sábado

ERNEST HEMINGWAY - PARÍS ERA UNA FIESTA (A MOVEABLE FEAST)


CUARTA ENTREGA

III

«UNE GÉNÉRATION PERDUE»

Nada más fácil que acostumbrarse a caer de tardecita por el 27 de la rue de Fleurus, por amor al fuego y los cuadros magníficos y la conversación. Muchas veces yo era el único visitante, y Miss Stein me trató siempre con mucha amabilidad y por un tiempo también con cariño. Cuando yo volvía de cubrir alguna conferencia política en el Cercano Oriente o en Alemania como enviado del periódico canadiense o la agencia de noticias para los que trabajaba, ella me hacía contar todas las anécdotas divertidas. Siempre había incidentes insólitos que le gustaban, y también le encantaban las anécdotas macabras, lo que los alemanes llaman humor de horca. Miss Stein quería estar al tanto de las cosas alegres que pasaban en el mundo; pero nunca de las reales ni de las malas.

Yo era joven y nada melancólico, y en los peores momentos siempre pasaban cosas extravagantes y cómicas, y a Miss Stein le gustaba escucharme contarlas. De otras cosas yo no hablaba, aunque las escribía por mi cuenta.

Cuando no había hecho ningún viaje reciente y no tenía nada para contarle, igual caía por la rue de Fleurus y trataba de que Miss Stein me hablara de libros. Mientras estaba trabajando en algo mío, necesitaba leer algo al acabar de escribir. Si uno sigue pensando en lo que escribe, se pierde el hilo y al otro día es muy difícil seguir. Necesitaba hacer ejercicio, cansarme el cuerpo, y además era muy bueno hacer el amor con la persona que uno amaba. No había nada mejor. Pero en el momento de quedarme vacío me era fundamental leer para no pensar en el trabajo ni preocuparme por eso hasta el momento de reiniciarlo. Ya me había adiestrado en no dejar secar nunca el pozo, y a pararme siempre cuando todavía quedaba algo en lo hondo del pozo, y a dejar que por la noche lo volvieran a llenar las fuentes que lo nutren.

Para no pensar en lo que estaba escribiendo, muchas veces después del trabajo leía cosas de escritores de aquel momento, como Aldous Huxley o D. H. Lawrence o cualquier libro nuevo que encontraba en la librería de Sylvia Beach o en un puesto de los quais.

-Huxley es un cadáver -me dijo una vez Miss Stein. -¿Para qué va a leer a un cadáver? ¿No se da cuenta de que es un cadáver?

Yo todavía no entendía bien lo que significaba para ella ser un cadáver, y dije que sus libros me divertían y me distraían.

-Debería usted leer sólo lo verdaderamente bueno o lo francamente malo.

-Me pasé todo este invierno y el otro invierno leyendo libros verdaderamente buenos y el próximo invierno pienso hacer lo mismo, y los libros francamente malos no me gustan.

-¿Pero para qué lee esa basura? Es basura puesta en conserva, Hemingway. Hágame caso. Es la obra de un cadáver.

-Me gusta estar al tanto de lo que se está escribiendo -dije-. Y me distrae de lo que yo escribo.

-¿Qué otras cosas está leyendo?

-A D. H. Lawrence -dije. -Tiene un cuento muy bueno que se llama El oficial prusiano. Y también traté de leer alguna novela pero no hay caso. Es sentimental y ridículo. Tiene un estilo de enfermo. Hijos y amantes El pavo blanco me gustaron. Bueno, el segundo no tanto. Lo que no pude terminar fue Mujeres enamoradas.

-Ya que no le gusta leer lo malo, le voy a recomendar algo muy atrapante y que es una maravilla en su género. Tiene que leer a Marie Belloc Lowndes.

Nunca había oído hablar de ella, pero Miss Stein me prestó The Lodger, esa maravilla de relato basado en Jack el Destripador, y además otro libro de un crimen en un pueblo cerca de París que estoy seguro que es Enghien-les-Bains. Eran dos libros espléndidos para después del trabajo, con personajes verosímiles y con una acción y un terror que nunca suenan a hueco. Eran perfectos para leer cuando uno se había pasado el día trabajando, y me leí todos los Belloc Lowndes que existían. Pero un día se me acabaron, y además ninguno estaba a la altura de aquellos dos primeros, y no encontré nada tan bueno para llenar los vacíos del día o de la noche hasta que salieron las primeras buenas cosechas de Simenon.

