domingo

JUAN CARLOS ONETTI entrevistado por Emir Rodríguez Monegal (2)


(reportaje recuperado de la revista Eco, Bogotá, 1970)
SEGUNDA ENTREGA

¿HASTA DÓNDE UN HOMBRE ENTIENDE A UNA MUJER? ¿HASTA DÓNDE UNA MUJER ENTIENDE A UN MACHO?

Entonces sigo por otro lado. No sé si viste la película que hicieron sobre el Ulises. Casi lo único bueno, a mi juicio, es el monólogo de Molly. Ahí se oye a la actriz recitar fragmentos del monólogo. Sólo entonces las imágenes adquieren cierto sentido. Cuando están sostenidas en la prosa de Joyce.

Es que el texto tiene poesía. Porque si vas a mirar bien no es nada más que el monólogo interior de una pobre vieja, una infeliz que se acuerda cuando era joven, y mezcla todas esas cosas, el clavel o la rosa, con la menstruación y con los hombres que tuvo, o la tuvieron. Sin embargo, el tipo salva todo eso y le emboca el tono justo.

Sí, es un poco lo que le pasaba a Swift cuando se acordaba que su Stella también iba al cuarto de baño y no precisamente a lavarse los dientes. Pero nos hemos ido muy lejos de esta novela que estás escribiendo ahora, y la culpa es mía. Así que vuelvo a preguntarte. Todo eso del período del café Metro y la melliza menor y la lectura de Joyce, etc., representa la parte montevideana de antes...

Sí. Después está el retorno a Santa María. Ya está todo montado pero no quiero entrar en detalles. Me limito a contarte que el individuo, después de un período en que él se cree en libertad, o se siente libre, en Montevideo, está haciendo diversas cosas, pinta, dibuja, crea; ese individuo entonces se viene desesperado a Santa María. No hay nada que hacerle: es la fatalidad. El no puede volverse a Santa María. No tiene permiso, o pasaporte, o lo que vos quieras. Entonces el empeño del hombre es buscar por todos los medios, en usar de todas las posibilidades, para el retorno a Santa María, Bueno, pero hasta ahí te cuento, y nada más.

Me gustaría hablar un poco ahora del ciclo entero de tus novelas, de la Saga de Santa María, en general... Y a propósito: ¿el nombre de Santa María, de dónde lo sacaste?
No sé.

Buenos Aires fue bautizada como Santa María del Buen Aire. ¿Será por eso?

El origen puede ser ese.

Sin embargo, Santa María no es Buenos Aires porque no es una gran ciudad, y además los personajes a veces van desde Buenos Aires a Santa María (como en La vida breve) o regresan desde Santa María a Buenos Aires (como en Para una tumba sin nombre). Así que es otra ciudad. Es más bien un pueblo. 
                                                                                                                     

No sé por qué te tomás tanto trabajo.

A mí se me ocurrió decir una vez que Santa María era una ciudad compuesta, ya que tiene toques de otras ciudades del Río de la Plata, de Colonia en el Uruguay, por ejemplo, y tal vez de Rosario.

Tal vez. Pero todo eso no me importa.

Bueno, dejemos la topografía entonces. De todas maneras, mi pregunta inicial iba a otro lado. Lo que me gustaría conversar contigo es sobre el ciclo entero: Cómo empezó a formarse en tu cabeza, cómo surgió, etc. Es decir: repasar las novelas principales no del punto de vista del crítico, que eso ya se ha hecho y se sigue haciendo cada vez más, sino desde tu punto de vista.

Desde mi punto de vista, no sé. Son de esas cosas que pasan fatalmente. Para mí es inexplicable. Se estaba formando dentro de mí sin que yo me diera cuenta. Me acuerdo que estaba en Buenos Aires, viviendo en la calle Independencia 858, y un día que me iba a mi trabajo y mientras caminaba por el corredor de mi apartamento, me cayó así, del cielo, La vida breve. Y la vi. Me puse a escribirla desesperadamente.

¿Eso era en qué año?

Sería dos años antes de publicarla, por el 48. A tal punto vi el asunto, fue tan poco deliberado, que no sé realmente por qué diablo fue así. Pero ya estaba allí el final de Larsen como aspirante al prostíbulo ideal, el prostíbulo perfecto de Santa María. Sólo cien años después lo escribí en Juntacadáveres.

¿Eso fue lo primero que pensaste o viste?

