miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE


QUINCUAGESIMONOVENA ENTREGA
                            
TERCERA PARTE


III (2)


El teniente le preguntó con severidad a uno que asomaba por el portal:

-Pues, ¿qué pasa? ¿Para qué anda rondando?

-Se acabó la tormenta, mi teniente. Pensábamos en si nos íbamos a marchar.

-Saldremos inmediatamente.

Se levantó y metió el revólver en la funda. Ordenó:

-Disponed un caballo para el preso. Y que algunos hombres caven de prisa una fosa para el yanqui.

El cura se metió la baraja en el bolsillo y se puso de pie, diciendo:

-Me ha escuchado usted con mucha paciencia...

-No temo las ideas de los demás -replicó el teniente.

Afuera la tierra desprendía vapores después de la lluvia. El vaho subía cerca de las rodillas. Los caballos estaban preparados. El cura montó, pero antes de que pudiera echar a andar una voz le hizo volverse; el mismo plañido cazurro que había oído tan a menudo.

-Padre.

Era el atravesado.

-¡Vaya, vaya! -dijo él-. ¿Usted otra vez?

-Oh, ya sé lo que está usted pensando -dijo el atravesado-. No tiene usted mucha caridad, Padre. Todo el camino estuvo creyendo que yo le iba a entregar.

-¡Váyase! -le ordenó con severidad el teniente-. Ha terminado su tarea.

-¿Puedo decirle una palabra, teniente? -preguntó el cura.

-Es usted un buen hombre. Padre -interrumpió el mestizo con rapidez-, pero piensa usted lo peor de la gente. No quiero más que su bendición; eso es todo.

-¿De qué servirá? No puede usted vender una bendición -observó el cura.

-Tan sólo es porque no nos volveremos a ver. Y no quiero que usted se vaya pensando en cosas malas...

-Es usted tan supersticioso... -repuso el cura-. Cree que mi bendición será como una venda ante los ojos de Dios Yo no puedo impedir que Él lo sepa todo. Sería mucho mejor que se fuera a rezar a su casa. Entonces, si Él le concede la gracia del arrepentimiento, regale el dinero...

-¿Qué dinero, Padre? -protestó el hombre sacudiendo colérico el estribo-. ¿Qué dinero? Ya empieza usted otra vez.

El cura suspiró. Estaba exhausto. El temor puede fatigar más que una cabalgadura monótona y larga.

-Rogaré por usted -añadió, y espoleó su caballo para colocarse junto al del teniente.

-Y yo rogaré por usted, Padre -anunció el atravesado complacido.

Sólo una vez miró hacia atrás el cura, mientras el caballo buscaba el equilibrio en la dura bajada abierta entre las rocas. El atravesado permanecía solo entre las chozas, la boca un tanto abierta, enseñando los largos colmillos. Podía ser la instantánea del momento en que lanzaba una queja o una protesta... que él era un buen católico, quizá; se rascaba el sobaco con una mano. El cura saludó agitando la suya. No le guardaba rencor porque no esperaba otra cosa de un ser humano, y al menos tenía una satisfacción: la de que la cara sospechosa y amarilla estaría ausente en la “hora de la muerte”.

-Usted es un hombre educado -decía el teniente.

Estaba tendido cubriendo la entrada de la choza con la cabeza apoyada en su capote arrollado y el revólver al lado. Era de noche, pero nadie podía dormir. El cura, cuando se revolvía, gruñía un poco aquejado de rigidez y calambres. El otro tenía prisa por llegar; así que habían cabalgado hasta medianoche. Estaban al pie de las montañas, en la llanura pantanosa. Pronto quedaría todo el Estado subdividido por las ciénagas. Las lluvias habían comenzado en serio.

-No soy tal. Mi padre era tendero.

-Quiero decir que ha estado usted en el extranjero. Sabe hablar como un yanqui. Ha tenido usted enseñanza.

-Sí.

-Yo he tenido que discurrir por mi cuenta. Pero hay algunas cosas que se aprenden sin ir a la escuela. Que hay ricos y pobres. -Añadió en voz baja-: He fusilado tres rehenes por su culpa. Pobres hombres. Esto hizo que le detestara aún más.

