TRIGESIMOSEGUNDA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
II (3)
Los relámpagos cubrían las ventanas como sábanas blancas y el trueno sonó de pronto sobre sus cabezas. La única bombilla vacilaba mortecina cerca del techo.
-Esto es mala noticia para mis hombres -observó el jefe pisando un escarabajo que se acercaba demasiado.
-¿Qué mala noticia?
-El que las lluvias empiecen tan pronto. Ya sabe usted que andan persiguiendo a uno.
-¿El gringo...?
-Ése en realidad no importa; pero el gobernador se ha enterado de que todavía hay un cura, y ya conoce sus sentimientos a este respecto. Por mí, dejaría tranquilo al pobre diablo. Acabaría por morir de hambre, o de fiebre, o se rendiría. No puede hacer ningún bien ni... ningún mal. ¡Qué!, si nadie había notado siquiera que anduviese por aquí hasta hace unos meses.
-Tendrán ustedes que apresurarse.
-Oh, no tiene ninguna probabilidad de escapar. A menos que gane la frontera. Tenemos a un hombre que le conoce. Habló con él. Pasó con él la noche. Hablemos de otra cosa. ¿A quién le gustaría convertirse en policía?
-¿Dónde cree usted que está?
-Se sorprendería usted.
-¿Por qué?
-Está aquí; en esta ciudad, quiero decir. Es una deducción. Ya ven ustedes; desde que cogemos rehenes en las aldeas en realidad no puede estar en otro lado... Le echan, no quieren tenerlo. Por lo tanto, hemos lanzado sobre su pista, como a un sabueso, a ese hombre de que les hablaba. Caerá en sus manos un día u otro... y entonces...
El del traje de dril preguntó:
-¿Han tenido que fusilar muchos rehenes?
-Todavía no. Tres o cuatro quizá. Bueno. Aquí está el final de la cerveza. ¡Salud! -Dejó el vaso con pena-. Acaso tomaría ahora una gota más de su... sidral, ¿lo llamaremos así?
-Sí, por supuesto.
-¿No le he visto a usted antes? Su cara algo...
-No creo haber tenido el honor.
-Eso es otro misterio -dijo el jefe, extendiendo una pierna larga y gruesa y empujando con suavidad al mendigo hacia los pies de la cama-, de qué modo cree uno haber visto antes... personas y lugares. ¿Fue soñando o en una vida anterior? Una vez le oí decir a un doctor que ello estaba relacionado con la retina. Pero era un yanqui. Un materialista.
-Recuerdo que una vez... -empezó el primo del gobernador.
Un rayo cayó en el puerto y el trueno resonó sobre el tejado. Aquello era en conjunto la atmósfera de todo el Estado: fuera la tormenta, y dentro la conversación continua; palabras como “misterio” y “alma” y “fuente de vida” se repetían una y otra vez mientras hablaban, sentados en la cama sin nada que creer, ni sitio mejor adonde ir.
El del traje de dril aventuró tímidamente:
-Creo... tal vez sería mejor que me marchase.
-¿Adonde?
-Oh... con unos amigos -respondió vagamente abarcando en un amplio ademán todo un mundo de amistades ficticias.
-Debería llevarse la bebida consigo -dijo el primo del gobernador. Admitió-: Después de todo, usted la ha pagado.
-Muchas gracias, Excelencia.
Cogió la botella de aguardiente. Apenas quedarían unos tres dedos. La botella de vino, desde luego, estaba vacía del todo.
-Escóndala, hombre, escóndala -le advirtió con viveza el primo del gobernador.
-Oh, por supuesto, Excelencia; tendré cuidado.
-No ha de llamarle Excelencia -dijo el jefe.
Berreó una risotada y empujó al mendigo, tirándolo de la cama al suelo.
-No, no, es que...
Salió escurriéndose cauteloso, sucio de lágrimas debajo de los ojos enrojecidos y doloridos. Desde el vestíbulo oyó la conversación empezar de nuevo: “misterio”, “alma”... Continuaba interminable, sin fin.
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