No, no. Fue una cosa de visión. Yo veía la despedida de Larsen, el adiós de Larsen. Te digo que fue como una cosa extraña, porque en el momento de la visión, de ver esa extraña despedida de Larsen con la policía al lado, yo no pensaba escribirlo. No pensaba escribir entonces Juntacadáveres, y por consiguientes no pensaba tampoco escribir El astillero. Llevar la explicación por el lado del cine sería lo más comprensible: es como una cosa que no sabés el sentido pero que te gustaría filmarla, porque algún sentido tiene, ¿no? Lo mismo me pasó, aunque en otro plano, con El astillero. Yo estaba escribiendo Juntacadáveres y la llevaba más que mediada, cuando de pronto, por unas de esas (uno puede tener sus cosas detestables), hice una visita a un astillero que existía en Buenos Aires. En realidad, eran dos: uno está en el Dock Sur, y el otro está en la ciudad de Rosario.

Que es casualmente la ciudad donde muere al fin Larsen.

Exacto. Yo conocía al astillero del Dock Sur, y conocía a uno de los innumerables gerentes del otro astillero, el del Rosario. Era una empresa que había hecho el señor Du Petrie y que llegó a tal punto que había una línea de ferrocarril exclusivamente para el astillero de Rosario. Pero te quería hablar del otro astillero, el del Dock Sur. La empresa estaba en quiebra. Allí conocí al señor de Fleitas, un viejito duro, bien vestido, muy convencido de que iban a ganar el pleito. Aunque luego no se pudo cumplir con los compromisos y hubo que rematarlo todo. Pero cuando lo conocí, estaba aguantando a los acreedores y los embargos, muy convencido. Fui al astillero acompañado de uno de los gerentes, uno de esos hombres que viven en el reino de su propia ilusión.

Es decir, que en Du Petrie tenías ya a Petrus, y en el señor de Fleitas tenías a alguno de los empleados de tu astillero, el de la novela.

Sí, pero hay más. Misteriosamente Du Petrie mantenía todo como si el astillero siguiera funcionando. Todo estaba sellado por el juez, inmunizado por la justicia. No se podía sacar ni poner nada. Pero él había conseguido una llave y entraba. Tenía su oficina, una oficina fabulosa, en plena calle Florida.

¿En Rosario o en Buenos Aires?

No, en Buenos Aires. Todo esto que te cuento pasó en Buenos Aires; el astillero de Rosario era sólo parte de la empresa. Pero el valor sólo del terreno del astillero era fabuloso. En la oficina de la calle Florida estaba todo abandonado; una mugre, un polvo espantoso. Había una de esas mesas de directorio, de madera de petiribí, una maravilla. Me acuerdo que fui a verla por invitación de un nuevo socio que conocí, uno de los gerentes. No te lo nombro porque es el padre de un amigo, persona muy conocida. Ese hombre me invitó un día a ir al astillero del Dock sur. Toda aquella riqueza de material no sé si conseguí describirla bien en El astillero, pero toda aquella riqueza tirada. Había unos remos que estaban hechos con una madera que sólo en la India se consigue. Los usaban para las canoas. Yo tuve uno varios meses en mi departamento, después se lo regalé a uno que remaba de veras. Y allí también había un boliche que debe estar también en la novela. Me acuerdo que era un galpón con techo de zinc, y en una de las vigas había un letrero que decía textualmente: "Prohibido el porte y el uso de armas." Genial. Fijate que todos los sábados aquello era de a puñaladas y a tiros. Pero si ya ponés "Prohibido el porte de armas", ¿para qué vas a poner el uso también?

Es un poco como ciertos avisos que se encuentran en los ascensores franceses y que advierten que no se debe abrir la puerta del ascensor cuando éste está en movimiento, y aclaran: "si hay puerta".

Como te decía: era cierto el bailongo ese del porte de armas, como era cierto el astillero, y los gerentes, y el dueño que se imaginaba que todo se iba a arreglar. Desgraciadamente, nada de eso es una creación. Todo estaba allí. Estaba pudriéndose, se estaba agujereando, deshaciendo. A mí lo que me importaba de esa historia, era la nueva visión y la nueva derrota. Por eso, aparece Larsen.

Era lo que te iba a decir. Todo estaba inventado, el astillero, los gerentes, el dueño, pero no estaba inventado Larsen. Y eso es precisamente lo que importa.

Claro, personalmente, la cosa para mí era al revés. Porque para mí lo primero era Larsen, y aquella visión que tuve y ya te conté. Para mí, Larsen existe. Lo veo como un individuo que hace un gesto cuya fuerza es notable porque no se puede creer en él. No sé si me explico. El trata de fabricar su redención por medio de una nueva esperanza. Después de haber fracasado con el prostíbulo vuelve a Santa María a triunfar en otra cosa. Entonces acepta el juego del astillero arruinado, acepta el absurdo. Acepta el sueño de Petrus. No se puede saber por qué Larsen es así en este período. Y por qué tiene la ambición absurda de casarse con el dueño de astillero...

