miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREENE (1904 – 1991)


DECIMONOVENA ENTREGA

SEGUNDA PARTE

I (6)

Los aldeanos salían remolones de todas las cabañas: los chiquillos primero; éstos sentían curiosidad, pero no miedo. Hombres y mujeres tenían ya el aspecto de gente reprobada por la autoridad; ésta nunca se equivoca. Ninguno miraba al cura. Fijaban la vista en el suelo y aguardaban; tan sólo la chiquillería observaba al caballo como a la cosa más importante de allí.

El teniente ordenó:

-Registrad las cabañas.

El tiempo transcurría muy lento; incluso el humo del disparo parecía mantenerse en el aire más de lo natural. Algunos cerdos salieron gruñendo de una choza, y un gallipavo se paseó con dignidad maligna en medid del corro, esponjando las plumas polvorientas y agitando la larga membrana roja del pico. Un soldado se acercó al teniente con un esbozo de saludo.

-Todos están aquí -anunció.

-¿No ha encontrado nada sospechoso?

-No.

-Pues mire otra vez.

El tiempo volvió a detenerse como un reloj estropeado. El teniente sacó una petaca, vaciló y volvió a guardarla. De nuevo el policía se aproximó para informarle:

-Nada.

El teniente gritó:

-¡Atención! ¡Todos vosotros! ¡Escuchadme!

El círculo exterior de policía se estrechó, obligando a los aldeanos a formar un reducido grupo delante del oficial; únicamente se dejó libres a los chicos. El cura vio a su propia hija junto al caballo del teniente: no alcanzaba más arriba de la bota; levantó la mano y palpó el cuero. Dijo el teniente:

-Busco a dos hombres. Uno es un gringo, un yanqui, un asesino. Me doy perfecta cuenta de que no está aquí. Hay un premio de quinientos pesos para quien le capture. Tened los ojos abiertos.

Hizo una pausa y recorrió el auditorio con la mirada. El cura la notó que se detenía: él estaba con los ojos bajos igual que los demás.

-El otro -volvió a decir el teniente- es un cura. -Levantó la voz-: Ya sabéis lo que esto significa: es un traidor a la República. Cualquiera que lo encubra es traidor también.

-La inmovilidad general pareció irritarle. Exclamó-: Sois idiotas si todavía creéis lo que os cuentan los curas. Lo que quieren ellos es vuestro dinero. ¿Qué ha hecho Dios nunca por vosotros? ¿Tenéis suficiente para comer? ¿Tienen lo necesario vuestros hijos? En vez de daros alimento os hablan del cielo. ¡Oh, todo será espléndido cuando hayáis muerto!, os dicen. Y yo os digo: todo será espléndido cuando hayan muerto ellos. Y vosotros debéis ayudar.

La niña tenía una mano sobre la bota del teniente. Él la miró con afecto sombrío.

Continuó con convicción:

-Esa chiquilla vale más que el Papa de Roma.

La tropa se apoyaba en los fusiles: un gendarme bostezaba; el gallipavo volvió hacia las chozas.

El teniente agregó:

-Si habéis visto a dicho cura, hablad. Hay una recompensa de setecientos pesos...

Nadie habló. Él volvió de un tirón la cabeza del caballo hacia la gente.

-Sabemos que está en este distrito. Tal vez no sepáis lo que le ocurrió a un hombre de Concepción. -Una de las mujeres empezó a llorar y él prosiguió así-: Venid; uno después de otro y decidme vuestros nombres. No, las mujeres no; los hombres.

Se pusieron en fila, hoscamente, y él les preguntó:

-¿Cómo se llama usted? ¿Qué hace? ¿Casado? ¿Quién es «u mujer? ¿Sabe usted algo de ese cura?

No quedaba más que un hombre entre éste y la cabeza del caballo. Recitó un acto de contrición en silencio, pero maquinalmente, con la mente ausente: “...mis pecados, porque ellos han crucificado a mi amante Salvador... pero sobre todo porque han ofendido...”. Era una formalidad, pues un hombre ha de estar preparado; era como hacer testamento... y acaso tan sin importancia.

-¿Su nombre?

El nombre de aquel de Concepción le vino a la memoria:

-Montes -dijo.

-¿No ha visto usted nunca al cura?

-No.

-¿En qué se ocupa?

-Tengo un poco de tierra.

-¿Es usted casado?

-Sí.

-¿Quién es su esposa?

María intervino de pronto:

-Soy yo. ¿Para qué necesita usted preguntar tanto? ¿Le parece que tiene aspecto de cura?

El teniente examinaba algo sobre el arzón de la montura; parecía ser una fotografía antigua.

-Déjeme ver sus manos -ordenó.

El sacerdote las levantó: eran tan ásperas como las de un labriego. De improviso el teniente se inclinó desde la silla y le olió el aliento. Hubo un silencio absoluto entre los aldeanos; un silencio peligroso, pues parecía delatar cierto temor... El teniente volvió a mirar la cara hundida e hirsuta, y a la fotografía de nuevo.

-Perfectamente -dijo-, el siguiente -y después, como el cura se hacia a un lado, le detuvo–: Aguarde: -Puso la mano sobre la cabeza de Brígida y tiró suavemente del áspero pelo negro. Le habló así-: Mírame. Tú conoces a todos los de esta aldea, ¿verdad?

-Sí -dijo ella.

-¿Quién es entonces este hombre? ¿Cómo se llama?

-No lo sé -contestó la niña.

El teniente contuvo el aliento.

-¿No sabes su nombre? ¿Es forastero?

María gritó rápidamente.

-¡Vamos! La niña no sabe siquiera cómo se llama ella. Pregúntele quién es su padre.

-¿Quién es tu padre?

La chiquilla levantó la vista hacia el teniente y después volvió sus expresivos ojos hacia el cura...“...me pesa y pido perdón por todos mis pecados”, repetía con los dedos en cruz para impetrar buena suerte. La chiquilla dijo:

-Éste es.

-Perfectamente .concedió el teniente-. El que sigue.

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