domingo

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


CUADRGÉSIMAPRIMERA ENTREGA


CAPÍTULO UNDÉCIMO


LOS MALHECHORES DANDO CAZA A LA POLICÍA (3)


El caballo y el carro viraron junto a unos olmos del camino, y el caballo casi dio de  hocicos sobre la cara de un anciano que estaba sentado en la banca exterior de un modesto cafetín: Le Soleil d'Or. El campesino murmuró una excusa y saltó del asiento. Los otros descendieron uno por uno, y saludaron al anciano con una cortesía abreviada. Sus maneras hospitalarias les hicieron comprender que era el dueño de la taberna.

Era un viejo de cabellos blancos y cara como una manzana, ojos soñadores, bigote gris. Quieto, sedentario, inofensivo, era un tipo muy común en Francia y más todavía en la Alemania Católica. Todo en él, su pipa, su jarro de cerveza, sus flores, su colmena, daba idea de una paz inmemorial; pero cuando sus visitantes entraron en la sala, pudieron ver la espada que colgaba del muro.

El Coronel, que había saludado al posadero como a un viejo amigo, entró a la sala y pidió los obligados refrescos. La decisión militar del Coronel le había interesado a Syme. Se sentó junto a él y, en cuanto el anciano posadero los dejó solos, quiso satisfacer su curiosidad.

-Coronel -dijo en voz baja-. ¿Quiere usted decirme por qué hemos venido aquí?

Y el coronel Ducroix, sonriendo desde sus hirsutos bigotes, le contestó:

-Por dos razones, caballero. Sea la primera la más utilitaria ya que no la más importante. Hemos venido aquí, porque en veinte millas a la redonda, sólo aquí se encuentran caballos.

-¡Caballos! -exclamó Syme clavando en él sus ojos.

-Sí. Para dejar atrás a los enemigos, como no lleven ustedes en los bolsillos bicicletas o  automóviles, hacen falta caballos.

-¿Y dónde debemos dirigirnos? -preguntó Syme.

-Al puesto de policía que está al otro lado de la ciudad, y a toda prisa. Este mi amigo, a  quien he apadrinado en tan penosas circunstancias, me parece que exagera mucho las  posibilidades de un levantamiento general. Pero supongo que no se atreverá a negar que  entre los gendarmes se encontrarán ustedes seguros. Syme asintió gravemente. Después  preguntó:

-¿Y la otra razón para venir aquí?

-La otra razón para venir aquí -dijo lacónicamente Ducroix- es que nunca está por demás encontrarse con uno o dos hombres honrados cuando se está en peligro de muerte.

Syme, al alzar los ojos, vio en la pared un cuadro religioso, patético y crudamente pintado.

-Tiene usted razón -y añadió después-. ¿Han ido ya a buscar los caballos?

-Sí -contestó Ducroix-. Ya comprenderá usted que di órdenes en llegando. Aunque los enemigos no parecían apresurarse, realmente andaban muy de prisa, como un ejército  disciplinado. No tenía yo idea de que los anarquistas fueran disciplinados. No deben ustedes perder un instante.

A esto se presentó el viejo posadero de los ojos azules y los cabellos blancos, anunciando que afuera esperaban seis caballos ensillados. Por consejo de Ducroix, los otros cinco se abastecieron de vino y provisiones de boca, y armándose con las espadas del duelo, únicas armas de que disponían, galoparon por el camino blanco y escarpado. Los dos criados que habían traído el equipaje del antiguo Marqués se quedaron bebiendo en el café, con gran deleite suyo, por consentimiento común de los amos.

El sol de la tarde comenzaba a descender a occidente. A su fulgor, Syme vio disminuir poco a poco la esbelta figura del posadero que los contemplaba en silencio. En la plata de sus cabellos brillaba el sol. Syme recordaba las palabras del Coronel; pensaba supersticiosamente que quizás aquel era el último hombre honrado con quien se había encontrado en este mundo.

Aún contemplaba aquella figura evanescente, que ya parecía una mancha gris coronada por un toque de plata sobre el verde muro de la ladera, cuando, sobre la colina y detrás del posadero, vio aparecer un ejército de hombres vestidos de negro. Parecían suspendidos sobre la cabeza de aquel hombre honrado y sobre su casa como una nube negra de langostas. ¡A tiempo habían ensillado los caballos!

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