miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE

TRIGÉSIMA ENTREGA
                            

SEGUNDA PARTE

II (3)

Quedaron ambos silenciosos escuchando las pisadas en los escalones de madera. Se abrió la puerta, pero no pudieron ver nada. Una voz renegó en tono resignado e inquirió:

-¿Quién está ahí?

Después encendiose una cerilla, dejando ver una quijada gruesa y azul, y se apagó. La dínamo recomenzó a latir y la luz volvió de nuevo. El forastero pronunció con fastidio:

-Oh, es usted...

-Soy yo.

Era un hombre pequeño de cara gruesa y demasiado grande, con un ceñido traje gris. Un
revólver le abultaba el chaleco. Dijo:

-No tengo nada para usted. Nada.

El mendigo cruzó la habitación y empezó a charlar formalmente en voz muy baja; en una ocasión llegó a comprimir suavemente con su pie desnudo el bruñido zapato del otro. El hombre suspiró, hinchó los carrillos y observó con atención la cama, como si temiera que aquellos dos maquinaran algo contra él. Se encaró bruscamente con el hombre vestido de dril:

-Así, pues, usted quiere aguardiente de Veracruz, ¿no es así? Está prohibido por la ley.

-Aguardiente no. No quiero aguardiente.

-¿No está bien la cerveza para usted?

Avanzó autoritario y dándose tono hasta el centro de la estancia, rechinantes los zapatos sobre las baldosas; ¡el primo del gobernador!

-Puedo hacerle detener a usted -amenazó.

El del traje de dril se achicó del todo. Dijo:

-Por supuesto, Excelencia...

-¿Cree usted que no tengo otra cosa que hacer que apagar la sed de todos los mendigos que quieren...?

-Yo nunca le hubiera molestado a usted si este hombre no...

El primo del gobernador escupió en los ladrillos.

-Pero si Vuecencia prefiere que me marche...

-No soy hombre intransigente -contestó con viveza-. Siempre procuro complacer a mis asociados... si está en mi mano y no supone perjuicio. Tengo mi posición, ¿comprende usted?

-Por supuesto.

-Y he de cobrar lo que me ha costado.

-Por supuesto.

-De otro modo iría a la ruina. -Se dirigió a la cama con precaución, como si le apretaran los zapatos, y empezó a deshacerla-. ¿Es usted hablador? -preguntó por encima del hombro.

-Sé guardar un secreto.

-No me importa que se lo diga a la gente... conforme. En el colchón había una gran rasgadura; sacó un puñado de paja y volvió a meter los dedos. El hombre de dril miraba, con fingida indiferencia al jardín público, a las riberas fangosas y a los mástiles de los veleros; más allá los relámpagos flameaban y el trueno se acercaba.

-Aquí está -dijo el primo del gobernador-. Me puedo desprender de eso. Es buen género.

-En realidad no era aguardiente lo que yo quería.

-Tiene usted que tomar lo que haya.

-Entonces creo sería mejor me devolvieran mis quince pesos.

El primo del gobernador exclamó con viveza:

-¡Quince pesos!

El mendigo empezó a explicar, rápido, que el caballero deseaba comprar un poco de vino además del aguardiente; se pusieron a discutir los precios fieramente y en voz baja junto a la cama. El primo del gobernador dijo:

-Es muy difícil conseguir vino. Le puedo proporcionar dos botellas de aguardiente.

-Una de aguardiente y una de...

-Es el mejor aguardiente de Veracruz...

-Pero yo soy bebedor de vino... no sabe usted cuánto deseo el vino...

-El vino me cuesta mucho dinero. ¿Qué más me puede usted pagar?

-Todo lo que me queda son setenta y cinco centavos.

-Le podría dar una botella de tequila3.

-No, no.

-Entonces cincuenta centavos más... Será una botella grande.

Volvió a escarbar en el colchón, sacando paja. El mendigo guiñó un ojo al hombre vestido de dril e hizo el ademán de descorchar y llenar un vaso.

-Ahí está -dijo el primo del gobernador-, tome esto o déjelo.

-Oh, sí que lo tomaré.
El primo del gobernador perdió de pronto su mal genio. Se restregó las manos y comentó:

-¡Qué noche más sofocante! Las lluvias empezarán pronto este año, creo yo.

-Quizá Vuecencia me honraría tomando un vaso de aguardiente para brindar por nuestros negocios.

-Bien, bien... acaso...

El mendigo abrió la puerta y pidió unos vasos.

-Hace mucho tiempo -observó el primo del gobernador- que no he tomado un vaso de vino. Tal vez sería más apropiado para un brindis.

-Desde luego -repuso el de dril-, como prefiera Su Excelencia -observó el descorchamiento con aspecto de ansiedad dolorosa-. Si me lo permiten, creo que tomaré aguardiente.

Con un esfuerzo consiguió una sonrisa mediocre mientras veía descender el nivel del vino.

Brindaron saludándose mutuamente, sentados los tres en la cama. El mendigo bebió aguardiente.

El primo del gobernador dijo:

-Estoy orgulloso de este vino. Es un buen vino. El mejor de California.

El mendigo guiñó un ojo e hizo una seña; el hombre vestido de dril dijo:

-¿Otro vaso, excelencia, o puedo aconsejarle este aguardiente?

-Es un buen aguardiente; pero prefiero beber otro vaso de vino.

Volvieron a llenar los vasos. El hombre vestido de dril habló así:

-Voy a reservar algo de ese vino... para mi madre. A ella le encanta un vaso.

-No podría tener mejor gusto -opinó el primo del gobernador vaciando el suyo. Añadió-  : ¿Así, pues, usted tiene madre?

-¿No la tenemos todos?

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