domingo

PEDRO PÁRAMO - JUAN RULFO (1917 – 1986)



VIGESIMONOVENA ENTREGA


Un hombre al que decían el Tartamudo llegó a la Media Luna y preguntó por Pedro Páramo.

-¿Para qué lo solicitas?

-Quiero hablar cocon él.

-No está.

-Dile, cucuando regrese, que vengo de parte de don Fulgor.

-Lo iré a buscar; pero aguántate unas cuantas horas.

-Dile, es cocosa de urgencia.

-Se lo diré.

El hombre al que decían el Tartamudo aguardó arriba del caballo. Pasado un rato, Pedro Páramo, al que nunca había visto, se le puso enfrente:

-¿Qué se te ofrece?

-Necesito hablar directamente cocon el patrón.

-Yo soy. ¿Qué quieres?

-Pues, nanada más esto. Mataron a don Fulgor Sesedano. Yo le hacía compañía.  Habíamos ido por el rurrumbo de los «vertederos» para averiguar por qué se estaba escaseando el agua. Y en eso andábamos cucuando vimos una manada de hombres que  nos salieron al encuentro. Y de entre la mumultitud aquella brotó una voz que dijo: «Yo a ése le coconozco. Es el administrador de la Memedia Luna».

»A mí ni me totomaron en cuenta. Pero a don Fulgor le mandaron soltar la bestia. Le  dijeron que eran revolucionarios. Que venían por las tierras de usté. "¡Cocórrale!" -le  dijeron a don Fulgor-. "¡Vaya y dígale a su patrón que allá nos Veremos!" Y él soltó la  cacalda, despavorido. No muy de prisa por lo pepesado que era; pero corrió. Lo mataron  cocorriendo. Murió cocon una pata arriba y otra abajo.

»Entonces yo ni me momoví. Esperé que fuera de nonoche y aquí estoy para anunciarle  lo que papasó.

-¿Y qué esperas? ¿Por qué no te mueves? Anda y diles a ésos que aquí estoy para lo  que se les ofrezca. Que vengan a tratar conmigo. Pero antes date un rodeo por La  Consagración. ¿Conoces al Tilcuate? Allí estará. Dile que necesito verlo. Y a esos fulanos avísales que los espero en cuanto tengan un tiempo disponible. ¿Qué jaiz de  revolucionarios son?

-No lo sé. Ellos ansí se nonombran.

-Dile al Tilcuate que lo necesito más que de prisa.

-Así lo haré, papatrón.

Pedro Páramo volvió a encerrarse en su despacho. Se sentía viejo y abrumado. No le  preocupaba Fulgor, que al fin y al cabo ya estaba «más para la otra que para ésta». Había dado de sí todo lo que tenía que dar; aunque fue muy servicial, lo que sea de cada quien.

«De todos modos, los "tilcuatazos" que se van a llevar esos locos», pensó.

Pensaba más en Susana San Juan, metida siempre en su cuarto, durmiendo, y cuando no, como si durmiera. La noche anterior se la había pasado en pie, recostado en la pared,  observando a través de la pálida luz de la veladora el cuerpo en movimiento de Susana; la cara sudorosa, las manos agitando las sábanas, estrujando la almohada hasta el desmorecimiento.

Desde que la había traído a vivir aquí no sabía de otras noches pasadas a su lado, sino  de estas noches doloridas, de interminable inquietud. Y se preguntaba hasta cuándo  terminaría aquello.

Esperaba que alguna vez. Nada puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por  intenso que sea que no se apague.

Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía  revolcarse en el desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla.

Él creía conocerla. "Y aun cuando no hubiera sido así, ¿acaso no era suficiente saber  que era la criatura más querida por él sobre la tierra? Y que además, y esto era lo más importante, le serviría para irse de la vida alumbrándose con aquella imagen que borraría todos los demás recuerdos.

¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber. 

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