OCTAVA ENTREGA
William Johnston / Introducción
Dionisio (2)
Pero hay una manera superior de conocer a Dios. Además del conocimiento de Dios, fruto de un proceso de especulación filosófica y teológica, existe el más divino conocimiento de Dios que tiene lugar a través de la ignorancia. En este conocimiento el intelecto es iluminado por “la insondable hondura de la sabiduría”. Este conocimiento no se encuentra en los libros ni se obtiene mediante el esfuerzo humano, pues es un don divino. El hombre, sin embargo, puede prepararse a recibirlo, y lo hace por la oración y la purificación. Este es el consejo de Dionisio:
“A la hora, pues, de intentar la práctica de la contemplación mística, has de dejar atrás los sentidos y las operaciones del intelecto todo lo que los sentidos y el intelecto pueden percibir, las cosas que son y las que no son, y has de adentrarte hacia el no-saber y, en lo posible, hacia la unión con aquel que está por encima de todas las cosas y de todo conocimiento. Por el constante y absoluto abandono de ti mismo y de todas las cosas, dejando todo y viéndote libre de todo, te abrirás al rayo de la divina oscuridad que supera a todo ser” (De myst. Theol., 1, 1). La idea de Dionisios es que los sentidos humanos y el intelecto son incapaces de llegar hasta Dios y por tanto, han de “vaciarse” de las criaturas o purificarse a fin de que Dios pueda derramar su luz sobre ellos. En este sentido están en completa oscuridad con respecto a las cosas creadas, pero al mismo tiempo quedan llenos de la luz de Dios. De ahí que podamos decir que “la divina Oscuridad es la luz inaccesible en que, según se dice, Dios habita”. Cuando las facultades están vacías de todo conocimiento humano, reina en el alma un “silencio místico” que la lleva al clímax que es unión con Dios y la visión de él tal cual es en sí mismo.
Tal es la doctrina que fluye desde los místicos apofáticos hasta el tiempo de San Juan de la Cruz. El punto fundamental es que nuestras facultades ordinarias, tanto sensibles como intelectuales, son incapaces por sí mismas de representarnos a Dios. Por lo tanto, ha de abandonarse su uso ordinario. Dios está por encima de todo lo que podemos representar en nuestra imaginación o concebir en nuestra mente. Los capítulos 4 y 5 de la Teología mística de Dionisio dan un formidable y detallado catálogo de todas las cosas que no se parecen a Dios. En primer lugar ninguna cosa sensible semeja a Dios, de manera que “quitamos de él todas las cosas corporales, y todas las que pertenecen al cuerpo o a cosas corporales como son la figura, la forma, la calidad, cantidad, peso, posición, visibilidad, sensibilidad… Pues él ni es ninguna de estas cosas ni tiene ninguna de ellas; ni parcial ni conjuntamente no es ni tiene ninguna de estas cosas sensibles”. Una vez más, no se parece a nada de cuanto podamos concebir en nuestra mente, y una vez más, sigue el catálogo de las cosas espirituales que no se parecen a Dios. Tal es la teología negativa que subyace a los místicos apofáticos.
En su versión de la Mysthica Theologia, el autor inglés añade por su cuenta algunas anotaciones al texto original. La principal de todas es su inserción del amor como el elemento más importante de la oración contemplativa.
En esto va más adelante que Dionisio y sigue probablemente a un escritor anterior, Thomas Gallus, cuyo comentario debe haber usado. Ya he hablado detenidamente sobre el énfasis que el autor inglés pone en el amor. Permítaseme, no obstante, citar un pasaje más de La Nube… en que volvemos a encontrar un acento dionisiano sobre la incapacidad del conocimiento, unido a un nuevo y fuerte acento sobre la centralidad del amor:
“Intenta entender este punto; las criaturas racionales, como los hombres y los ángeles, poseen dos facultades principales, una facultad de conocer y una facultad de amar. Nadie puede comprender totalmente a Dios increado con su entendimiento; pero cada uno, de maneras diferentes, puede captarlo plenamente por el amor. Tal es el incesante milagro del amor: una persona que ama, a través de su amor, puede abrazar a Dios, cuyo ser llena y trasciende la creación entera. Y esta obra maravillosa del amor dura para siempre, pues aquel a quien amamos es eterno”. De este modo, el autor inglés, que comienza en un marco neoplatónico, se ha adentrado más hondamente en una contemplación que está llena del amor cristiano. En ciertos aspectos, su obra puede considerarse como un himno al amor, lo mismo que la de ese gran español que cantó: “¡Oh llama de amor viva, que tiernamente hieres de mi alma el más profundo centro!”.
En este ensayo introductorio he puesto de relieve la doctrina del amor de nuestro autor no sólo porque es la clave para entender su pensamiento, sino también porque es particularmente relevante para nuestros días, en los que la ciencia está explorando los “estados alterados de la conciencia”, que no son muy distintos a los estados a los que apunta el místico. No hay por qué hablar aquí de bio-retroalimentación, del control de la mente, de las drogas, ni de otras técnicas que transportan a la gente más allá del pensamiento hacia la conciencia silenciosa e intuitiva.
Lo que distingue a la contemplación enseñada por el autor inglés y otros místicos cristianos es la centralidad del amor. Motivada por el amor es una respuesta a una llamada que termina en un ágape mutuo y cualquier cambio de conciencia no es más que una consecuencia de este puro impulso del amor.
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