¿Por dónde empezar en la filosofía? Ante los estudiantes de la universidad de Frankfurt, Adorno dio una conferencia sobre los estudios filosóficos en 1955. Hacía seis años que había vuelto del exilio en Estados Unidos y que había retomado su carrera docente en Alemania, interrumpida por la llegada de los nazis al poder. Por aquel entonces advertía a los estudiantes que la filosofía no tenía ni un punto de origen ni una puerta de entrada especialmente favorable. Había que buscar un texto por el que uno se sintiera atraído y leerlo, aunque no todo fuera entendible. “Algunas cosas se aclaran con la insistencia. Donde se ama, se comprende.” Medio siglo más tarde, esta sentencia sigue siendo válida para cualquiera que se sienta atraído por la propia filosofía de Adorno, que no en vano tiene fama de oscura, aunque no tanto como la de su maestro Hegel. Pero, en verdad no había voluntad oscurantista en el filósofo y sociólogo de la Escuela de Frankfurt, tampoco pensamiento hermético; a lo sumo, había dialéctica. Dentro del panorama de su obra, las clases forman una suerte de excepción. Famoso por su dicción y por su rigurosidad, Adorno hizo grabar varias de sus clases para uso personal, como base de estudios futuros. De los diecisiete volúmenes, dos acaban de traducirse y publicarse en Argentina: Introducción a la dialéctica (Eterna Cadencia) y Estética (Las cuarenta). Ambos forman un tándem similar al que establecerán después sus dos obras mayores: la Dialéctica negativa y la Teoría estética. No ofrecen un atajo filosófico, pero sí una valiosa y transitable anticipación.
La filosofía de Adorno es un constante ajuste de cuentas con el idealismo alemán. Kant y Hegel fueron objeto de su crítica y al mismo tiempo objeto de salvación. Y esto quedó definido, desde muy temprano, al igual que sus enemigos: los positivistas, con su confianza ciega en el modelo de las ciencias, y la ontología, principalmente de Heidegger, a la que llamó una “jerga de la autenticidad”. No por nada hay un cierto tono guerrero en las obras de Adorno. La verdad no era una florcita que uno pudiera estudiar bajo una lupa, ni un antiguo anillo en una caja polvorienta a descubrir. Tampoco era el consenso de la comunidad académica, sino más bien el núcleo de una disputa. Sus reflexiones sobre la vida después de Auschwitz, la vida “dañada”, y los ataques contra la cultura de masas, perfeccionados gracias a su exilio en Estados Unidos, lo convirtieron en una figura clave de los años cincuenta y sesenta. Ese protagonismo en la esfera cultural, política y filosófica alemana dará un vuelco con la radicalización de las protestas estudiantiles y la progresiva abstención de intervención de Adorno. Esas mismas clases que lo habían hecho famoso, las clases repletas de la posguerra, se volverían el blanco de un boicot.
Gramática adorniana
En Introducción a la dialéctica, Adorno expone los límites del espíritu hegeliano y de la idea de sistema filosófico, así como la base de su reformulación de la dialéctica, que unos pocos años más tarde llamará negativa, es decir, una filosofía que denuncie el pensamiento de la identidad, la alienación, la quietud mortal de la vieja metafísica. Negativa será esta dialéctica, también, porque no conocerá ninguna síntesis tranquilizadora, nada que podamos llevarnos cómodamente a casa, en un bolsillo, a modo de conclusión.
Bajo la mirada de Adorno, la dialéctica se convertirá en una crítica. Y sólo a partir de esta combinación, de algún modo imposible, de las filosofías de los dos grandes pilares del idealismo alemán, es donde Adorno podrá levantar la propia. Hoy, cincuenta años después, estas clases funcionan no sólo como una auténtica introducción a la dialéctica en general sino también como una gramática de su propio pensamiento, porque es sólo a través del movimiento dialéctico (que afirma y niega, que recorre opuestos, que tensa) que se desentrañan tanto sus obras mayores como la escritura de sus famosos ensayos sobre música y sobre literatura. La dialéctica como una llave, sin dudas, pero para cientos de cerraduras.
Sabemos que esta reformulación de la dialéctica había sido parte del programa central de Adorno y de Horkheimer ya desde los años treinta. La otra cara de sus preocupaciones principales llevaba, por el contrario, el sello de Walter Benjamin, y estuvo dedicada desde el principio a la teoría del arte. En sus clases de Estética, que al igual que las clases sobre la dialéctica datan de 1958, Adorno empieza a preparar el terreno para una formalización de sus ideas sobre el arte.
Muchos de los temas clave, como el problema de la autonomía de la obra, de la verdad y de la experiencia, así como el rechazo de la hermenéutica, ya están presentes en esta exposición. Y encontrarán su profunda reflexión dialéctica después, en la redacción, casi diez años más tarde, de la Teoría estética, que no por nada terminó de cuajar, como bien dice Silvia Schwarzböck en su prólogo, cuando el arte al que estaba dedicada, el arte modernista, en cierta forma se daba por concluido. Entre estos ajustes, dos fundamentales: la articulación compleja de la obra de arte con la sociedad y la constatación ya definitiva de una falta de sentido, del mundo y de la obra. El ícono de esta constatación será Samuel Beckett, a quien Adorno conoció precisamente a fines de los años cincuenta, en plena consolidación de sus conceptos mayores. Lo que en las clases parece factible, hablar del sentido de la obra de arte aunque esté en crisis, se volverá imposible en su libro más célebre, con la figura del absurdo de Beckett como máximo representante. Pero Adorno siempre fue un maestro de las imposibilidades.
Ya desde un principio la herencia de esta filosofía, en el umbral entre la tradición idealista y el marxismo, había resultado incómoda para muchos. Fue calificada de esteticista, fue condenada por pesimismo. Algunos la condenaron en pos de la comunicabilidad, como Habermas. Otros, como Albrecht Wellmer, trataron de conjugar teoría crítica y teoría de la comunicación en una búsqueda más conciliadora. Eso que Wellmer ensaya en Líneas de fuga de la modernidad (FCE) como una “nueva teoría crítica” es el camino, esforzado y en cierto punto dudoso, que pretende salvar el concepto de democracia sin renunciar ni a la tradición de la Escuela de Frankfurt ni a la continuidad de la ilustración moderna. Después llegarán las lecturas morales, los rescates parciales, los análisis explicativos.
La filosofía y el arte, a diferencia de la vieja prohibición platónica, encontraron en el pensamiento de Adorno su unión más acabada, y al mismo tiempo su propio riesgo. El arte como verdad sin concepto, la filosofía como coyuntura de la utopía y la negatividad. Sin reflexión filosófica no habrá comprensión del arte; sin arte no habrá aparición de la verdad. Ambas coinciden en una actitud ante el mundo que Adorno dio en llamar una “libertad hacia el objeto”, un “entregarse al objeto”. Hoy pocos se atreven a preguntarse por la obra de arte “en sí”, que se ha vuelto un fantasma de las supuestas funciones que adopta en las sociedades y un efecto de las recepciones subjetivas. Hoy la filosofía, junto con la verdad, está puesta en entredicho, aún más que antes, si eso es posible. Pero es el riesgo precisamente, eso fue lo que descubrió Adorno, lo que las mantiene vivas.
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