miércoles

SUPLEMENTO DEL TALLER LITERARIO DE LIVERPOOL F.C. (30)

FEDERICO RODRIGO

SOLO MIRANDO AL MIÉRCOLES

Toda tu ropa queda tirada por toda la casa: como errores en la guerra, como recuerdos inconclusos, como cucharitas en la arena. Es que tu cuerpo era el alma que les daba ritmo. Hoy: solo hay medio silencio.

Y claro, si siempre fuiste tan libre y desordenado: qué te iba a pedir que ordenaras el miércoles y mi vida antes de ir a morir de pronto.


ARIEL AZOR


MAGIA

Fargo siempre me esperaba cuando íbamos.

Una vez, al llegar nos dimos cuenta que una de las hamacas estaba rota.

La Celeste sale a recibirnos, moviendo su cola y pegando saltos, siempre le traemos comida y unos días atrás una manta vieja para que duerma calentita. Ella vivía en la plaza y siempre se ponía contenta de vernos y nosotros a ella. Comía y luego jugábamos un buen rato, nunca nos separábamos.

Con María, habíamos conseguido alambre, una pinza que nos prestó su papá y arreglamos la hamaca. También nos ayudó Fargo con su magia. Él era un duende, verde, regordete, bajito y muy divertido. A veces se subía a caballo de la Celeste. Ella ladraba mostrando sus dientes y su sonrisa.

En la plaza tenemos otros amigos, todos vienen corriendo a saludarnos cuando llegamos, nos quieren, nos extrañan y nosotros a ellos. Pero con María es distinto, somos nuestro primer beso, y nuestro primer beso en la boca. Ella juega con Campanita (un hada) su amiga invisible; yo nunca la pude ver, ni ella a Fargo. Son nuestros amigos personales.

Había muchos árboles, uno en especial, un pino, al lado del tobogán. Colgábamos botellas en él para ahuyentar los fantasmas. Así nos había enseñado la señora Carla, que vivía allí, bajo el árbol y dormía con la Celeste. A ella también le llevábamos comida y en invierno abrigo y algo caliente. Los fantasmas eran las cosas malas que habíamos hecho cuando nuestros padres nos ponían en penitencia. Carla era morena y tenía el pelo como un nido de cotorra. Mamá le había regalado una escoba de paja. Ella todas las noches barría la plaza.

En uno de los troncos, que hacía de banco, Nico, y su guitarra alegraba a niños y grandes que pasaban allí la tarde. Una vez nos cantó una canción que hablaba del amor. Con María éramos novios. Les habíamos contado a ellos dos y lo del duende y el hada, nadie más sabía estas tres cosas, eran nuestros secretos.

Todo eso ya no existe, excepto el amor. María ahora tiene ochenta y dos y yo igual. Aun seguimos yendo a la plaza. Los años pasaron, ahora somos viejos, pero la magia no desapareció.


ANNA RHOGIO

EL CIRUELO DE JARDÍN / I

Hace unos días tuve que ir a la Ciudad Vieja y descubrí la primavera tímidamente chispeando encerrada entre marquesinas y portales-

La llovizna fría chorreaba por bohardillas y techos pizarrosos  lustrando las paredes, y el humo de los ómnibus, pesadamente oscuro, parecía querer ahogar palomas y gorriones que picoteaban migas en las veredas.

Recorrí calles angostas y casas antiguas, abrazadas de gris, imaginando que estaba en París

De repente resbalé y caí sentada.

Una muchacha de impermeable y paraguas amarillos me ayudó y siguió corriendo por los espejados adoquines tratando de parar un taxi. Le grité ¡Gracias! y contestó un ¡Adiós! con la mano levantada poniéndole color a la desteñida acuarela de la tarde. A la lluvia le gusta que la animen vistiéndola de dorados porque es la justa combinación de  tristezas sombreadas en el aire.

Subí al autobús para volver al pinar y al mar. Al mirar a través de los cristalinos hilos de agua que deformaban las cosas, vi que los árboles lucían pompones verde mojado, verde tan amado desde que nací y el gris, recostado en los muros como embrujado y  quieto, destacaba sabiamente el esmeralda hecho hoja.

Asomada a las esquinas, la primavera me guiñó un ojo. Y al fin, donde terminan los caminos de cemento y empiezan los andeles de arena, ocre chaparrón, se liberó de la cárcel de las paredes, me guiñó los dos y surgió sonriendo.

Al bajar en la cuadra de mi casa no llovía.

Todavía estaba nublado y el atardecer se alargaba entre los pinos con pasos de terciopelo. Caminé despaciosamente distraída y de pronto, estuve segura que alguien me llamaba sin voz. Fue un sentimiento de:

¡Mirame! ¡Estoy a aquí!

Levanté la cabeza y lo vi, engalanado de rosa. Parecía un duraznero en flor.  Me atrapó su hechizo y entré en jardín ajeno. El agua clara dormía en el fondo de las corolas titilando con las luces de la calle.

 Murmuré:

-¡Sos muy hermoso y te amo!

Mi vecina, asomada a la ventana, vio el ritual de mi abrazo y salió:

-¿Bello, no?

-Bellísimo. ¿Qué árbol es?

-Un ciruelo de jardín. Cuando mi marido lo plantó, al llegar el otoño perdió las hojas. Creyendo que estaba seco intenté sacarlo tironeándolo hasta que terminó por cansarme y lo dejé. Ahora, cada primavera su esplendidez nos alegra la vida y al desvestirse,  las flores decoran el pasto.

-¡Fue una gran suerte que no aguantara tus tirones!

-Sí.

La noche se hizo profundamente azul.



JOSÉ LUIS MACHADO


5 HAIKUS

1

Única eres.
Con una sola luna
se hace la noche.


2

Deberé atar
aquel deseo húmedo
con tus cabellos.


3

Sin alertarnos
nos llegan los inviernos
a nuestras venas.

4

Siempre llegaron
Las yemas de tus dedos
Hasta mis huesos.

5

Peina el deseo
con tus desnudos dedos
y me atarás.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+