-Sí -admitió él, y procuró levantarse para aliviar el calambre del muslo derecho.

El teniente se incorporó rápido, empuñando el revólver.

-¿Qué hace usted?

-Nada. Sólo es un calambre. Eso es todo -y se acostó otra vez con un gemido.

-Aquellos hombres que fusilé eran de mi propia clase. Hubiese querido darles el mundo entero.

-Pues, ¿quién sabe? Acaso es lo que hizo usted.

El teniente escupió de pronto, rencoroso, como si tuviera algo inmundo sobre la lengua.

-Siempre tiene usted respuestas que no significan nada -rezongó.

-Nunca tuve afición a los libros -replicó el cura-. No tengo memoria en absoluto. Pero siempre hubo una cosa que me confundía en los hombres como usted. Odian ustedes al rico y aman al pobre. ¿No es así?

-Sí-

-Pues yo no quisiera criar a mi hija para ser como lo que odio. No es sensato.

-Eso no es más que un retorcimiento...

-Acaso lo sea. Nunca tuve rectitud de ideas. Nosotros hemos dicho siempre que el pobre es bienaventurado y que el rico hallará dificultad para entrar en el cielo. ¿Por qué habíamos de hacerlo también difícil para el pobre? Oh, ya sé que se nos ha dicho que hay que dar al pobre para que no tenga hambre; el hambre puede hacer al ser humano tanto daño como el mismo dinero. Pero, ¿para qué habríamos de dar poder al pobre? Es mejor dejarle morir en el fango para despertar en el cielo... mientras no le empujemos más la cara contra el fango.

-Detesto sus razones -manifestó el teniente-. No quiero razones. La gente como usted cuando ve a alguien afligido no hace más que razonarle. Le dicen ustedes: acaso el dolor sea una cosa buena; acaso un día esté mejor por esta causa. Yo quiero dejar hablar a mi corazón.

-Por la boca de una pistola.

-Sí, por la boca de una pistola.

-Oh, bueno; acaso cuando tenga usted mi edad comprenderá que el corazón es una bestia indigna de confianza. La muerte también lo es, pero ésta no menciona al amor. ¡Amor! Y una jovencita mete la cabeza debajo del agua o un nene muere estrangulado mientras el corazón no cesa de decir amor, amor...

Permanecieron en silencio durante un rato. El cura creyó que el teniente se había dormido, hasta que le oyó de nuevo.

-No habla usted nunca con honradez. A mí me dice una cosa; pero a los demás les dice usted: “Dios es amor”. A mí, como cree que no he de tragar esas fruslerías, me cuenta cosas diferentes. Cosas en las cuales se figura usted que coincidiremos.

-Oh -exclamó el cura-, esa es cuestión aparte. Dios “es” amor. Yo no digo que el corazón no experimente su sabor, sino en qué poca cantidad. Un caso pequeñísimo de amor mezclado con un cántaro de agua cenagosa. No reconoceríamos nunca semejante amor. Hasta podría parecemos odio. Ese amor de Dios es suficiente para aterrorizarnos. Hizo arder la zarza en el desierto, ¿no es así?, y reventó las sepulturas e hizo andar a los muertos en las tinieblas. Oh, un hombre como yo no pararía de correr en una milla si se notara rodeado de tal amor.

-No se fía usted mucho de Él, ¿verdad? No parece un Dios muy agradable. Si un hombre me sirviera tan bien como usted a Él, pues... la recomendaría para un ascenso, procuraría le dieran una pensión buena... y si padeciera un cáncer le atravesaría la cabeza de un balazo.

-Escuche -dijo el cura con seriedad, inclinándose a oscuras para comprimirse un pie entumecido–. No soy tan sinvergüenza como me cree. ¿Por qué se figura usted que le digo a la gente, desde el pulpito, que se halla en peligro de condenarse si la muerte le coge desprevenida? No es un cuento de hadas en el cual yo no crea. No sé una palabra acerca de la misericordia de Dios; no sé cuan horrible le parecerá a Él el corazón humano. Pero esto sí que lo sé: que si jamás se ha condenado un solo hombre en este Estado, entonces yo me condenaré también. -Añadió lentamente-: No quisiera fuese de otro modo. Deseo justicia, nada más.

