sábado

FELISBERTO HERNÁNDEZ - LAS HORTENSIAS (2)


II (1)

María no estaba enferma ni había por qué pensar que se iba a morir. Pero hacía mucho tiempo que él tenía miedo de quedarse sin ella y a cada momento se imaginaba cómo sería su desgracia cuando la sobreviviera. Fue entonces cuando se le ocurrió mandar a hacer la muñeca igual a María. Al principio la idea parecía haber fracasado. Él sentía por Hortensia la antipatía que podía provocar un sucedáneo. La piel era de cabritilla; habían tratado de imitar el color de María y de perfumarla con sus esencias habituales, pero cuando María le pedía a Horacio que le diera un beso a Hortensia, él se disponía a hacerlo pensando que iba a sentir gusto a cuero o que iba a besar un zapato. Pero al poco tiempo empezó a percibir algo inesperado en las relaciones de María con Hortensia; y parecía una niña entretenida con otra muñeca. Otra vez, él llegó a su casa al anochecer y encontró a María y a Hortensia sentadas a una mesa con un libro por delante; tuvo la sensación de que María enseñaba a leer a una hermana. Entonces él había dicho:

-¡Debe ser un consuelo el poder contar un secreto a una mujer tan silenciosa!

-¿Qué quieres decir? le preguntó María.

Y en seguida se levantó de la mesa y se fue enojada para otro lado; pero Hortensia se había quedado sola, con los ojos en el libro y como si hubiera sido una amiga que guardara una discreción delicada. Esa misa noche, después de la cena y para que Horacio no se acercara a ella, María se había sentado en el sofá donde acostumbraban a estar los dos y había puesto a Hortensia al lado de ella. Entonces Horacio miró la cara de la muñeca y le volvió a parecer antipática; ella temía una expresión de altivez fría y parecía vengarse de todo lo que él había pensado sobre su piel. Después Horacio había ido al salón. Al principio se paseó por delante de sus vitrinas; al rato abrió la gran tapa del piano, sacó la banqueta, puso una silla -para poder recostarse- y empezó a hacer andar los dedos sobre el patio fresco de teclas blancas y negras. Le costaba combinar los sonidos y parecía un borracho que no pudiera coordinar las sílabas. Pero mientras tanto recordaba muchas de las cosas que sabía de las muñecas. Las había ido conociendo, casi sin querer; hasta hacia poco tiempo, Horacio conservaba la tienda que lo había ido enriqueciendo. Todos los días, después que los empleados se iban, a él le gustaba pasearse solo entre la penumbra de las salas y mirar las muñecas de las vidrieras iluminadas. Veía los vestidos una vez más, y deslizaba, sin querer, alguna mirada por las caras. Él observaba sus vidrieras desde uno de los lados, como un empresario que mirara sus actores mientras ellos representaban una comedia. Después empezó a encontrar, en las caras de las muñecas, expresiones parecidas a las de sus empleadas: algunas le inspiraban la misma desconfianza; y otras, la seguridad de que estaban contra él; había una, de nariz respingada, que parecía decir: “Y a mí qué me importa”. Otra, a quien él miraba con admiración, tenía cara enigmática: así como le venía bien un vestido de verano o uno de invierno, también se le podía atribuir cualquier pensamiento; y ella, tan pronto parecía aceptarlo como rechazarlo. De cualquier manera, las muñecas tenían sus secretos; si bien el vidrierista sabía acomodarlas y sacar partido de las condiciones de cada una, ellas, a último momento, siempre agregaban algo por su cuenta. Fue entonces cuando Horacio empezó a pensar que las muñecas estaban llenas de presagios. Ellas recibían día y noche, cantidades inmensas de miradas codiciosas; y esas miradas hacían nido e incubaban en el aire; a veces se posaban en las caras de las muñecas como las nubes que se detienen en los paisajes, y al cambiarles la luz confundían las expresiones; otras veces los presagios volaban hacia las caras de mujeres inocentes y las contagiaban de aquella codicia; entonces las mujeres parecían seres hipnotizados cumpliendo misiones desconocidas o prestándose a designios malvados. La noche del enojo con María, Horacio llegó a la conclusión de que Hortensia era una de esas muñecas sobre la que se podía pensar cualquier cosa; ella también podía trasmitir presagios o recibir avisos de otras muñecas. Era desde que Hortensia vivía en su casa que María estaba más celosa; cuando él había tenido deferencias para alguna empleada era en la cara de Hortensia que encontraba el conocimiento de los hechos y el reproche; y fue en esa misma época que María lo fastidió hasta conseguir que él abandonara la tienda. Pero las cosas no quedaron ahí; María sufría, después de las reuniones en que él la acompañaba, tales ataques de celos, que  lo obligaron a abandonar, también, la costumbre de hacer visitas con ella.

