sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON

CUADRAGÉSIMA ENTREGA


CAPÍTULO UNDÉCIMO


LOS MALHECHORES DANDO CAZA A LA POLICÍA (2)


Habían llegado a un espacio claro lleno de sol: aquello era, para Syme, la vuelta al buen sentido. En medio de aquel claro, había un hombre que bien podía considerarse como representante del buen sentido. Tostado por el sol, empapado en sudor, poseído de la gravedad habitual del que se ocupa en neceseres modestos, un pesado campesino francés estaba cortando leña con un hacha. A algunos pasos de allí se encontraba su carro a medio llenar; y el caballo que pacía la yerba era, como su amo, valeroso sin extremos, y próspero aunque triste. Era un normando, de talla más alta que la habitual entre los franceses, y de facciones muy angulosas. Su silueta destacaba sobre un cuadro de luz, como una alegoría del trabajo, como un fresco sobre un fondo de oro.

-Syme afirma -dijo Ratcliffe dirigiéndose al Coronel- que este hombre no podría ser nunca un anarquista.

-Y Mr. Syme tiene razón -dijo riendo el Coronel-, como que ese hombre tiene una propiedad que defender. Pero me olvidaba de que en el país de ustedes los campesinos no suelen ser ricos.

-Este parece ser pobre -observó el Dr. Bull.

-Exactamente -asintió el Coronel-, y por eso es rico.

-Se me ocurre una idea -dijo de pronto el Doctor Bull-. ¿Cuánto pediría por llevarnos en su carro? Esos perros vienen a pie, pronto los dejaríamos atrás.

-Propóngale usted lo que quiera -dijo Syme-. Llevo bastante dinero.

-No -advirtió el Coronel-, si no regateamos no nos tomará en serio.

-Es que si regatea... -dijo Bull con impaciencia.

-Es que regateará, porque es hombre libre. No entienden ustedes. La generosidad le resultaría inexplicable. No es hombre para recibir propinas.

Y aunque ya casi escuchaban las pisadas de sus perseguidores, tuvieron que detenerse un rato, mientras que el Coronel francés y el leñador francés charlaban con la charlatanería usual en todo mercado. A los pocos minutos vieron que tenía razón el Coronel. El leñador aceptó el trato, no con el servilismo del criado bien pagado, sino con la seriedad de un procurador que ha arreglado los honorarios justos. Según la opinión del Coronel, lo mejor era dirigirse a un albergue que había en la colinas de Lancy, cuyo posadero, un veterano convertido en devoto en sus últimos años, no dejaría de simpatizar con ello, y aun pudiera ser que se prestare a ayudarles.

Se arreglaron todos en el carro, acomodándose como pudieron sobre los haces de leña, y empezaron a rodar por el otro lado del bosque, que era lo más pendiente. Aunque el vehículo era pesado e incómodo, corría bastante, y pronto tuvieron la agradable impresión de que iban dejando atrás a sus extraños perseguidores. Porque todavía era un enigma el que los anarquistas hubieran reclutado tantos secuaces para aquella persecución. Por lo demás, la presencia de un solo hombre hubiera bastado: al reconocer la monstruosa sonrisa del Secretario, se habían puesto todos en fuga. Syme miraba de tiempo en tiempo hacia atrás, por si descubría al ejército enemigo.

A medida que el bosque se empequeñecía con la distancia, fueron siendo visibles las colinillas doradas de uno y otro lado; y por allí se veía moverse aquel cuadro negro, como un gigantesco escarabajo. A plena luz, con sus ojos, que eran casi telescópicos, Syme distinguía muy bien aquella masa humana. Hasta percibía las figuras separadas; pero notaba también con extrañeza que todos se movían como un solo hombre. Parecían llevar traje oscuro y sombrero ordinario; pero no se dispersaban ni adelantaban en desorden como lo hubiera hecho una muchedumbre vulgar. Su uniformidad era temerosa y mecánica.

Aquello parecía un ejército de autómatas. Syme lo hizo notar a Ratcliffe.

-Sí -dijo el Inspector-, eso es disciplina. Se ve la mano del Domingo. Tal vez está a cien millas de aquí, pero su temor los gobierna a todos, como el dedo de Dios. Vea usted con qué regularidad marchan, y podría usted apostarse sus botas a que hablan y piensan con la misma regularidad. Lo que a nosotros nos importa es que van desapareciendo con la misma regularidad.

Syme aprobó con la cabeza. Era verdad: la mancha negra de los perseguidores iba disminuyendo a cada azote que el campesino descargaba sobre su caballo. El nivel del terreno, aunque generalmente uniforme, se escalonaba al otro lado del bosque y en dirección al mar en ondas escarpadas que recordaban las dunas de Sussex. Sólo en Sussex el camino solía ser quebrado y anguloso, como un arroyo, mientras que este blanco camino francés caía ante ellos como una catarata. El carro rechinaba por la abrupta pendiente, y a poco andar, donde la pendiente era mayor, pudieron ya divisar el puertecito de Lancy y el inmenso arco azul del mar. La nube viajera de sus enemigos había desaparecido en el horizonte. 

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