QUINTA ENTREGA
IV
SHAKESPEARE AND COMPANY
En aquellos días no teníamos plata para comprar libros. Yo los pedía prestados en Shakespeare and Company, que era la librería y biblioteca circulante que atendía Sylvia Beach en el 12 de la rue de 1’Odéon. El viento frío barría la calle pero aquel local siempre estaba caldeado y alegre, con una gran estufa en invierno, mesas y estantes llenos de libros, ediciones nuevas en las vidrieras, y en las paredes fotos de escritores tanto muertos como vivos. Las fotos parecían todas instantáneas e incluso los escritores muertos parecían estar realmente vivos. Sylvia tenía una cara de modelado anguloso, ojos tan vivos como los de un venado y tan alegres como los de una niña, una hermosa frente y un ondulado cabello castaño peinado hacia atrás, cortado a ras de sus orejas y siguiendo la misma curva de los cuellos de sus chaquetas de terciopelo. Tenía las piernas bonitas y le gustaba conversar, bromear y contar chistes. Nadie me ofreció nunca más bondad que ella.
La primera vez que entré en la librería me dio mucha vergüenza porque no tenía plata para suscribirme a la biblioteca circulante. Pero ella me dijo que podía pagarle en otro momento y me extendió una tarjeta de suscriptor para que me llevara los libros que quisiera.
No había motivos para que me tuviera confianza. No me conocía, y la dirección que le di, en el 74 de la rue Cardinal-Lemoine, no era como para inspirar optimismo. Pero Sylvia me ofreció enseguida su sonriente cordialidad, y atrás de ella se desplegaban todas las riquezas de la librería hasta llegar al techo y extenderse ocupando parte de la trastienda que daba al patio.
Empece por Turguéniev y me llevé los dos tomos de los Apuntes de un cazador más uno de los primeros libros de D. H. Lawrence, creo que era Hijos y amantes, y Sylvia me dijo que me llevara más libros si quería. Entonces escogí la traducción de Constance Garnett de La guerra y la paz, y El jugador y otras narraciones, de Dostoievski.
-Va a demorar en volver si piensa leerse todo eso -dijo Sylvia.
-Ahora vuelvo a pagarle -dije. -Tengo la plata en casa.
-No me refería a eso -dijo. -Págueme cuando le empiece a ir bien.
-¿A qué horas viene Joyce por aquí? -pregunté.
-De tardecita. Si viene -dijo. -¿Usted lo conoce?
-De vista, cuando comía con su familia en Michaud -dije. -Aunque apenas lo he visto, porque es una falta de respeto mirar a la gente cuando come, y además Michaud es caro.
-¿Usted come en su casa?
-Sí. Casi siempre -dije. -Tenemos una buena cocinera.
-Y además en su barrio no hay restaurantes.
-Es verdad.
-A Larbaud le gustaba mucho su barrio pero se quejaba de eso -dijo.
-Para encontrar un restaurante bueno y barato hay que ir más allá del Panteón.
-Yo conozco poco ese barrio. Nosotros comemos en casa. ¿Por qué no viene alguna vez con su esposa?
-Antes de invitarme, espere a que le pague -dije. -Pero se lo agradezco mucho.
-No lea demasiado rápido -dijo.
El piso de la rue Cardinal-Lemoine tenía dos habitaciones sin agua caliente y sin otro servicio higiénico que un recipiente con antiséptico, que de todos modos no era molesto para una persona acostumbrada a las letrinas de los patios del Michigan. Con su buena vista, y con su buen colchón y somier que armaban una cama cómoda aunque baja, y cuadros que nos gustaban en las paredes, era un piso alegre y simpático. Al llegar con mis libros le conté a mi mujer que había encontrado un lugar maravilloso.
-Pero Tatie, tenés que ir a pagarle esta tarde mismo -dijo ella.
-Claro que voy a ir -dije. -Podemos ir juntos y después pasear por los muelles.
-Sí. Y mirar las vidrieras y entrar en todas las exposiciones de la rue de Seine.
-Maravilloso. Y podemos ir a tomar una copa en un café nuevo donde nadie nos conozca.
-O dos copas.
-Y después ir a cenar a algún lado.
-Eso no. No te olvides que hay que pagar en la librería.
-Bueno, entonces podemos volver a comer bien aquí y comprar ese vino de Beaune que está barato en la vidriera de la cooperativa de enfrente. Y después de leer un rato podemos hacer el amor.
-Y yo te voy a querer siempre a vos y vos siempre me vas a querer a mí.
-Siempre. A nadie más que a vos.
-Y hoy vamos a ser felices toda la tarde y toda la noche. Y ahora vamos a almorzar.
-Estoy muerto de hambre -dije. -Trabajé toda la mañana en el café y no tomé más que un cortado.
-¿Cómo va tu cuento?
-Me parece que bien. Ya veremos. ¿Qué hay para comer?
-Unos rábanos, y un buen foie de veau con puré de patatas y escarola. Y tarta de manzana.
-Y ahora vamos a tener para leer todos los libros del mundo y podemos llevárnoslos cuando viajemos.
-¿Eso también se puede?
-Por supuesto.
-¿Tendrán libros de Henry James?
-Por supuesto.
-Hombre -dijo ella. -Qué suerte haber encontrado eso.
-Siempre tenemos suerte -dije, y como un idiota no toqué madera. Y en un piso donde había madera por todos lados.
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