domingo

“PARA ACTUAR HAY QUE SER UN SAMURAI” - RICARDO BARTÍS


Por Matías Chamorro

Desde hace casi tres décadas que ocupa, sin muchos competidores a la vista, un lugar relevante en la escena teatral independiente. Director, dramaturgo y maestro de varias generaciones de actores, Ricardo Bartís ha logrado convertir a su histórico espacio -la escuela-sala El Sportivo Teatral- en un punto ineludible de la cartelera porteña de cada año. Su creación más reciente, La máquina idiota, a pesar de estrenarse a mediados de octubre y contar con pocas funciones realizadas hasta el receso estival, agotó funciones y fue considerada por la crítica como una de las obras de 2013. En ella, un grupo de intérpretes marginales, muertos, espera en el cementerio de la Chacarita, entre diálogos de Hamlet, frases de Juan Domingo Perón y Evita y un gol de Maradona, para poder acceder al lugar oficial, el Panteón de la Asociación Argentina de Actores.
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¿Por qué máquina? ¿Y por qué idiota?
Es un título que produce rebotes y múltiples asociaciones. A mi entender, un sector importante del teatro es una maquinaria idiotizada, de repetición burocrática y de convenciones fijas. No hay la menor duda de esto en el comercial, que no puede parar y está determinado por las lógicas de la producción económica. Algo que no ocurre solamente en el teatro, sino también en otros campos mucho más grandes. Es una época donde este fenómeno cultural, de acumulación ciega, de necesidad de éxito, se ha convertido en un horizonte totalizador. En este contexto, el teatro a veces queda subordinado, sometido, como un animal domesticado por la costumbre. Y el teatro es un animal que, en algún momento dado, debe rugir y morder.

El título de la obra, además, sugiere una cierta crítica al funcionamiento burocrático de la vida.

Sí, eso tiene que ver con algo que ocurrió en la etapa de investigación previa. Una vez fuimos con el elenco al cementerio de la Chacarita, al Panteón de la Asociación Argentina de Actores. Eran las tres de la tarde de un día de semana caluroso. Le habíamos avisado a la institución, porque preveíamos, inteligentemente, que se podía presentar algún problema burocrático. Llegamos al lugar y, como estaba cerrado, golpeamos hasta que se abrió una mirilla-buzón y apareció alguien del otro lado. Luego de que ese guardia nos dijera varias veces que no se podía entrar, llamamos a la Asociación y le pasamos el celular por la abertura para que confirmara que estábamos autorizados. Finalmente nos permitió ingresar y, ante la pregunta nuestra de por qué el lugar no estaba abierto, nos da una respuesta conmovedora: “Porque estos muertos no son queridos”. Esa experiencia fue determinante para decidir encarar la obra.

¿Cómo se escapa de la máquina entonces?

En principio hay que aceptar con cierta simpatía que no hay escape. Y no pretendo ninguna hipótesis superadora. Sí manifiesto que no participo en eso, en el teatro comercial ni en cierto tipo de teatro oficial que queda adocenado y con una lógica vinculada a las instituciones. Pase en el teatro de un signo político o de otro. Lo que es evidente es que el teatro de la ciudad, en los últimos años, ha sido vergonzosamente saqueado y utilizado para cuanta zoncera se pueda pensar. Cuando, en determinado momento, lo que sería el complejo teatral era motivo de orgullo para la ciudad de Buenos Aires.

¿Qué pensás cuando ves que el Teatro General San Martín, como ha ocurrido, se alquila para fiestas?

Me indigna y da vergüenza. Les tengo bronca. Pero ya venía mal también. Ese lugar fue saqueado, se llevaron los faroles, los equipos. Es un problema más complejo, inclusive de los sindicatos. Porque si no, uno cree que siempre son las autoridades solamente. Es la burocracia del Estado y la falta de un proyecto que haga sentir que ese lugar es propio y se defiende.

¿Cómo analizás el panorama del teatro independiente?

La escena alternativa se diluyó entre los subsidios estatales y una proliferación hiperkinética de grupos, elencos, salas y espacios. Pero eso, que tiene una vitalidad extraordinaria, no fortaleció una hipótesis de lenguaje. Y después me parece que, como ocurre en la política y en otros órdenes, alguna gente se dio vuelta. Pertenecía a un bando, o decía estar interesada por ciertas cuestiones, y después se pasó, con armas y bagaje, al otro. No está ni bien ni mal, pero es una sensación de que son hechos que debilitan al sector.

En la obra se dan cita tanto frases de Eva Perón como el gol con la mano de Diego Maradona. ¿Qué encontraste en esas figuras?

En Evita estaban puestos los estigmas revolucionarios de la actuación. Ella, una piba de veintisiete, se metió en un mundo de hombres y en siete años se convirtió en la mujer más importante de la historia argentina. Muriéndose, dice y escribe unos textos extraordinarios. A sabiendas de que son palabras que tienen la dimensión, no política sino poética, de perdurar en el tiempo. Lo de Maradona es una referencia elíptica, el mecanismo de decir que hemos fundado un mito en alguien que ha hecho algo ilegítimo, que es un gol con la mano. Un señalamiento de aspecto complejo, constitutivo, que pertenece a esta sociedad: demandar y tener un discurso de rectitud, pero al mismo tiempo tratar de zafar y no pagar. Maradona es alguien que nos ha dado felicidad, goce. Y nos ha permitido sentir el derecho, que debería ser natural pero no lo es, de estar orgullosos de ser argentinos.

También recurrís a palabras de Juan Domingo Perón.

Y, Perón está siempre, pero ya no es Perón, ¿no? Es el pueblo, que tampoco es el pueblo, porque ya no existe esa figura. La política se ha encargado de diluir a esa noción emocional, musical, que sería el sonido de la voz popular.

La Bienal de Venecia, en 2011, te calificó como uno de los diez mejores directores contemporáneos del mundo. ¿Cómo te llevás con las consideraciones de ese tipo?

¡Ojalá fuera cierto! Además no me llevé bien con esa bienal, no la pasé bien, me pareció una señora enseñorada, llena de galas y tonta. No tengo nada que ver con los directores ni con ese teatro. Me siento totalmente ajeno, como en una fiesta para la cual no tengo ropa para poder ir.

¿Dónde quedó el Bartís actor? Tus últimos trabajos como tal fueron, catorce años atrás, para las películas Plata quemada y El astillero.

Quedó muerto, pobre hombre. Creo que dejé porque no tenía interlocutores en la dirección. Es algo que siempre llevo como una cosa silenciada y un poco penosa. Hay que tener un entrenamiento de samurai para actuar.

¿Qué les aconsejarías a los futuros directores y dramaturgos?

Que hay que liberarse de los padres y lo heredado, sobre todo de mí. Hay que encontrar nuevos caminos. No la tecnología, porque eso sería un error. Tampoco hay que tratar de mezclar, como en todos esos espectáculos con proyecciones, micrófonos y bandas de música. Algo que existe en Europa desde hace veinte años y que, en la última década, en la escena de Buenos Aires se ve todo el tiempo. Creo que vendrán nuevos campos poéticos y posibilidades. Confío muchísimo en la marginalidad. A todos los lugares donde voy les digo que no se instalen. Fue un error del Sportivo eso. Deberíamos haber mantenido el nomadismo, no haber tenido lugar, no participar de los subsidios ni tener relación con el Estado. O si no, tenerla directamente, que hubiera sido otra de las respuestas posibles. La falla es haber sido ubicados. Seríamos más fuertes si hubiéramos sido más clandestinos. 

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