Dirás, con la hija del dueño...

Y, había tantas obras sobre temas homosexuales en el concurso de novelas de Primera Plana, que me equivoco.

Te contagiaste.

No tanto. Bueno, Larsen quería casarse con la hija de Petrus. Tampoco el casamiento era para formar un hogar. Era más bien la realización de un status económico. Aunque él sabe que el astillero es una ruina que no tiene solución. Y la cosa se convierte, por eso, en una cosa de status moral, espiritual, digamos. Pone en juicio al juego mismo. Y todo termina sórdidamente: en ese entrevero con la sirvienta de la hija, no con la hija misma, con esa sirvienta achinada de provincia, que lo lleva a la casa pero a las habitaciones del subsuelo, a las habitaciones de sirvienta, con la foto de Carlitos Gardel y la Virgencita del Luján. Es decir: que al final lo único que consigue Larsen es volver a ser lo que era: el mismo Larsen de antes, el Larsen porteño que fue.

El macró de ciudad, que aparece en Tierra de nadie, en 1941.

Sí, se me apareció allá, tenés razón.

Ahora, precisamente, siempre me ha intrigado un poco el hecho de que Larsen, a lo largo de tu obra, fuera creciendo de una manera que no hacía prever para nada el Larsen de la primera aparición en 1941. Ni siquiera el Larsen de La vida breve.

Lo que pasa es que para mí, durante un tiempo, Larsen era sólo Larsen. No había llegado a la categoría de Juntacadáveres. Es decir: al principio era sólo un macró porteño, un tipo que explotaba mujeres en el ambiente, y nada más. Es un tipo convencional, mucho más despreciable, mucho más en decadencia. Pero un día, así repentinamente, se me ocurrió que este Larsen, este macró, tiene una ambición: el prostíbulo perfecto, y se pone a juntar mujeres (cadáveres, si querés) para realizar su sueño, y se las lleva a Santa María...

Me estás contando Juntacadáveres.

Esa te la puedo contar. Ya la escribí. Pero me preguntabas por la diferencia entre el Larsen del principio y el Larsen (Juntacadáveres) de ahora. Está ahí: un día sentí, porque lo sentí, que el individuo, el tipo, el coso, como quieras, tiene su porcentaje de fe, y su porcentaje de desinterés, o por lo menos un desinterés inmediato. El individuo ese, Larsen, Junta Larsen, es un artista. Claro que el concepto me salió muy entreverado.
No creo que esté nada entreverado. Al contrario, y te puedo decir más. Creo que yo entreví este concepto (aunque no aplicado a Larsen) cuando hice una crítica bastante detallada de La vida breve en el año 1951. Allí buscaba señalar los distintos planos de interpretación de la novela y cuando llegaba al plano final, en que hay una interpretación precisamente del artista como creador que es paralelo al otro creador, a Dios, me pareció que estaba dando una clave importante para descifrar toda su obra.

Si vos lo decís. Esas son opiniones de crítico y tengo que respetarlas y callarme la boca.

Sí, pero te callás la boca riéndote.

Mirá, en lo que me corresponde a mí como reporteado, te digo que sentí bruscamente a Larsen como a un artista. Es decir: Larsen no iba exclusivamente en busca de dinero como macró, cuando puso ese prostíbulo. Sino que tenía un sueño del prostíbulo propio y de la mujer perfecta para cada individuo. Era muy complicado, demasiado complicado, entonces nunca pudo realizarlo del todo. Lo que hizo fue una caricatura. Pero como el mundo está lleno de fracasados...

Vuelvo un poco atrás. Uno de los problemas que se le planteó al lector de tu obra cuando ibas publicando cada uno de los volúmenes de la Saga de Santa María por separado, es precisamente el problema que El astillero se publicase antes que Juntacadáveres (tres años antes, en el 1961), aunque la historia que cuenta ocurre varios años después.

Creo que eso te lo expliqué hace un rato.

Empezaste a explicarlo.

Bueno, te decía que yo llevaba mediado Juntacadáveres, cuando tuve la visión del derrumbamiento, de la decadencia de Larsen.

Entonces, ¿interrumpiste la obra?

La interrumpí para escribir El astillero, y sólo cuando terminé con ésta volví a Juntacadáveres. Creo que eso le hizo daño a esta novela. No sé, no la he vuelto a leer. No he vuelto a leer nada mío, salvo cuando tengo que buscar un dato para la novela que estoy escribiendo, si necesito alguna documentación para no perderme.

¿No tenés fichas, genealogías, planos, nada?

No tengo nada. En un tiempo tenía un plano de Santa María, pero como era más grande que yo, entonces lo rompí.

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