sábado

PARÍS ERA UNA FIESTA - ERNEST HEMINGWAY (19)


XVII


SCOTT FITZGERALD (2)


Al encontrarme con Scott unos días después en la Closerie des Lilas le dije que era una lástima que la bebida le hubiere caído tan mal la noche que nos conocimos, y que posiblemente hablando y sin darnos cuenta bebimos demasiado rápido, y me contestó:

-¿Una lástima? ¿Qué lástima? ¿Que me cayó mal la bebida? No sé de qué me hablás, Ernest.

-Me refiero a la otra noche, en el Dingo.

-A mí no me cayó mal nada. Los que me molestaban eran aquellos ingleses pesados que estaban contigo, y me fui a casa por eso.

-El único inglés que había en el Dingo era el barman.

-No te hagas el vivo, hombre. Ya sabés a qué gente me refiero.

A lo mejor Scott había vuelto al bar esa misma noche. O a lo mejor volvió otro día. Hasta que de golpe me acordé de que había dos ingleses en el bar y la clase de gente que eran.

-Ah, es cierto -dije. -Recién ahora me acuerdo de los ingleses.

-Aquella muchacha de título falsificado que se puso tan impertinente, y el borracho boludo que estaba con ella. Dijeron que eran amigos tuyos.

-Sí, son amigos míos. Y la verdad es que ella a veces se pone muy impertinente.

-¿Entonces por qué armás tanto lío? Nunca me hubiera imaginado que te diera por hacer este tipo de bromas.

Quise cambiar de tema, pero de golpe se me ocurrió preguntar-: ¿Se pusieron impertinentes por tu corbata?

-¿Impertinentes por mi corbata? No te entiendo. Tenía puesta una corbata de lazo negra, con una camisa blanca de cuello blando. ¿Qué les podía llamar la atención?

Entonces me di por vencido y cambié de tema. Scott me preguntó por qué me gustaba aquel café, y yo le describí el lugar antes de que hicieran las reformas, y él trató de entenderme, y seguimos charlando, yo contento y él tratando de estar contento, y me hacía preguntas y me hablaba de escritores y editores y agentes y críticos y George Horace Lorimer, y me contó anécdotas sobre la vida y la economía de un escritor de éxito, y estuvo cínico y divertido y muy alegre y encantador y lo logró, aunque yo vivía siempre en guardia frente a los que tratan de hacerse los simpáticos. Después se puso a criticar todas sus cosas publicadas, y comprendí que su nuevo libro tenía que ser muy bueno para que pudiera reconocer sin amargura los defectos de los libros anteriores. Dijo que me iba a dar un ejemplar el libro nuevo, The Great Gatsby, apenas recuperara el único que tenía, y que le había prestado no sé a quién. Y al oírlo hablar del libro realmente no pude imaginarme lo bueno que era, porque él mostraba la timidez que caracteriza a todos los escritores de raza cuando acaban de hacer algo muy bueno, y me dieron muchas ganas de que lo recuperara para poder leerlo.

Me dijo Scott que según Maxwell Perkins, su agente, el libro no se vendía bien pero tenía muy buena crítica. Y ahora no me acuerdo si fue aquel día que Scott me mostró una reseña de The Great Gatsby hecha por Gilbert Seldes, y sólo podía haber sido ser mejor si Gilbert Seldes fuera mejor. Scott estaba sorprendido y ofendido por la poca venta del libro, pero repito que no tenía ninguna amargura, y la calidad del libro lo ponía al mismo tiempo tímido y contento.

Aquella tarde, mientras estábamos en la terraza de la Closerie des Lilas y veíamos caer la tarde y pasar la gente por la vereda y cambiar la luz gris del crepúsculo, los dos whiskies con soda que bebimos no le provocaron ninguna transfiguración química. Yo la esperaba fijándome mucho, pero no se mandó ningún discurso, y actuó como una persona normal e inteligente y muy simpática.


Me contó que él y Zelda, su mujer, habían tenido que abandonar en Lyon el cochecito Renault que tenían, porque llovía tanto que ya se no se podía seguir manejando. Me pidió que le acompañara a Lyon: podíamos ir en tren y recoger el coche para volver por carretera a París. Los Fitzgerald tenían alquilado un piso amueblado en el 14 de la rue de Tilsitt, cerca de la Étoile. Estábamos a fines de primavera, y pensé que el campo debía estar en su mejor momento, y que podía ser una linda excursión. Scott parecía tan simpático y tan razonable, y lo vi beber dos whiskies fuertes sin que pasara nada, y su seducción y su apariencia de cordura me hicieron pensar que el episodio del Dingo había sido una especie de pesadilla de la que convenía olvidarse. Así que me ofrecí a acompañarlo a Lyon cuando él quisiera.

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