lunes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS


SEPTUAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA

CUARTA PARTE


39. LA MARIPOSA. (2)


Varios meses después, un hombre de Monterrey comentaría en un bar que "se había librado de la señora del sida". En todo caso, las autoridades locales rehusaron hacer ninguna acusación. Los policías del condado de Highland me dijeron que no tenían pruebas suficientes. Yo no estaba dispuesta a luchar. ¿Y la granja? A pesar del dinero y sudores que había puesto en ella, sencillamente cedí el centro con el terreno de ciento veinte hectáreas a un grupo que trabajaba con adolescentes maltratados.

Eso es lo fabuloso de las propiedades. Yo tuve mi oportunidad allí. Había llegado la hora de que otros también intentaran sacarle provecho a la tierra.

Me trasladé a Scottsdale y encontré una casa de adobe en medio del desierto. Allí no había nada a mi alrededor. Por la noche me sentaba en la bañera llena de agua caliente, escuchaba los aullidos de los coyotes y contemplaba los millones de estrellas de nuestra galaxia. Allí se siente la infinitud del tiempo. Por las mañanas se tenía esa misma sensación, de engañoso silencio y quietud.

En las rocas se escondían serpientes y conejos, y los pájaros hacían sus nidos en los elevados cactus. El desierto puede ser sereno y peligroso a la vez.

La noche del 13 de mayo de 1995, víspera del Día de la Madre, le comenté a mi editor alemán, que estaba alojado en mi casa, que estaba disfrutando de la oportunidad de reflexionar que me ofrecía el desierto. A la mañana siguiente oí sonar el teléfono, abrí un ojo y vi que eran sólo las siete.

Ninguno de mis conocidos me habría despertado a esa hora, por lo tanto supuse que sería una llamada de Europa para mi editor. Cuando traté de incorporarme para coger el teléfono, me di cuenta de que algo iba mal. No pude moverme, mi cuerpo se negaba a moverse. El teléfono continuó sonando. Mi cerebro enviaba la orden de movimiento, pero mi cuerpo no obedecía. Entonces comprendí cuál era el problema. "Tienes otra embolia -me dije-, y esta vez es grave." Cuando el teléfono dejó de sonar sin que nadie contestara, deduje que mi editor había salido a dar un paseo, con lo cual yo estaba sola en casa. Por lo que logré discernir, la embolia me había producido parálisis, aunque sólo en el lado izquierdo del cuerpo. Aunque no tenía fuerzas, todavía podía mover el brazo y la pierna derechos. Decidí levantarme y salir al corredor, desde donde podría pedir auxilio.

Tardé una hora en conseguir poner los pies en el suelo; mi cuerpo era como un trozo de queso que se fuera derritiendo lentamente. Lo único que me preocupaba era no caerme, ya que no quería quebrarme la cadera, lo que habría sido demasiado añadido a la embolia.

Cuando por fin estuve en el suelo, me llevó otra hora arrastrarme hasta la puerta, pero no la podía abrir, porque el pomo estaba demasiado alto. Después de otro largo rato logré entreabrirla forcejeando con la nariz y el mentón, y me asomé al corredor. Desde allí oí que mi editor estaba en el jardín, demasiado lejos para que le llegara el débil sonido de mi voz pidiendo auxilio. Transcurridos tal vez otros treinta minutos, entró en la casa, oyó mis llamadas y me condujo a casa de Kenneth. Allí mi hijo y yo discutimos sobre si me llevaba o no al hospital. Yo no quería ir.

-Podrás fumar cuando salgas -me dijo.

En cuanto Kenneth aceptó que, pasara lo que pasara, yo podría salir del hospital a las veinticuatro horas, le permití que me llevara al Scottsdale Memorial. Incluso allí, aunque estaba paralizada del lado izquierdo, continué protestando, poniendo dificultades, quejándome y muerta de ganas de fumar un cigarrillo. Ciertamente no era la paciente ideal. Me hicieron una tomografía, una resonancia magnética nuclear y todos los demás exámenes necesarios, que confirmaron lo que yo ya sabía: que había padecido una embolia en el tronco encefálico.

Por lo que a mí se refiere, eso no era nada comparado con los sufrimientos que me causaba la atención médica del momento. Para empezar, me tocó una enfermera poco amistosa, y a eso siguió una franca incompetencia. Durante mi primera tarde allí, una enfermera trató de estirarme el brazo izquierdo, que estaba paralizado en posición doblada y me dolía tanto que no soportaba ni un soplido en él. Cuando me lo cogió, le asesté un golpe de kárate con el brazo derecho y ella salió a buscar a otras dos enfermeras para que me sujetaran.

-Cuidado, que es combativa -les advirtió.

Sólo se enteró de la mitad de mi combatividad, porque al día siguiente me di de alta. De ninguna manera iba a tolerar ese tipo de tratamiento. Desgraciadamente, a la semana siguiente tuve que volver al hospital con una infección del tracto urinario, consecuencia de la inmovilidad y de no beber suficiente líquido. Dado que tenia que orinar cada media hora, me vi obligada a depender de las enfermeras para que me pusieran la cuña. La segunda noche se cerró la puerta de mi habitación, el mando para llamar al personal se cayó al suelo y me olvidaron totalmente.

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