domingo

ERNEST HEMINGWAY - PARÍS ERA UNA FIESTA (A MOVEABLE FEAST)


OCTAVA ENTREGA
VII

EL FIN DE UNA AFICIÓN

Muchas otras veces, aquel año y otros años, fuimos a las carreras cuando yo había estado trabajando a primera hora de la mañana, y en las carreras Hadley se divertía y a veces se entusiasmaba. Pero no era como subir por un prado de alta montaña, más arriba del último bosque, ni como caminar de noche de vuelta al chalet, ni como subir con Chink, nuestro mejor amigo, hasta un puerto detrás del que se abría un nuevo país. Y en realidad, aquello no era siquiera afición a las carreras de caballos. No era más que apostar por algún caballo. Pero nosotros lo llamábamos ir a las carreras.

La afición a las carreras nunca se interpuso entre nosotros. Sólo una persona era capaz de tanto. Pero durante mucho tiempo la afición nos acompañó como un amigo exigente. Eso, claro, juzgándola con benevolencia. Yo, que juzgaba con tanta ferocidad a las personas y su capacidad destructiva, toleraba a aquel amigo que, así como podía hacernos favores, era el más mentiroso, el más hermoso, el más seductor, perverso y absorbente. Para que resultara beneficioso y provechoso, había que dedicarle todo el tiempo, y a mí el tiempo no me sobraba. La excusa que encontré para seguir tratándolo era que a veces escribía sobre él. Incluso cuando perdí mis manuscritos, sólo me quedó un cuento referido a las carreras de caballos, gracias a que el día anterior lo había mandado por correo.

Fui acostumbrándome a ir solo a las carreras, y cada vez me obsesionaban más y me hacían perder más tiempo. Aquella temporada me dedicaba a seguir las carreras en dos hipódromos, el de Auteuil y el de Enghien. Para apostar sobre la base del historial y la calidad real de cada caballo, había que trabajar todo el día pero al final comprobé que con ese método no ganaba nada. Tanto cálculo no funcionaba nada más que en teoría. Y además alcanzaba con comprar un periódico para encontrar los cálculos ya hechos.

Para tener chance de ganar había que mirar todas las carreras desde lo más alto de las tribunas de Auteuil, corriendo para llegar antes de la salida, y después fijarse en lo que hacía cada caballo, y observar con atención al caballo supuestamente favorito, y al final descubrir por qué y cómo diablos el caballo nunca ganaba. Había que seguir el juego de las apuestas y todos los movimientos de la cotización cada vez que iba a salir el caballo que te interesaba, y después aprender a la perfección el modo de correr del caballo, además de darse cuenta de si su dueño lo iba a exigir a fondo. Siempre podía pasar que un caballo perdiera incluso dando el máximo; pero por lo menos en ese caso era evidente que había llegado al límite de sus posibilidades. Todo aquello no era un trabajo fácil, aunque en Auteuil era hermoso ver las carreras todos los días, con la condición de no perderse ninguna carrera sin tongo y con buenos caballos, hasta que al final se podía conocer a la perfección cómo funcionaba el hipódromo. Pero entonces terminabas enredándote con demasiada gente, jockeys y entrenadores y dueños, y con demasiados caballos y demasiadas cosas.

En general yo sólo le apostaba a un caballo al que le tenía fe, y lo cierto es que algunas veces encontré caballos en los que creían nada más que los hombres que los entrenaban y los montaban, y aposté por ellos y ganaron muchas carreras. Pero al final dejé de ir, porque aquello me robaba demasiado tiempo y demasiada energía, y la cabeza se me llenaba con lo que pasaba en Enghien, sin contar los hipódromos de carreras sin obstáculos.

Cuando dejé de encarar las carreras como un trabajo serio me quedé contento, pero con una sensación de vacío. Y ya en aquel tiempo yo había descubierto que todo, lo bueno y lo malo, deja un vacío cuando se interrumpe. Claro que en el caso de algo malo, el vacío va llenándose solo. Mientras que el vacío de algo bueno solamente puede llenarse descubriendo algo mejor. Incorporé el capital de apuestas al fondo de gastos generales, y me sentí aliviado y virtuoso.

El día que decidí dejar las carreras crucé a la otra orilla y encontré a mi amigo Mike Ward trabajando en la oficina de viajes del Guaranty Trust, que en aquel momento funcionaba en la esquina de la rue des Italiens con el boulevard des Italiens. Deposité en el banco el capital de apuestas, aunque no se lo dije a nadie. Ni siquiera se lo sumé al saldo de mi cuenta en el talonario, porque ya lo tenía guardado en la memoria.

-¿Querés ir a comer algo? -le pregunté a Mike.

-Por supuesto, nene. ¿Pero qué le pasa al nene? ¿Hoy no vas a las carreras?

-No.

Comimos en el square Louvois, en un bistró sencillo muy bueno, y nos sirvieron un vino blanco maravilloso. Al otro lado del square estaba la Bibliothèque Nationale.

-Vos nunca fuiste muy aficionado a las carreras -le dije a Mike.

-No. Hace mucho que no voy.

