XVI
UN AGENTE DEL MAL
Lo último que me dijo Ezra cuando dejó la rue Notre-Dame-des-Champs para irse a Rapallo fue:
-Oye, Hem, te pido que guardes este tarro de opio y que se lo des a Dunning sólo en un caso de verdadera urgencia.
Era un gran tarro de cold-cream, y cuando desenrosqué el tapón vi que el contenido era oscuro y viscoso y olía a opio muy crudo. Ezra me dijo que se lo había comprado a un príncipe indio, en la avenue de 1’Opéra cerca del boulevard des Italiens, y que le había costado muy caro. Yo sabía que aquello provenía del viejo bar del Trou-dans-le-Mur, que durante la guerra e incluso durante algunos años después fue un antro de desertores y de traficantes de drogas. Era un bar muy angosto pintado de rojo por fuera, apenas más largo que un zaguán, en la rue des Italiens. En cierta época comunicaba por una puerta trasera con las cloacas de París, y decían que saliendo por allí se podía llegar hasta las catacumbas. Dunning era Ralph Cheever Dunning, un poeta que fumaba opio y que se olvidaba de comer. En las temporadas en las que fumaba mucho solamente era capaz de beber leche, y se ponía a escribir en terza rima o tercetos encadenados, lo que le caía simpático a Ezra, que además encontraba otras cualidades en su poesía. Su casa daba al mismo patio que el estudio de Ezra, y pocas semanas antes de irse de París Ezra me mandó un mensaje pidiéndome auxilio. La nota decía: «Dunning se muere. Por favor, vení en seguida.»
Dunning parecía un esqueleto tirado en la estera, y por supuesto que hubiera terminado muriéndose por desnutrición, y me costó mucho convencer a Ezra de que ni el mismo Dante hubiera sido capaz de hablar en tercetos encadenados mientras se moría. Ezra me porfió, sin embargo, que Dunning no se estaba quejando con tercetos encadenados, y tuve que reconocer que a lo mejor me había sonado así porque la nota me llegó cuando estaba durmiendo. Finalmente, después de pasar la noche acompañando a Dunning mientras él esperaba la muerte, llamamos a un médico, y se lo llevaron para hacerle una cura de desintoxicación. Ezra pagó la clínica, y movilizó en ayuda de Dunning a no sé cuántos amantes de la poesía. A mí me encargó nada más que la entrega del opio en un caso de verdadera urgencia. Viniendo de Ezra, aquello era una misión sagrada, y mi mayor ambición era la de estar a la altura de las circunstancias y reconocer el estado de verdadera urgencia. Hasta que un domingo de mañana la portera de Ezra entró en el patio de la serrería y al descubrirme estudiando los programas de los hipódromos gritó hacia mi ventana:
-Monsieur Dunning est monté sur le toit et refuse catégoriquement de descendre.
Que Dunning se hubiera subido al techo del estudio y se negara categóricamente a bajar podía considerarse como un caso de extraordinaria urgencia, así que agarré el tarro de opio y subimos la calle con la portera, que era una mujer menuda y vehemente, y estaba asustadísima.
-¿Monsieur tiene lo que se necesita? -preguntó.
-Por supuesto -le dije. -No va a haber ningún problema.
-Monsieur Pound piensa en todo -dijo ella. -Es la amabilidad en carne y hueso.
-Verdaderamente -dije. -Y yo lo extraño muchísimo.
-Ojalá que monsieur Dunning se ponga razonable.
-Tengo lo que le hace falta -le aseguré.
Cuando llegamos al patio adonde daban los estudios, la portera dijo:
-Ya bajó.
-Debe haber intuido que yo venía -dije.
Subí por la escalera al aire libre que llevaba al estudio de Dunning y le golpeé la puerta. Me abrió. Estaba demacrado y parecía más alto de lo que era.
-Ezra me encargó que te diera esto -dije ofreciéndole el tarro. -Dijo que vos te ibas a dar cuenta de lo que es.
Agarró el tarro y lo miró. Después me lo tiró por la cabeza. El tarro me dio en el pecho o en el hombro y rodó por la escalera.
-Hijo de puta -dijo él. -Cerdo.
-Ezra me dijo que podías precisarlo -dije.
Y de golpe me tiró una botella de leche.
-¿Estás seguro de que no lo precisás? -pregunté.
Me tiró otra botella de leche. Entonces decidí retirarme y mientras bajaba me encajó otro botellazo en la espalda. Después cerró la puerta.
Recogí el tarro, que apenas estaba rajado, y me lo guardé en el bolsillo.
-Me parece que el regalo de monsieur Pound no le gustó -le expliqué a la portera.
-A lo mejor ahora se calma.
-Lo más probable es que él ya esté aprovisionado.
-Pobre monsieur Dunning -dijo ella.
El intento que hicimos con la portera fue un fracaso, pero al final los amantes de la poesía que Ezra había organizado fueron a ayudar a Dunning. El tarro de supuesto opio que se había rajado lo guardé envuelto en papel de parafina y cuidadosamente atado en una vieja bota de montar. Cuando unos años después Evan Shipman me ayudó a recoger mis cosas de aquel piso que dejaba definitivamente, encontramos el viejo par de botas de montar, pero el tarro no estaba. Nunca entendí por qué Dunning me bombardeó con botellas de leche, aunque podía ser que se acordara con rencor de la incredulidad que demostré la noche de su primera muerte, o que yo le provocara una repugnancia innata. Pero me acuerdo de la inmensa felicidad que la frase «Monsieur Dunning est monté sur le toit et refuse categóriquement de descendre» le provocó a Evan Shipman. La valoraba en un sentido simbólico. Yo tenía mis dudas. Es posible que Dunning me haya tomado por un agente del mal o de la policía. Yo sólo sé que Ezra trató de ayudar a Dunning como ayudaba a tanta gente, y siempre quise que Dunning terminara siendo un poeta tan importante como Ezra creía. Claro que es difícil que un verdadero poeta tenga tan buena puntería tirando botellazos. Pero Ezra, que era un grande, también jugaba muy bien al tenis. Evan Shipman, que también era muy bueno y realmente no sentía ninguna necesidad de que sus poemas se publicaran, decidió que el caso de Dunning tenía que seguir siendo un misterio.
-Nos está faltando más misterio profundo, Hem -me dijo una vez. -En estos tiempos, tiene que haber escritores que realmente no sean ambiciosos y poemas inéditos realmente buenos. Claro que está el problema de comer.
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