En la mañana que siguió al enojo, Horacio se reconcilió con las dos. Los malos pensamientos le llegaban con la noche y se le iban en la mañana. Como de costumbre, los tres se pasearon por el jardín. Horacio y María llevaban a Hortensia abrazada; y ella, con un vestido largo -para que no se supiera que era una mujer sin pasos- parecía una enferma querida. (Sin embargo, la gente de los alrededores había hecho una leyenda en la cual acusaban al matrimonio de haber dejado morir a una hermana de María para quedarse con su dinero; entonces habían decidido expiar su falta haciendo vivir con ellos a una muñeca que, siendo igual a la difunta, les recordaba a cada instante el delito).

Después de una temporada de felicidad, en la que María preparaba sorpresas con Hortensia y Horacio se apresuraba a apuntarlas en el cuaderno, apareció la noche de la segunda exposición y el presagio de la muerte de María. Horacio atino a comprarle a su mujer muchos vestidos de tela fuerte -esos recuerdos de María debían de durar mucho tiempo- y le pedía que se los probara a Hortensia. María estaba muy contenta y Horacio fingía estarlo, cuando se le ocurrió dar una cena -la idea partió, disimuladamente, de Horacio- a sus amigos más íntimos. Esa noche había tormenta, pero los convidados se sentaron a la mesa muy alegres; Horacio pensaba que esa cena le dejaría muchos recuerdos y trataba de provocar situaciones raras. Primero hacía girar en sus manos el cuchillo y el tenedor -imitaba a un cowboy con sus revólveres- y amenazó a una muchacha que tenía a su lado; ella, siguiendo la broma levantó los brazos. Horacio vio las axilas depiladas y le hizo cosquillas con el cuchillo. María no pudo resistir y le dijo:

-¡Estás portándote como un chiquilín mal educado, Hotracio!

Él pidió disculpas a todos y pronto se renovó la alegría. Pero en el primer postre y mientras Horacio servía el vino de Francia, María miró hacia el lugar donde se extendía una mancha negra -Horacio vertía el vino fuera de la copa- y llevándose una mano al cuello quiso levantarse de la mesa y se desvaneció. La llevaron a su dormitorio y cuando se mejoró dijo que desde hacía algunos días no se sentía bien. Horacio mandó buscar el médico inmediatamente. Este le dijo que su esposa debía cuidar sus nervios, pero que no tenía nada grave. María se levanto y despidió a sus convidados como si nada hubiera pasado. Pero cuando estuvieron solos, dijo a su marido.

-Yo no podré resistir esta vida; en mis propias narices has hecho lo que has querido con esa muchacha…

-Pero María…

-Y no sólo derramaste el vino por mirarla. ¡Qué le habrás hecho en el patio para que ella te dijera: “¡Qué Horacio, este!”.

-Pero querida, ella me dijo: “¿Qué hora es?”.

Esa misma noche se reconciliaron y ella durmió con la mejilla junto a la de él Después él separó la cabeza para pensar en la enfermedad de ella. Pero a la mañana le tocó el brazo y lo encontró frío. Se quedó quieto, con los ojos clavados en el techo y pasaron instantes crueles antes de que pudiera gritar: “¡Alex!”. En ese momento se abrió la puerta, apareció María y él se dio cuenta de que había toca a Hortensia y que había sido María quien, mientras dormía, la había puesto a su lado.

Después de mucho pensar resolvió llamar a Facundo -el fabricante de muñecas amigo de él- y buscar la manera de que, al acercarse a Hortensia, se creyera encontrar en ella, calor humano Facundo le contestó:

-Mira, hermano, eso es un poco difícil; el calor duraría el tiempo que dura el agua caliente en un porrón.

-Bueno, no importa; haz como quieras pero no me digas el procedimiento. Además me gustaría que ella no fuera tan dura, que al tomarla se tuviera una sensación más  agradable…

-También es difícil. Imagínate que si le hundes un dedo le dejas el pozo.

-Sí, pero de cualquier manera, podía ser más flexible; y te diré que no me asusta mucho el defecto de que me hablas.

La tarde en que Facundo se llevó a Hortensia, Horacio y María estuvieron tristes.

-¡Vaya a saber qué le harán! -decía María.

-Bueno querida, no hay que perder el sentido de la realidad. Hortensia era, simplemente, una muñeca.

-¡Era! Quiere decir que ya la das por muerta. ¡Y, además, eres tú el que habla del sentido de la realidad!

-Quise consolarte…

-¡Y crees que ese desprecio con que hablas de ella me consuela! Ella era más mía que tuya. Yo la vestía y le decía cosas que no le puedo decir a nadie. ¿Oyes? Y ella nos unía más de lo que tú puedes suponer. (Horacio tomó la dirección del escritorio.) Bastantes gustos que te hice preparándote sorpresas con ella. ¡Qué necesidad tenías de más calor humano!

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