viernes

PEDRO PÁRAMO - JUAN RULFO


TRIGESIMOCUARTA ENTREGA


-¿Sabe, don Pedro, que derrotaron al Tilcuate?

-Sé que hubo alguna balacera anoche, porque se estuvo oyendo el alboroto; pero de ahí  en más no sé nada. ¿Quién te contó eso, Gerardo?

-Llegaron unos heridos a Comala. Mi mujer ayudó para eso de los vendajes. Dijeron  que eran de la gente de Damasio y que habían tenido muchos muertos. Parece que se encontraron con unos que se dicen villistas.

-¡Qué caray, Gerardo! Estoy viendo llegar tiempos malos. ¿Y tú qué piensas hacer?

-Me voy, don Pedro. A Sayula. Allá volveré a establecerme.

-Ustedes los abogados tienen esa ventaja; pueden llevarse su patrimonio a todas partes, mientras no les rompan el hocico.

-Ni crea, don Pedro; siempre nos andamos creando problemas. Además duele dejar a personas como usted, y las deferencias que han tenido para con uno se extrañan. Vivimos rompiendo nuestro mundo a cada rato, si es válido decirlo. ¿Dónde quiere que le deje los papeles?

-No los dejes. Llévatelos. ¿O qué no puedes seguir encargado de mis asuntos allá  adonde vas?

-Agradezco su confianza, don Pedro. La agradezco sinceramente. Aunque hago la salvedad de que me será imposible. Ciertas irregularidades... Digamos... Testimonios que nadie sino usted debe conocer. Pueden prestarse a malos manejos en caso de llegar a caer en otras manos. Lo más seguro es que estén con usted.

-Dices bien, Gerardo. Déjalos aquí. Los quemaré. Con papeles o sin ellos, ¿quién me puede discutir la propiedad de lo que tengo?

-Indudablemente nadie, don Pedro. Nadie. Con su permiso.

-Ve con Dios, Gerardo.

-¿Qué dijo usted?

-Digo que Dios te acompañe.

El licenciado Gerardo Trujillo salió despacio. Estaba ya viejo; pero no para dar esos pasos tan cortos, tan sin ganas. La verdad es que esperaba una recompensa. Había servido a don Lucas, que en paz descanse, padre de don Pedro; después a don Pedro, y todavía; luego a Miguel, hijo de don Pedro. La verdad es que esperaba una compensación. Una retribución grande y valiosa. Le había dicho a su mujer:

-Voy a despedirme de don Pedro. Sé que me gratificará. Estoy por decir que con el dinero que él me dé nos estableceremos bien en Sayula y viviremos holgadamente el resto de nuestros días.

Pero ¿por qué las mujeres siempre tienen una duda? ¿Reciben avisos del cielo, o qué? Ella no estuvo segura de que consiguiera algo:

-Tendrás que trabajar muy duro allá para levantar cabeza. De aquí no sacarás nada.

-¿Por qué lo dices?

-Lo sé.

Siguió andando hacia la puerta, atento a cualquier llamado: «¡Ey, Gerardo! Lo preocupado que estoy no me ha permitido pensar en ti. Pero yo debo favores que no se pagan con dinero. Recibe esto: es un regalo insignificante».

Pero el llamado no vino. Cruzó la puerta y desanudó el bozal con que su caballo estaba amarrado al horcón. Subió a la silla y, al paso, tratando de no alejarse mucho para oír si lo llamaban, caminó hacia Comala sin desviarse del camino. Cuando vio que la Media Luna se perdía detrás de él, pensó: «Sería mucho rebajarme si le pidiera un préstamo».

-Don Pedro, he regresado, pues no estoy satisfecho conmigo mismo. Gustoso seguiré llevando sus asuntos.

Lo dijo, sentado nuevamente en el despacho de Pedro Páramo, donde había estado no hacía ni media hora.

-Está bien, Gerardo. Allí estáte los papeles, donde tú los dejaste.

-Desearía también... Los gastos... El traslado... Un mínimo adelanto de honorarios...  Algo extra, por si usted lo tiene a bien.

-¿Quinientos?

-¿No podría ser un poco, digamos, un poquito más?

-¿Te conformas con mil?

-¿Y si fueran cinco?

-¿Cinco qué? ¿Cinco mil pesos? No los tengo. Tú bien sabes que todo está invertido. Tierras, animales. Tú lo sabes. Llévate mil. No creo que necesites más.

Se quedó meditando. La cabeza caída. Oía el tintineo de los pesos sobre el escritorio donde Pedro Páramo contaba el dinero. Se acordaba de don Lucas, que siempre le quedó a deber sus honorarios. De don Pedro, que hizo cuenta nueva. De Miguel su hijo: ¡cuántos bochornos le había dado ese muchacho!

Lo libró de la cárcel cuando menos unas quince veces, cuando no hayan sido más. Y el asesinato que cometió con aquel hombre, ¿cómo se apellidaba? Rentería, eso es. El muerto llamado Rentería, al que le pusieron una pistola en la mano. Lo asustado que estaba el Miguelito, aunque después le diera risa. Eso nomás ¿cuánto le hubiera costado a don Pedro si las cosas hubieran ido hasta allá, hasta lo legal? Y lo de las violaciones ¿qué? Cuántas veces él tuvo que sacar de su misma bolsa el dinero para que ellas le echaran tierra al asunto: «¡Date de buenas que vas a tener un hijo güerito!», les decía.

-Aquí tienes, Gerardo. Cuídalos muy bien, porque no retoñan.

Y él, que todavía estaba en sus cavilaciones, respondió:

-Sí, tampoco los muertos retoñan -y agregó-: Desgraciadamente. 

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