VIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
CAPÍTULO NOVENO (1)
EL HOMBRE DE LAS GAFAS (1)
-Buena cosa es el Borgoña -exclamó el Profesor descansando el vaso.
-Pues no parece gustarle a usted mucho. Lo toma usted como una medicina.
-Tiene usted que disculparme -dijo el Porfesor con tristeza-, mi caso es singularísimo. Por dentro, estoy lleno de alegría infantil; pero tanto y tan bien he hecho de profesor paralítico, que ya no puedo dejarlo: cuando estoy entre amigos, donde no necesito usar disfraz, no puedo menos de hablar despacio balanceando la cabeza y arrugando la frente, como si en realidad fuera mi frente. Puedo ser enteramente feliz, pero siempre a la manera del paralítico. Saltan de mi cerebro las exclamaciones más ardientes, pero al salir de mi boca se han transformado. Si usted me oyera decir: "¡Ánimo muchacho!" se le saldrían las lágrimas.
-Puede ser -dijo Syme-. Pero se me figura, con todo, que está usted algo preocupado. El Profesor se le quedó mirando:
-Es usted muy inteligente -dijo al fin-. Da gusto trabajar con usted. En efecto, tengo como una nube en la cabeza. Vamos a afrontar un problema tan arduo...
Y se llevó ambas manos a las sienes enrarecidas.
-¿Toca usted el piano? -preguntó después.
-Sí -dijo Syme con no fingida sorpresa-; y dicen que no lo hago del todo mal.
Y como el otro seguía callado, añadió:
-Espero que se disipará esa nube ¿eh?
Tras larga pausa el Profesor dejó salir, por el hueco que formaban sus manos, estas palabras:
-Hubiera sido lo mismo que supiese usted escribir a máquina.
-¡Hombre, muchas gracias por el elogio!
-Escúcheme usted -continuó el otro- y acuérdese del hombre con quien tendremos que habérnoslas mañana. Mañana usted y yo vamos a intentar algo más difícil que sacar de la torre de Londres los diamantes de la Corona; vamos a extraerle su secreto a un hombre muy burdo, muy fuerte, muy ladino. Creo que, después del Presidente, ninguno hay más asombroso y formidable que ese tipo de las sonrisillas y las gafas. Quizá no tenga ese entusiasmo al rojo vivo, ese entusiasmo hasta la muerte que caracteriza al Secretario, y que en él llegaría al martirio por la anarquía. Pero ese mismo entusiasmo, como pasión humana que es, constituye un motivo de redención. En cambio el doctorcito este goza de una salud, de una cordura brutal, más repulsiva que el desequilibrio del Secretario. Ya habrá usted notado su vigor, su vitalidad detestable. Ese hombre rebota como un balón de goma. Por eso creo que no se dormía el Presidente (y me pregunto si realmente dormirá alguna vez) al encerrar todos los planes del atentado en la negra y redonda cabezota del doctor Bull.
-¿Y se le ha ocurrido a usted ablandar a ese monstruo tocando el piano? -interrogó Syme.
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