lunes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS



SEPTUAGESIMOCUARTA ENTREGA

CUARTA PARTE


38. LA SEÑAL DE MANNY. (1)

No había otra manera de considerarlo; estaba rodeada de asesinos, personas que habían cometido algunos de los peores crímenes contra seres humanos de los que yo tuviera noticia. Tampoco había forma de escapar; todos estábamos encerrados entre rejas en una cárcel de máxima seguridad de Edimburgo. Y lo que yo les pedía a esos asesinos era una confesión, pero no de los terribles crímenes que habían cometido, no; lo que les pedía era algo mucho más difícil, mucho más doloroso. Deseaba que reconocieran el dolor interior que los había llevado al asesinato.

Ciertamente era un método de reforma nuevo, pero yo pensaba que ni siquiera una condena a cadena perpetua podía servir para que el asesino cambiara, a menos que exteriorizara el trauma que lo había impulsado a cometer ese cruel delito. Ésa era también la teoría que respaldaba mis seminarios. En 1991 propuse a numerosas cárceles, muchas de Estados Unidos, organizar un seminario entre rejas y sólo esa cárcel escocesa aceptó mis condiciones: que la mitad de los participantes en el seminario fueran reclusos y la otra mitad funcionarios de la cárcel.

¿Resultaría? Basándome en mi experiencia, no me cabía duda. Durante una semana entera, vivimos todos en la cárcel, comimos la misma comida de los reclusos, dormimos en los mismos camastros duros, todos se ducharon en las mismas duchas (yo no, prefería apestar que congelarme) y estuvimos encerrados con llave por la noche. Al final del primer día ya la mayoría de los reclusos había explicado por qué habían sido encarcelados, e incluso a los más empedernidos les corrían las lágrimas por las mejillas. Durante el resto de la semana casi todos contaron historias de infancias marcadas por abusos sexuales y emocionales.

Pero no eran los reclusos los únicos que contaban historias. Después de que la directora de la cárcel, mujer de aspecto frágil, contara ante los reclusos y los guardias un problema íntimo que había tenido en su juventud, un lazo de intimidad emocional se creó en el grupo. Pese a sus diferencias, de pronto nacieron entre ellos auténtica compasión, simpatía y cariño. Al final de la semana, todos reconocieron lo que yo había descubierto hacía mucho tiempo: que, como verdaderos hermanos y hermanas, todos estamos unidos por el dolor y sólo existimos para soportar penurias y crecer espiritualmente.

Mientras que los reclusos recibieron esa paz que les permitiría vivir el resto de su existencia entre rejas, yo fui recompensada con la mejor comida suiza que he probado en el extranjero y una conmovedora melodía de despedida tocada por un gaitero escocés; tal vez sería la única vez que los reclusos iban a oír música semejante dentro de esas paredes. Yo confiaba en que eso estimulara la instauración de programas similares en las superatiborradas cárceles de Estados Unidos, donde no se presta ninguna atención a la curación.

Aunque la gente se reía de esos objetivos, considerándolos poco realistas, sin embargo se daban muchos logros que parecían incluso más imposibles, de no haber sido por el hecho de que muchas personas se habían comprometido a cambiar la sociedad. Tal vez el mejor ejemplo de ello fue el de Sudáfrica, donde el represivo sistema del Apartheid estaba siendo reemplazado por una democracia multirracial.

Durante años había declinado dar seminarios en Sudáfrica a menos que me garantizaran que habría participantes negros y blancos. Por fin, en 1992, dos años después de que Nelson Mándela, el líder del Congreso Nacional, fuera liberado de la cárcel, me prometieron una mezcla racial bajo el mismo techo, y entonces acepté ir. Aunque eso no era seguir exactamente los pasos de Albert Schweitzer, que hacía cincuenta y cinco años me había inspirado la idea de ser médico, de todos modos significó hacer realidad un sueño de toda mi vida.

Ese seminario, que constituyó un gran éxito al establecer una comprensión de la humanidad basada en las similitudes y no en las diferencias entre las personas, me demostró que había conseguido algo importante en mi vida. A mis sesenta y seis años había dirigido seminarios en todos los continentes del mundo. Después participé en Johannesburgo en una manifestación de apoyo a una transición pacífica a un gobierno multirracial. Pero era igual que estuviera en Johannesburgo o en Chicago, porque todo destino lleva por el mismo camino: crecimiento, amor y servicio. Estar ahí simplemente reforzaba mi sensación de haber llegado.

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