Me parece que a Miss Stein le hubiera gustado el buen Simenon (el primero que yo leí fue o L’écluse numéro 1 o La maison du canal), pero no estoy seguro porque en la época en que frecuenté a Miss Stein no le gustaba leer en francés aunque le encantaba hablarlo. Fue Janet Flanner quien me pasó los dos primeros Simenon que leí. A ella le gustaba leer en francés y había descubierto a Simenon cuando el hombre todavía hacía reportajes de crímenes.

En los tres o cuatro años en los que fuimos buenos amigos no logro recordar que Gertrude Stein hablara bien de ningún escritor a no ser que hubiese escrito algo bueno sobre ella o le hubiese hecho algún favor que la ayudase en su carrera, salvo en el caso de Ronald Firbank y más tarde de Scott Fitzgerald. Cuando empecé a tratarla no decía nada de Sherwood Anderson como escritor, pero hablaba con fervor de su persona y de sus grandes ojos de italiano hermosos y cálidos, y de su bondad y su encanto. A mí me importaban un pito sus grandes ojos de italiano hermosos y cálidos, pero me gustaban mucho algunos cuentos suyos. Eran sencillos de estilo y a veces muy hermosos de estilo, y escribía con una honda cordialidad sobre gente a la que conocía muy bien. Miss Stein no quería hablar de sus cuentos y siempre volvía a su persona.

-¿Y qué me dice de sus novelas? -le pregunté. Pero ella no quería hablar de las obras de Anderson, de la misma manera que no quería hablar de Joyce. Si alguien mencionaba dos veces a Joyce en su casa, no lo invitaba nunca más. Era como si uno está hablando con un general y le habla bien de otro general. Es un error que después de haberlo cometido una sola vez uno aprende a no repetir. Claro que a un general siempre se le puede hablar bien de otro general que ha sido derrotado por el general a quien uno habla. El general con quien uno habla hará elogios magníficos sobre el general derrotado y luego se le caerá la baba contando detalladamente cómo lo derrotó.

Los cuentos de Anderson eran demasiado buenos para que resultara un acierto tomarlos como tema de conversación. Yo quería hablarle a Miss Stein sobre cómo me desconcertaba que las novelas de Anderson fueran tan malas, pero hubiera sido otra metedura de pata porque significaría criticar a uno de los más leales defensores de Miss Stein. Pero cuando al final él se largó con una novela llamada Dark laughter, tan atrozmente mala y boba y afectada que no pude contenerme y la parodié en Torrentes de Primavera, Miss Stein se enojó de verdad. Yo había atacado a alguien que formaba parte de su escenografía. Pero antes hubo un largo período en el que no se armó ningún lío en ese sentido. Y ella misma se puso a elogiar a Anderson con entusiasmo apenas quedó claro de que él ya era un escritor acabado.

Miss Stein estaba furiosa contra Ezra Pound porque se había despatarrado sobre una sillita muy frágil, y sin duda incómoda y que es muy posible que le hayan ofrecido a propósito, y la torció o la rompió. El hecho de que él fuera un gran poeta y un hombre cordial y generoso, y que cabía perfectamente en una silla de tamaño normal, no se le tenía en cuenta. Las razones de la antipatía que ella sentía por Ezra las inventó y las fundamentó con habilidad y perversidad  muchos años más tarde.