-Llegamos antes de oscurecer -observó el teniente.

Seis hombres cabalgaban delante y seis detrás. A veces, en las zonas de bosque, entre los brazos del río, tuvieron que marchar en fila india. El teniente no hablaba mucho, y en una ocasión en que dos de sus hombres entonaron una canción acerca de un tendero gordo y de su mujer, les mandó brutalmente que callaran. No era muy triunfal la procesión aquella. El cura cabalgaba con una sonrisa débil fija en la cara como un antifaz puesto para poder pensar con sosiego sin ser notado de nadie. Pensaba en el dolor principalmente.

-Supongo -dijo el teniente mirando ceñudo al frente- que aguarda usted un milagro.

-Perdóneme. ¿Qué decía usted?

-Que supongo espera usted un milagro.

-No.

-Pero usted cree en ellos, ¿verdad?

-Sí, pero no que sean para mí. Ya no soy de utilidad para nadie. ¿Para qué había Dios de
conservarme vivo?

-No me cabe en la cabeza que un hombre como usted crea en esas cosas. Los indios, sí. ¡Claro! La primera vez que ven una luz eléctrica lo creen un milagro.

-Y yo me atrevería a decir que la primera vez que usted viese a un muerto levantándose lo creería también. -Reprimió una risa escéptica detrás de la careta sonriente-. Oh, es curioso, ¿verdad? No es que no sucedan milagros; la cuestión es precisamente que la gente los llama de algún otro modo. Imagínese usted a los doctores rodeando el lecho del muerto. Ya no respira, el pulso se ha parado, el corazón no late: está muerto. Después alguien le devuelve la vida, y todos ellos, ¿cuál es la expresión? Reservan su opinión. No quieren decir que sea un milagro porque la palabra no les gusta. Después lo mismo ocurre una y otra vez, acaso porque Dios anda por la tierra, y ellos dicen: los milagros no existen; ocurre simplemente que hemos ampliado nuestro concepto de la vida. Ahora sabemos que se puede vivir sin pulso, alientos, latidos... E inventan una palabra para denominar semejante estado de vida, y dicen que la ciencia ha dado, una vez más, explicación racional a un aparente milagro. -Lanzó otra risita-. No se les puede convencer.

Salieron de la senda del bosque a una carretera firme, y el teniente clavó espuelas saliendo toda la cabalgadura a medio galope. Estaban cerca de casa. El teniente dijo de mala gana:

-No es usted mal sujeto. Si puedo hacer algo por usted...

-Si me permitiera confesarme...

Llegaron a la vista de las primeras casas; casas pequeñas de tierra medio calcinadas cayéndose en ruinas; unas cuantas columnas clásicas de barro recubiertas de yeso, y un chiquillo sucio jugando entre los cascotes.

El teniente observó:

-Pero no hay ningún cura.

-El Padre José.

-¡Oh, el Padre José! -comentó con desprecio el teniente-. Ese no es bueno para nada.

-Es lo bastante bueno para quien soy yo. No es verosímil encontrar un santo aquí, ¿no es cierto?

El teniente siguió cabalgando en silencio durante un rato. Llegaron ante el cementerio, lleno de ángeles destrozados, y pasaron ante el gran pórtico con sus letras negras: “Silencio”.

-Perfectamente -dijo el teniente-. Podrá usted verle.

No quería mirar al cementerio cuando pasaron junto a él: aquélla era la pared donde fusilaban a los presos. La carretera bajaba en cuesta rápida hacia el río; a la derecha, donde estuvo la catedral, los columpios de hierro se alzaban desocupados en la tarde cálida. Sentíase la desolación por doquiera; más que en las montañas, porque aquí había existido mucha vida en otro tiempo. El teniente pensaba: “Sin pulso, sin latidos del corazón, sin embargo es una forma de vida, no tenemos más que hallarle un nombre”. Un muchacho les miraba pasar; gritó:

-Teniente, ¿lo cogieron?

Él recordó la cara vagamente... un día en la plaza... una botella rota, y procuró sonreírle con una rara mueca desabrida, sin triunfo ni esperanza. Había que comenzar de nuevo aquella vida.

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