TRIGESIMOSEXTA ENTREGA
CAPÍTULO DÉCIMO
EL DUELO (4)
Toda la tierra cobraba, a sus ojos, un extraño valor. La yerba, bajo sus plantas, parecía vivir. El amor de la vida lo invadía todo. Hasta se figuró que oía crecer la yerba. Hasta se figuró que, en aquel momento, estaban brotando nuevas flores: flores rojas, flores amarillas y azules: toda la gama de la primavera. Y cuando sus ojos se encontraban con los ojos fríos, fijos, hipnóticos del Marqués, veía detrás de éste el almendro florido, contrastando sobre el azul del cielo. Se decía que, si por casualidad salía con vida de aquel lance, no desearía ya más en la vida que poder sentarse a contemplar el almendro.
Pero, mientras que una parte de su alma se entregaba a contemplar la tierra, el cielo y todas las cosas, considerándolas como otras tantas bellezas perdidas, la otra era como claro espejo de la realidad inmediata. Y, así Syme paraba los ataques de su enemigo con una exactitud del reloj, de que no se había creído capaz. Una vez la punta del arma enemiga corrió por su muñeca, trazando una línea de sangre; pero nadie lo advirtió o todos afectaron ignorarlo. De tiempo en tiempo contestaba, y una o dos veces le pareció que había tocado, pero como no había sangre en la camisa del contrario ni en la propia espada, supuso que se había equivocado.
Hubo un descanso y cambio de terreno. Después, continuaron.
A riesgo de perderlo todo, el Marqués, desviando los ojos, echó una mirada hacia la vía férrea. Después volvió hacia Syme una cara de demonio, y comenzó a multiplicar su ataques como si tuviera veinte espadas. Los ataques eran tan furiosos y continuos, que aquella espada parecía un chubasco de dardos. Syme no tuvo tiempo de echar un vistazo a los rieles; pero tampoco le hacía falta. Aquel frenesí que se había apoderado del Marqués indicaba a las claras que el tren de París estaba a la vista.
La energía desesperada del Marqués era superior a sus medios. Dos veces, Syme, al parar, lanzó fuera de la línea la punta del adversario; y la tercera, su respuesta fue tan rápida que no hubo duda: la espada de Syme se había doblado contra el cuerpo del Marqués, penetrándole. Syme estaba tan seguro de ello, como puede estar el jardinero de haber clavado en la tierra su azadón. Pero el Marqués había saltado atrás sin desconcertarse, y Syme, perplejo, examinaba la punta de su espada, buscando en vano una mancha de sangre.
Hubo un silencio rígido, y, a su vez, Syme cayó furiosamente sobre su contrario, lleno ahora de curiosidad. Probablemente el Marqués le era superior, como lo advirtió al principio del combate, pero en este momento el Marqués parecía vacilar y perder ventajas. Luchaba de un modo irregular y hasta débil, y estaba mirando continuamente la línea del ferrocarril, como si temiera más al tren que a la espada de su adversario. Por su parte, Syme aunque ferozmente se batía con cálculo y cuidado, intrigadísimo por el enigma de que no apareciera sangre en su hoja. Entonces empezó a apuntar menos al cuerpo que al cuello y a la cabeza.
Minuto y medio más tarde, vio claramente que su punta entraba en el cuello del Marqués, debajo de la quijada. Pero la hoja volvió a salir limpia. Medio loco, atacó de nuevo, dando de tal modo sobre las mejillas del Marqués que debió haber hecho una carnicería. Con todo, no hubo ni un rasguño. Por un instante, el cielo de Syme se nubló con terrores sobrenaturales. Aquel hombre estaba embrujado. Este terror espiritual era más terrible que el simple enigma espiritual simbolizado en el paralítico que lo perseguía. El Profesor le había parecido un duende; pero este hombre era un diablo ¡tal vez era el Diablo! En todo caso, era seguro que tres veces le había penetrado la espada sin dejar huella. A este pensamiento, Syme se enardeció. Todo lo que en él había de bueno cantó en el aire como en los árboles las alas del viento. Recordó todas las circunstancias de su aventura: los farolillos venecianos del Saffron Park, los cabellos rojos de la muchacha del jardín, los honrados marineros que bebían cerveza junto a los muelles, la lealtad de los compañeros que presenciaban su combate. Tal vez él había sido señalado como campeón de todas las cosas buenas y nobles para cruzar los aceros con el enemigo de la creación. "Después de todo -se dijo- yo soy más que un diablo, soy un hombre: yo puedo hacer algo que le es imposible a Satanás: morir". Y al articular mentalmente esta palabra, oyó como un silbido lejano: era el tren de París.
Y volvió a la carga con agilidad sobrenatural. Como mahometano que quiere ganarse el Paraíso. A medida que se aproximaba el tren, Syme creía ver al pueblo de París ocupado en adornar los arcos triunfales; se sentía unido al rumor y gloria de la gran República, cuyas puertas estaba defendiendo contra los poderes infernales. Y sus pensamientos se expandían al crecer el zumbido del tren, que acabó en un largo y penetrante silbido de orgullo. Paró el tren.
De pronto, con gran asombro de todos, el Marqués saltó fuera del alcance del enemigo, arrojando al suelo su espada. El salto fue prodigioso, y más todavía si se considera que Syme acababa de meterle la espada en el muslo.
-¡Alto! -dijo el Marqués con voz que no admitía réplica- tengo que decir una cosa.
-¿Qué pasa? -preguntó el coronel Ducroix-. ¿Ha habido alguna irregularidad?
-Alguna ha habido -dijo el Dr. Bull algo pálido- nuestro amigo ha herido al Marqués cuatro veces por lo menos, sin que éste parezca sentirlo.
El Marqués levantó la mano con aire de espantoso dolor:
-Por favor déjenme hablar, que es importante. -Y, enfrentándose con su adversario, Mr. Syme: estamos batiéndonos, si mal no recuerdo, porque usted manifestó el deseo, muy irracional a mi entender, de pellizcarme las narices. Le ruego a usted que tenga la bondad de pellizcármelas lo más pronto posible. Tengo que alcanzar el tren.
-Protesto contra semejante irregularidad -dijo el Dr. Bull indignado.
-En efecto, es algo opuesto a los precedentes -dijo el coronel Ducroix mirando con severidad a su amigo-. Creo que solamente hay un caso (el del capitán Belle-garde y el Barón Zumpt) en que, a petición de uno de los adversarios, las armas fueron cambiadas en mitad del duelo. Pero me parece un poco forzado asimilar una nariz a una espada.
-¿Quiere usted hacerme el favor de pellizcarme las narices? -insistió desesperado el Marqués-. ¡Ande usted, Mr. Syme! ¿Pues no quería usted hacerlo, no sabe usted lo que me importa? No sea usted tan egoísta: le suplico a usted que me pellizque las narices.
Y al decir esto, inclinaba la cara con una sonrisa de loco. El tren de París, jadeando y gruñendo, había llegado a una parada junto a una colina próxima. Syme sintió entonces lo que varias veces había ya sentido en el curso de sus aventuras: una ola sublime y enorme pareció subir hasta el cielo y derrumbarse con él.
Y entonces, caminando sobre un suelo que ya le parecía fantástico, dio unos pasos adelante y pellizcó la nariz romana de aquel célebre aristócrata. Tiró fuerte: ¡y la nariz se le quedó entre los dedos!
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