VIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
I (13)
Fue como si ambos hubieran salido trepando de las respectivas trincheras encontrándose en la “tierra de nadie”, entre las alambradas, para fraternizar. Recordaba relatos de la guerra europea, en que durante los últimos años hubo soldados que llevados por un impulso inexplicable se reunieron entre las dos líneas. “¿Es usted alemán?”, pudieron decirse con incredulidad, ante un aspecto similar, o: “¿Es usted inglés?”.
-Sí -volvió a decir, y la mula siguió avanzando.
Alguna vez, en los tiempos pasados, al instruir a los niños, algún indio chiquitín de ojos almendrados le había preguntado: “¿Cómo es Dios?”, y él solía contestar fácilmente haciendo referencia al padre y a la madre, o quizá con mayor ambición, incluía hermano y hermana, y procuraba dar una idea de todos los cariños y parentescos, combinados en una pasión inmensa y, no obstante, personal... Pero en el centro de su propia fe permanecía siempre la convicción misteriosa de que estamos hechos a imagen de Dios: Dios era el padre, pero también la policía, el criminal, el cura, el maníaco y el juez. Algunas veces la imagen de Dios colgaba de una horca o adoptaba raras actitudes ante las balas en el patio de una cárcel o se retorcía como un camello durante el acto sexual. Sentábase en el confesonario y escuchaba las ingenuidades complicadas y sucias que la
imagen de Dios había imaginado. Y ahora esta imagen se bamboleaba, arriba y abajo, sobre el lomo de la mula, con los dientes amarillos clavados en el labio inferior; y la misma imagen había cometido un día su acto de rebelión con María, en la cabaña, entre las ratas. A veces debe de ser un consuelo para el soldado, el que sean iguales las atrocidades cometidas por ambas partes: nadie jamás era el único. Preguntó:
-¿Se siente usted mejor ahora? No tiene tanto frío, ¿eh? -y oprimió con la mano, en cierto impulso de ternura, los hombros de la imagen de Dios.
El hombre no contestó: entretanto el espinazo de la mula lo hacía deslizarse a un lado y luego al otro.
-Ya no quedan más que dos leguas -observó el cura para darle ánimos.
Debía tomar una resolución. Tenía una visión de Carmen más clara que la de cualquier otro pueblo o ciudad del Estado; el largo repecho de hierba que subía del río al cementerio sobre una pequeña colina, de unos veinte pies acaso, donde sus padres estaban enterrados. La pared del camposanto habíase derrumbado hacia dentro; unas cuantas cruces destrozadas por los entusiastas; un ángel había perdido una de sus alas de piedra, y las pocas tumbas que quedaron intactas estaban casi ocultas por la tupida vegetación. Una imagen de la Virgen había perdido orejas y brazos y permanecía como una Venus pagana sobre la sepultura de algún rico y olvidado comerciante en maderas. Resultaba singular aquella furia mutiladora, porque, por supuesto, nunca la destrucción es suficiente. Si Dios fuera igual a un sapo, uno podría librar de ellos al mundo; pero ya que Dios era como uno mismo, no servía de nada estropear las figuras de piedra: sería preciso suicidarse entre las sepulturas. Volvió a preguntar:
-¿Está usted bastante fuerte ahora para sostenerse? -Y separó la mano. El sendero se dividía: por un lado conducía a Carmen, por el otro al Oeste. Empujó la mula zurrándola en la grupa, por el sendero adelante. Dijo-: Estará usted allí en dos horas -y se quedó observando a la bestia seguir hacia su ciudad con el traidor encogido sobre el arzón.
El mestizo procuró enderezarse.
-¿Adónde va usted?
-Será usted mi testimonio -contestó el cura-. No he estado en Carmen. Pero si usted me nombra, allí le darán de comer.
-¡Qué! ¡Qué...!
El atravesado intentaba torcer la cabeza de la mula, pero no tenía fuerza suficiente: tuvo que continuar. Él le gritó:
-Acuérdese. No he estado en Carmen.
¿Pero a qué otra parte podía ir? Llegó a la convicción de que en todo el Estado no había más que un lugar donde no pudiera coger a un inocente como rehén; pero no podía ir con aquella ropa... El atravesado se agarraba fuertemente al arzón y giraba sus amarillos ojos implorando:
-No me dejará usted aquí... solo.
Pero él abandonaba tras de sí en la senda del bosque, algo más que el atravesado: el mulo, saludando con su estúpida cabeza, presentaba su perfil oblicuamente como una barrera que se alzaba entre él y el lugar donde había nacido. Sentíase como un hombre sin pasaporte a quien rechazan en todos los puertos.
El atravesado, que se había ingeniado para mantenerse derecho, le gritaba:
-¡Y se llama usted cristiano! -Empezó a vociferar injurias, una serie insensata de palabras indecentes que se perdían en la selva como el eco de débiles martillazos. Murmuró-: Si le vuelvo a ver no podrá echarme a mí la culpa... -Por supuesto tenía toda la razón para estar enfadado: había perdido setecientos pesos. Se desgañitó desesperado: -¡Jamás me olvido de una cara!
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