-¿Y por qué las dejaste?

-No sé -contestó Mike-. Bueno, la verdad es que sé por qué. Por supuesto que sé. Una cosa en la que tenés que apostar para divertirte no vale la pena.

-¿No vas nunca?

-A veces, cuando hay alguna grande. Alguna con caballos de primera.

Íbamos comiendo rebanadas del buen pan del bistró, con pâté encima, y tomanto el vinito blanco.

-¿Y te enganchaste mucho con las carreras? -pregunté.

-Sí. Mucho.

-¿Y después no descubriste algo más divertido?

-Las carreras de bicicletas.

-No me digas.

-Sí. Y te divertís sin necesidad de apostar. Probá.

-Los caballos llevan demasiado tiempo.

-Demasiado. Se comen todo el tiempo. Y no me gusta la gente que anda en la vuelta.

-Yo llegué a engancharme mucho.

-Te entiendo. ¿Y te quedó alguna ganancia?

-Gané bastante.

-Entonces es un buen momento para largarlas.

-Es lo que acabo de hacer.

-Es difícil largarlas. Oíme, nene, si querés podemos ir a las carreras de bicicletas.

El ciclismo me resultó algo nuevo y muy divertido, y como yo todavía no entendía nada la novedad me fascinaba. Aunque no nos hicimos aficionados en seguida. La afición llegó más tarde, y al final ocupó un lugar importante en nuestra vida, bastante tiempo después, cuando todo lo del primer período en París se nos derrumbó de golpe.

Pero por un tiempo nos alcanzó con quedarnos en nuestro barrio y no tener que atravesar París para ir a los hipódromos, y apostar sólo por nuestra vida y nuestro trabajo y por los pintores amigos, y no basar la vida en un juego de azar disfrazado con otros nombres. He empezado muchas veces a escribir un cuento sobre carreras de bicicletas, pero nunca me salió nada que fuera tan bueno como las carreras mismas, tanto las de velódromo cubierto o al aire libre tanto como las de carretera. Pero algún día voy a lograr meter en unas páginas el Vélodrome d’Hiver con su luz atravesada por capas y capas de humo, con la pista de madera y sus empinados virajes, y el zumbido de los tubulares sobre la madera cuando pasaban los ciclistas, y el esfuerzo y las tácticas y los corredores desviándose arriba o abajo en la pista, convertidos en una parte de sus máquinas. Voy a lograr meter la impresión fantástica del medio fondo, el ruido de las motos de los entrenadores con sus rodillos, y los entrenadores con sus cascos pesados y sus teatrales trajes de cuero, que se inclinaban hacia atrás para proteger a los ciclistas de la resistencia del aire, y los ciclistas con sus cascos livianos que se pegaban a los manillares, sus piernas que hacían girar a gran velocidad los pedales, y las pequeñas ruedas delanteras pegándose al rodillo de la moto detrás de la que se abrigaba el ciclista, y los duelos en los que se alcanzaba el colmo de la emoción, con el petardeo de las motos y con los ciclistas corriendo codo a codo y rueda a rueda, remontando el viraje y después tirándose a fondo a una velocidad como para matarse, hasta que de repente un hombre no podía sostener la velocidad y se descomponía, chocando brutalmente contra la sólida muralla de aire que venía atravesando.

Había distintas clases de carreras. Los sprints por eliminatorias hasta llegar a la carrera final, en los que los dos corredores retenían durante largos segundos su velocidad, cada cual esperando que el otro guiara el sprint y así obtener un abrigo inicial, y después las vueltas a paso moderado hasta la zambullida final en la fascinante pureza de la velocidad. O las carreras a la americana, con sus series de sprints durante toda la tarde. O las hazañas de velocidad absoluta, cuando un hombre corría solitario durante una hora contra reloj, y las terriblemente peligrosas y hermosas carreras de cien kilómetros en las grandes curvas altas de madera de la pista de quinientos metros del Stade Buffalo, el velódromo al aire libre en Montrouge donde se corría detrás de la moto. Me acuerdo Linart, el gran campeón belga a quien llamaban el Sioux por su perfil, que agachaba la cabeza para sorber aguardiente caliente por un tubo de caucho unido a un termo que llevaba debajo del jersey, y así agarraba fuerza para el terrible embalaje del final de la carrera. Y también me acuerdo de los campeonatos de Francia que se corrían detrás de motos en la pista de cemento de seiscientos sesenta metros del Parc des Princes, en Auteuil, cerca del hipódromo, que era la pista más peligrosa de todas. Allí vimos un día caer al gran corredor Ganay, y oímos cómo se le aplastaba el cráneo adentro del casco, igual que cuando se aplasta un huevo duro contra una piedra en una merienda de campo, para sacarle la cáscara. Tengo que escribir sobre el extraño mundo de las carreras de seis días y las maravillas de las carreras por carretera en la alta montaña. El francés es la única lengua en la que se ha escrito bien sobre esto y los términos son todos franceses, y por eso es difícil escribir en otra lengua. Mike tenía toda la razón, uno no necesita apostar. Pero todo eso pertenece a otra época de nuestra vida en París.

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