Estábamos de vuelta del Canadá y vivíamos en la rue Notre-Dame-des-Champs y Miss Stein y yo éramos todavía buenos amigos, cuando ella hizo el famoso comentario sobre la generación perdida. Había tenido problemas con el contacto del viejo Ford T que usaba en aquel tiempo, y un empleado del garaje, un joven que había servido en el último año de la guerra, no arregló el Ford de Miss Stein con demasiadas ganas, o a lo mejor simplemente le hizo esperar su turno después de otros vehículos. La cosa es que ella decidió que el joven no era sérieux, y que el patron del garaje lo atacó severamente después de la queja de Miss Stein. Una cosa que el patron dijo fue: «Todos ustedes son une génération perdue

-Eso es lo que son ustedes. Todos ustedes son eso -dijo Miss Stein. -Todos los jóvenes que sirvieron en la guerra. Son una generación perdida.

-¿De veras? -dije.

-De veras -insistió. -No le tienen respeto a nada. Se emborrachan hasta matarse.

-¿El mecánico estaba borracho? -pregunté.

-Claro que no.

-¿Y a mí me vio borracho alguna vez?

-No. Pero sus amigos son unos borrachos.

-A veces me emborracho -dije. -Pero cuando la visito a usted no estoy borracho.

-Por supuesto que no. No dije eso.

-Es posible que el patron de ese muchacho estubiese borracho a las once de la mañana -dije. -Así le salen de hermosas las frases.

-No me discuta, Hemingway -dijo Miss Stein. -No lo ayuda en nada. Todos ustedes son una generación perdida, exactamente como dijo el del garaje.

Y cuando terminé poniendo las palabras del dueño del garaje que nombraba Miss Stein como epígrafe de mi primera novela, traté de equilibrarías con una cita del Eclesiastés. Pero aquella noche, mientras caminaba de vuelta a casa, pensé en el muchacho del garaje y me pregunté si alguna vez lo habrían transportado en uno de aquellos vehículos que arreglaba, precisamente en un Ford T, cuando los tenían convertidos en ambulancias. Me acordé de cómo se les quemaban los frenos bajando por las carreteras de las montañas con toda una carga de heridos hasta que para frenar había que poner la primera y finalmente la marcha atrás, y de cómo los últimos ejemplares que quedaban fueron despeñados por una pendiente, vacíos, para que fueran remplazados por grandes Fiat con buenos cambios en H y con frenos metálicos. Pensé en Miss Stein y en Sherwood Anderson y en lo que significan el egoísmo y la pereza mental frente a la disciplina, y me dije: ¿quién trata a quién de generación perdida? Y cuando llegué a la altura de la Closerie des Lilas y vi a mi viejo amigo, el mariscal Ney, blandiendo el bronce luminoso de su espada entre las sombras de los árboles, y allí estaba él bien sólito y nadie lo acompañaba en  su avance mientras se metía en el infierno de Waterloo, pensé que todas las generaciones se pierden por algo y siempre se han perdido y siempre se perderán, y me senté en la Closerie para acompañar un rato a la estatua y me tomé una cerveza muy fría antes de volver a casa, que quedaba en el piso de encima de la serrería. Pero mientras estaba sentado frente a mi cerveza y miraba la estatua pensando en los muchos días que Ney pasó peleando en retaguardia en la retirada de Moscú, cuando Napoleón ya había tomado la delantera en el coche con Caulaincourt, me acordé de que Miss Stein había sido una amiga buena y cariñosa y las hermosas cosas que contó sobre la muerte de Apollinaire en el día del armisticio en 1918 cuando la multitud chillaba por la calle «À bas Guillaume», y Apollinaire en su delirio creía que lo decían por él, y me propuse serle lo más útil que pudiera para que se dieran cuenta de que había escrito cosas muy buenas, y que iba a poder darle una mano con la ayuda de Dios y de Mike Ney. Pero al carajo con sus sermones sobre la generación perdida y con cualquier porquería de etiquetas que a alguien se le ocurriera ir pegando por ahí. Cuando llegué a casa y crucé el patio y subí las escaleras y me encontré a mi mujer y a mi hijo y a F. Puss, que era el gato de mi hijo, todos contentos y con un buen fuego en la chimenea, le dije a mi mujer:

-¿Sabés que creo que Gertrude es una buena mujer?

-Claro que sí, Tatie.

-Pero a veces dice cualquier disparate.

-Nunca la escuché hablar -dijo mi mujer. -Yo soy una esposa. A mí me da conversación su amiga.

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