sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON

TRIGESIMOCUARTA ENTREGA


CAPÍTULO DÉCIMO


EL DUELO (2)


Escondida entre los árboles, estaba tocando una banda en el próximo café cantante. Una mujer había comenzado una canción. En el cerebro excitado de Syme, el resoplido de los cobres produjo el mismo efecto de aquel organillo de Leicester Square, a cuyos compases se había encaminado el otro día hacia la muerte. Contempló la mesita donde estaba el Marqués. Había ya con él dos compañeros, solemnes franceses de levita y sombrero de copa; uno de ellos llevaba la roseta de la Legión de Honor. Eran, sin duda alguna, gente de sólida posición social. Junto a estas figuras negras y cilíndricas, el Marqués, con su sombrero de paja y traje primaveral, parecía bohemio y hasta bárbaro. Syme examinó al Marqués; verdaderamente, aquel hombre parecía un rey, con su elegancia animal, sus ojos altivos, su cabeza orgullosa destacada sobre el mar purpurino. Pero no un rey cristiano en manera alguna; sino más bien un déspota trigueño, semigriego y medio asiático que, en los días en que la esclavitud era cosa natural, contemplara, sobre el Mediterráneo, sus galeras atestadas de quejumbrosos esclavos.

-¿Va usted a dirigirse a ese mitin? -dijo el Profesor con sorna, viendo que Syme permanecía de pie, inmóvil, como quien reflexiona antes de empezar un discurso.

Syme apuró el último vaso de espumoso.

-Sí -contestó señalando al Marqués y a sus compañeros-, a ese mitin. Ese mitin me disgusta: voy a pellizcarle a ese mitin las feas y flojas narices de caoba que gasta.

Y avanzó con paso decidido, aunque no muy en línea recta. El Marqués, al verlo, arqueó las cejas negras y asirias, pero en su sorpresa hubo una sonrisa de cortesía.

-Usted es Mr. Syme, si no me equivoco, interrogó. Syme se inclinó correctamente.

-Y usted el Marqués de San Eustaquio -dijo con suave gracia-. Permítame usted que le pellizque las narices.

Y, en efecto, se acercó a hacerlo. Pero el Marqués se echó atrás, derribando la silla, y los dos caballeros de sombrero de copa cogieron a Syme por los hombros.

-¡Ese hombre me ha insultado! -dijo Syme como dando explicaciones.

-¿Insultado? -gritó el caballero del botón rojo-. ¿Cuándo?

-Ahora mismo -contestó Syme con atolondramiento-. Ha insultado a mi madre.

-¿Insultado a su madre? -dijo con asombro el caballero condecorado.

-Bueno -dijo Syme concediendo el punto-. A mi señora tía, por lo menos.

-Pero ¿cómo es posible que el Marqués haya insultado ahora mismo a la señora tía de usted? -dijo el otro caballero con legítimo asombro-. ¡Si no se ha movido de aquí!

-El insulto estuvo en sus palabras -dijo Syme con acento sombrío.

-¡Si yo no he dicho nada! -explicó el Marqués-, salvo no sé qué observación sobre la orquesta: que me hubiera gustado que trataran mejor a Wagner, o algo así.

-Pues fue una alusión a mi familia -dijo Syme con firmeza-. Porque mi tía tocaba Wagner muy mal. Siempre ha sido eso una causa de disgustos: siempre nos han insultado por eso.

-¡Pero esto es extraordinario! -dijo el caballero condecorado, mirando con asombro al Marqués.

-¡Oh, se lo aseguro a usted! -dijo Syme con aire sincero-. Toda la conversación de ustedes estaba llena de siniestras alusiones a la debilidad de mi tía.

-¡Disparate! -dijo el otro compañero del Marqués-. Yo, durante media hora, apenas habré despegado los labios para decir que me gusta como canta esa chica de cabellos negros.

-¡Pues ya lo ve usted! -dijo Syme indignado- ¡mi tía era rubia!

-Se me figura -observó el otro- que usted busca un pretexto para insultar al Marqués.

-¡Voto a San Jorge! -dijo Syme enfrentándose con su interlocutor-. ¡Es usted un hombre de talento! El Marqués le echó una mirada de tigre.

-¿Buscarme a mí camorra? -exclamó-. ¿Batirse conmigo? Juro a Dios que el que me busca me encuentra. Creo que estos caballeros aceptarán mi representación. De aquí a la noche faltan cuatro horas. Podemos batirnos esta misma tarde.

Syme se inclinó con cortesía exquisita. 

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