdad, me encontraba en imposibilidad de castigarlos, y, por consiguiente, y, por consiguiente, lo único que podía hacer, era hartarlos de maldiciones.

Girado alrededor, posé la mirada sobre el famoso cerro, al otro lado de la bahía, y, de pronto, resolví subir a su cima y desde allí, mirando hacia abajo a la Banda Oriental, la maldeciría del modo más solemne e impresionante.

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