sábado

NICOLÁS MAQUIAVELO - EL PRÍNCIPE (6)




CAPITULO III (3)

De los principados mixtos

Volvamos a la Francia, y examinaremos si ella hizo alguna de estas cosas. Hablaré, no de Carlos VIII, sino de Luis XII, como de aquel cuyas operaciones se conocieron mejor, visto que él conservó por más tiempo sus posesiones en Italia; y se verá que hizo lo contrario para retener un Estado de diferentes costumbres y lenguas.

El rey Luis fue atraído a Italia por la ambición de los venecianos, que querían, por medio de su llegada, ganar la mitad del Estado de Lombardía. No intento afear este paso afear este paso del rey, ni su resolución sobre este particular, porque queriendo empezar a poner el pie en Italia, no teniendo en ella amigos, y aun viendo cerradas todas las puertas a causa de los estragos que allí había hecho Carlos VIII, se veía forzado a respetar los únicos aliados que pudiera haber allí; y su plan hubiera tenido un completo acierto si él no hubiera cometido falta ninguna en las demás operaciones. Luego que hubo conquistado, pues, la Lombardía, volvió a ganar repentinamente en Italia la consideración que Carlos había hecho perder en ella a las armas francesas. Génova cedió; se hicieron amigos suyos los florentinos; el Marqués de Mantua, el Duque de Ferrara, Bentivoglio (príncipe de Bolonia), el señor de Forli, los de Pésaro, Rímini, Camerino, Piombino, los luqueses, pisanos, sieneses, todos, en una palabra, salieron a recibirle para solicitar su amistad. Los venecianos debieron reconocer entonces la imprudencia de la resolución que ellos habían tomado, únicamente para adquirir dos territorios de la provincia lombarda; e hicieron al rey dueño de los dos tercios de la Italia.

Que cada uno ahora comprenda con cuán poca dificultad podía Luis XII, si hubiera seguido las reglas de que acabamos de hablar, conservar su reputación en Italia, y tener seguros y bien defendidos a cuantos amigos se había hecho él allí. Siento numerosos estos, débiles, por otra parte, y temiendo el uno al Papa y el otro a los venecianos, se veían siempre en la precisión de permanecer con él; y por medio de ellos le era posible contener fácilmente lo que había de más poderoso en toda la península.
Pero apenas llegó el rey a Milán, cuando obró de un modo contrario, supuesto que ayudó al papa Alejandro VI a apoderarse de la Romaña. No echo de ver que con esta determinación se hacía débil, por una parte, desviando de sí a sus amigos y a los que habían ido a ponerse bajo su protección; y que, por otra, extendía el poder de Roma, agregando una tan vasta dominación temporal a la potestad espiritual que le daba ya tanta autoridad.

Esta primera falta le puso en la precisión de cometer otras; de modo que para poner un término a la ambición de Alejandro, e impedirle hacerse dueño de la Toscana, se vio obligado a volver a Italia.

No le basto haber dilatado los dominios del Papa y desviando a sus propios amigos, sino que el deseo de poseer el reino de Nápoles, se le hizo repartir con el rey de España. Así, cuando él era el primer árbitro de la Italia, tomo en ella a un asociado, al que cuantos se hallaban descontentos con él debían recurrir naturalmente; y cuando le era posible dejar en aquel reino a un rey que ya no era más que pensionado suyo, le echó a un lado para poner a otro capaz de arrojarle a él mismo.

El deseo de adquirir es, a la verdad, una cosa ordinaria y muy natural; y los hombres que adquieren, cuando pueden hacerlo, serán alabados y nunca vituperados por ello; pero cuando no pueden ni quien hacer su adquisición como conviene, en esto consiste el error y motivo de vituperio.

Si la Francia, pues, podía atacar con sus fuerzas Nápoles, debía hacerlo; si no lo podía, no debía dividir aquel reino; y si a repartición que ella hizo de la Lombardía con los venecianos es digna de disculpa a causa de que halló el rey un medio de poner un pie en Italia, la empresa sobre Napoleón merece condenarse a causa de que no había motivo ninguno de necesidad que pudiera disculparla.

Luis había cometido, pues, cinco faltas, en cuanto había destruido las reducidas potencias de Italia, aumentando la dominación de un príncipe ya poderoso, introducido a un extranjero que lo era mucho, no residido allí él mismo, ni establecido colonias.

Estas faltas, sin embargo, no podían perjudicarle en vida suya, si él no hubiera cometido una sexta: la de ir a despojar a los venecianos. Era cosa razonable y aun necesaria el abatirlos, aun cuando él no hubiera dilatado los dominios de la Iglesia, ni introducido a la España en Italia; pero no debía consentir en la ruina de ellos, porque siendo poderosos de si mismos, hubieran tenido distantes siempre de toda empresa sobre Lombardía a los otros, ya porque los venecianos no hubieran consentido en ello sin ser ellos mismos los dueños, ya porque los otros no hubieran querido quitarla a la Francia para dársela a ellos, o no tenido la audacia de ir a atacar a estas dos potencias.

Si alguno dijera que el rey Luis no cedió la Romaña a Alejandro y el reino de Nápoles a la España, más que para evitar una guerra, respondería con las razones ya expuestas, que no debemos dejar nacer un desorden para evitar una guerra, porque acabamos no evitándola; la diferimos solamente: y no es nunca más que con sumo perjuicio nuestro.

Y si algunos otros alegaran la promesa que el rey había hecho al Papa de ejecutar en favor suyo esta empresa para obtener la disolución de su matrimonio con Juana de Francia y el capelo de Cardenal para el Arzobispado de Ruán, responderé a esta objeción con las explicaciones que daré ahora mismo sobre la fe de los príncipes y modo con que deben guardarla.

El rey Luis perdió, pues, la Lombardía por no haber hecho nada de lo que hicieron cuantos romanos tomaron provincias y quisieron conservarlas. No hay en ello milagro, sino una cosa razonable y ordinaria. Hablé en Nantes de esto con el Cardenal de Ruán, cuando el Duque de Valentinois, al que llamaban vulgarmente César Borgia, hijo de Alejandro, ocupaba la Romaña; y habiéndome dicho el cardenal que los italianos no entendían nada de la guerra, les respondí que los franceses no entendían nada de las cosas de Estado, porque si ellos hubieran tenido inteligencia en ellas, no hubieran dejado tomar al Papa un tan grande incremento de dominación temporal. Se vio por experiencia que la que el Papa y la España adquirieron en Italia, les había venido de la Francia, y que la ruina de esta última en Italia dimanó del Papa y de la España. De lo cual podemos deducir una regla general que no engaña nunca, o que a lo menos no extravía más que raras veces: es que el que es causa de que otro se vuelva poderoso obra su propia ruina. No le hace volverse tal más que con su propia fuerza o industria; y estos dos medios de que él se ha manifestado provisto, permanecen muy sospechosos al príncipe que, por medio de ellos, se volvió muy poderoso.

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