sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON

TRIGESIMOQUINTA ENTREGA


CAPÍTULO DÉCIMO


EL DUELO (3)

-Marqués -dijo- su acción es digna de su fama y su sangre. Permítame usted consultar con los que han de ser mis testigos.

De tres zancadas se reunió a los suyos. ¡Éstos, que habían presenciado su ataque, inspirado por la champaña, y oído sus absurdas explicaciones, lo vieron acercarse llenos de perplejidad. En efecto, Syme estaba ahora en pleno uso de razón, algo pálido, y hablaba con la precisión y mesura del hombre práctico.

-Ya está hecho -dijo con voz ronca-. Ya está provocada la bestia. Ahora, atención, óiganme ustedes bien. No hay que perder tiempo en palabras. Ustedes son mis testigos, y les toca arreglarlo todo. Hay que insistir, de un modo absoluto, en que el duelo sea mañana después de las siete, para impedirle que tome el tren de París a las siete y cuarenta y cinco. Si pierde este tren, pierde la ocasión del crimen. Él no puede rehusarse a aceptar el sitio y hora que se señale, pero seguramente intentará que se elija para el caso algún sitio cercano a la estación, a fin de dar alcance al tren. Maneja muy bien la espada, y puede confiar en que podrá darme muerte a tiempo. Pero yo también entiendo algo de eso, y espero poder entretenerlo a lo menos hasta que pierda el tren. Después, para consolarse, probablemente me matará. ¿Entendido? Perfectamente. Pues permítanme ustedes presentarlos con aquellos distinguidos caballeros.

Se acercaron al grupo del Marqués, y Syme los presentó dándoles unos nombres aristocráticos que ellos no habían oído en su vida. Syme tenía de tiempo en tiempo unos raptos singulares de sentido común, cosa que más bien le faltaba de ordinario. Estos raptos, eran como él mismo dijo cuando la ocurrencia de las gafas, intuiciones poéticas, y a veces verdaderas profecías.

Había previsto bien las pretensiones de su adversario. Cuando el Marqués fue informado por sus testigos de que Syme sólo podía batirse a la mañana siguiente, vio aparecer un obstáculo para su misión dinamitera en París. Pero no pudiendo explicarlo a sus amigos, obró como Syme lo esperaba. Indujo a sus testigos a que señalaran para el duelo un pradito que había cerca del ferrocarril, confiándolo todo a la fatalidad del primer encuentro.

Al verlo llegar impasible al campo de honor, nadie hubiera dicho que le inquietaba sobre todo la idea de perder el tren. Las manos en los bolsillos, el sombrero de paja echado hacia atrás, el sol daba sobre su hermosa cara bronceada. Pero -cosa extraña para el que ignorase su situación-, no sólo le acompañaban sus dos testigos con las armas, sino dos criados con una maleta y una cesta de comestibles.

Era muy temprano, pero el sol calentaba ya; Syme se admiraba de ver tantas flores de oro y plata entre aquella yerba que casi les llegaba hasta las rodillas. Con excepción del Marqués, todos llevaban el traje solemne, y unos sombreros negros como tubos de chimeneas. El Doctorcete, con la adición de sus famosas gafas negras, parecía un empresario de pompas fúnebres. Syme no pudo menos de advertir el contraste cómico de aquella procesión funeraria en aquel prado tan gozoso, brillante y florido. Sin duda el contraste cómico entre los capullos amarillos y los sombreros negros no era más que un símbolo de contraste trágico entre los capullos amarillos y la negrura moral de aquella escena. A la derecha se veía una mancha de bosque, y lejos, a la izquierda, brillaba la curva del ferrocarril, que Syme, por decirlo así, tenía que defender del Marqués, para quien aquella línea era la meta y el punto de escape. Al frente, detrás de los adversarios, Syme podía ver, semejante a una nube, un pequeño almendro florecido, sobre la vaga cinta del mar.

El miembro de la Legión de Honor, cuyo nombre era según parece el Coronel Ducroix, se acercó cortésmente al Profesor y al Dr. Bull, y propuso que el duelo fuera a primera sangre. Pero el Dr. Bull, bien aleccionado por Syme sobre este punto estratégico, insistió con mucha dignidad y en un francés muy malo, sobre la necesidad de continuar hasta que uno de los contrincantes quedara inútil. Syme contaba con poder abstenerse de inutilizar al Marqués e impedir que éste lo inutilizara a él, por espacio mínimo de veinte minutos: tiempo bastante para que su contrincante perdiera el tren de París.

-Para un hombre de tanta presteza y valor como el señor de San Eustaquio -dijo el Profesor solemnemente-, sin duda es indiferente el método que se adopte, y nuestro apadrinado tiene buenas razones para pedir que el encuentro sea largo, razones cuya delicadeza me impide el ser más explícito, pero de cuya naturaleza justa y honorable yo puedo...

-¡Peste! -interrumpió el Marqués, a su espalda, poniendo una cara sombría-. Dejémonos de hablar, y empecemos.

Y decapitó una florecilla con el bastón.

Syme, que comprendía, miró de reojo instintivamente, por si el tren estaba a la vista: ni el humo se veía... El Coronel Ducroix se arrodilló entonces, abrió la caja de espadas y escogió un par. Al sol, las espadas lanzaron dos vivos resplandores. Ofreció una al Marqués, que se apoderó de ella sin ceremonia, y otra a Syme, que la tomó, la dobló, la pesó, y todo con tanta lentitud como lo consentía la decencia. Después, el Coronel sacó otras dos hojas, tomó una, ofreció al Dr. Bull la otra, y procedió a partir el campo.

Ambos combatientes se habían quedado en mangas de camisa y empuñaban ya las espadas. Los padrinos se mantenían a uno y otro lado del campo, con sus espadas también desnudas, pero conservando sus trajes y sombreros negros. Los combatientes se saludaron. El Coronel dijo:

-¡Engagez!

Y las dos hojas chocaron.

Al contacto del hierro, Syme sintió disiparse todos los fantásticos temores de antes, como se disipan los sueños al abrir los ojos. Los recordaba uno a uno, y le parecían meras alucinaciones nerviosas: el temor que el Profesor le infundiera, había sido como la opresión de una pesadilla; el miedo que le inspirara el Doctor, como el del vacío científico. En el primer caso, era el miedo tradicional ante la perenne posibilidad del milagro; en el segundo, el miedo mucho más moderno ante la absoluta imposibilidad del milagro. Pero en uno y otro caso, se trataba de temores imaginarios, comparados con el actual temor de la muerte, lleno de sentido común, despiadado y cruel. Syme se sentía como el que sueña toda la noche que rueda por un precipicio y, al despertar, recuerda que va a ser ahorcado. En cuanto vio brillar el reflejo del sol en la hoja del adversario, en cuanto sintió que se tocaban las dos lenguas de acero, vibrantes y vivas, comprendió que tenía que habérselas con un enemigo poderoso. Tal vez había llegado su última hora. 

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