“LO QUE HAY QUE TENER ES EL ALMA ATENTA”
Por María Laura Bulanti
(capítulo recuperado de El Taller-Torres García y los murales del Hospital Saint-Bois / Linardi y Rissso / 2008)
La entrevista que sigue a continuación guarda un significado particular dentro de este libro. No sólo por el valor del testimonio de un artista de la trayectoria de Guillermo Fernández, ni por su capacidad de reunir expresión y teoría, sino porque poco tiempo después de esta entrevista un accidente nos privó de su vida. Quiero por tanto desde estas páginas recordar su singular aporte al arte uruguayo y a la comprensión del legado de Joaquín Torres-García.
Lo visité en su taller el 26 de noviembre de 2006. Estaba dando clases y las interrumpió para charlar conmigo. Cuando decidió suspender nuestra conversación, me dijo simplemente, “debo continuar con mis alumnos, pero por favor llámeme la semana próxima y continuamos”. Diversas circunstancias me impidieron concretar ese segundo encuentro, siempre con la esperanza de hallar el momento, que finalmente no pudo darse.
Me pareció un ser entrañable, profundo y muy seguro de lo que decía. “Sin pelos en la lengua” sería el resumen de su estilo como conversador. Al pasar en limpio la grabación de nuestro diálogo, sentí que hubiera necesitado varias reuniones más para expresar con mayor seguridad y precisión el cúmulo de observaciones, análisis y comentarios que fue desgranando. En la vacilación entre expresar con estrictez sus ideas y renunciar a volcar nuestra conversación en este libro, opté por lo segundo. Se trata de una entrevista que creo aporta al objetivo del trabajo, y por otra parte contamos afortunadamente con testimonios diversos en cuanto a las ideas estéticas de Guillermo Fernández.
La entrevista no tuvo un comienzo formal, pues fue una misma cosa presentarnos, iniciar la conversación y estar hablando de pintura. De modo que la inicio con sus palabras.
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Hubo en Uruguay un proceso y una visión, la de don Joaquín, respetada y venerada por sus alumnos. Pero desaparecido él, si bien se respeta su dirección, su orientación, empieza a quedar sólo su labor. Quiero decir que no se toma alguna de sus ideas concretas para desarrollarla. Eso no se dio. Tal vez porque la del Taller era toda gente muy joven; los “viejos” eran, en ese entonces, personas de alrededor de treinta y cinco años. Cuando muere Torres, en 1949, los mayores, como Nenín Matto, por ejemplo, tenían menos de cuarenta años, y la mayoría estaban entre los veinte y los treinta. Entonces, quedan las ideas, los recursos, los procedimientos, los sistemas, sí, pero como obras de Torres. Queda un gran respeto a la labor de Torres; queda el mapa dado vuelta -“nuestro norte es el sur”-, pero como propuestas de él. El equipo que queda, que necesita pensar cómo va a desarrollar el estilo, su estilo, empieza a tener otras medidas y otras referencias. Quiero decir: nadie estaba tan “redondo” ya como para decir: “Yo voy por acá”.
Eran gente con diez o quince años de trabajo, algunos menos todavía, y dentro del Taller con siete u ocho. Algunos de ellos muy fuertes, con grandes disciplinas, con un gran esfuerzo. Y esos pocos años, con enfrentamientos y con novedades que don Joaquín planteaba continuamente. Pero, cortado eso, cada uno tiene que acomodarse a la nueva situación. O sea que se produce una diáspora, en la que juega un papel importante la ida a Europa -para confirmar, estudiar, revisar. Se inicia un proceso en el que los más formados empiezan, diríamos, una especie de revisión. Con el viaje a Europa comienza también la dispersión.
Fonseca se va en el 50 y no viene más, sólo de visita, alguna vez. Alpuy se instala en Nueva York. Aparece la preocupación, razonable, por el destino de cada uno. ¿Qué hago con esto? ¿Qué puedo aportar?
La obra constructiva, la obra de Torres, sí estaba “redonda”. Y las cosas que se le agregaban no pasaban de ser variaciones, cosas de tipos de “oficio”, que se daban cuenta que la variación, en todo caso, se le podría haber ocurrido al mismo Torres. Ahí surge la dificultad, porque se requería una base cultural, como la que quería fijar Torres, para hacer una pintura que no fuera una pintura “americanista”, de folclore, de “guitarrita”.
Indoamericana…
¡Ah! En eso Torres fue muy claro. Dijo: “Nada de folclore, nada de gauchismos; ser americano de hoy es conseguir medios propios de expresión y marcar un punto de vista; eso es lo que hay que conseguir”. Pero era muy difícil. Y no se pudo. Ese planteo, esa interrogación, no pudo generar la unidad de la Escuela. Y se produjo la gran diáspora. Una de las cosas que se perdió fue, justamente, la unidad de cabeza.
En fin: cada uno se fue encaminando a encontrar sus recursos, sus desarrollos. Y el planteo del constructivismo, la idea de un arte clásico, empieza a quedar muy respetada, pero como la gesta de él; nosotros somos distintos. Y eso era cierto, no era ningún disparate. Y la unidad que el Maestro pretendía, en los hechos no marchó. Hubo unidad de la amistad, pero la unidad grupal para llevar adelante una lucha que nadie aplaudía, faltó. El mundo de aquel tiempo era hostil, la Universidad, por ejemplo. Algún universitario fue amigo de Torres y lo apoyó, pero fue la excepción. ¡En la Facultad de Arquitectura, Torres tuvo que apagar la luz el día que dio una conferencia sobre Arquitectura Funcionalista porque los muchachos tiraban tizas y jugueteaban! Dar una conferencia sobre Arquitectura Funcionalista en el año 1935 o 1936, cuando estaban en plena arquitectura “balconera” y de tejitas, era difícil. Torres les estaba planteando lo que die o doce años después iba a ser la palabra de ordenen la Facultad. ¡Pero ahí estaba Torres, con su barba! Era un adelantado, pero quedó como un extravagante, y no se le entendió. O sea que con la Facultad… distancia. Hubo algunos arquitectos, sólo algunos… seis o siete… Con el paso del tiempo, más gente se interesó. Pero no hubo un registro, ni siquiera, del proceso pedagógico de Torres. La pregunta es: ¿qué enseñaba Torres?
Nadie sabe.
Efectivamente. ¿Qué enseñaba Torres? ¿Cómo enseñaba? En una oportunidad fui a la Facultad y pregunté, cuando aun vivían unos cuantos de los que habían asistido a sus conferencias: “¿No sería interesante hacer unas entrevistas para precisar como enseñaba Torres? ¿Qué les planteó primero? ¿Qué les planteó después? ¿Qué les exigió?” ¡Para componer una visión de una didáctica que no era la que habíamos tenido todos en todos lados!
Ni siquiera en Bellas Artes.
¡No, en Bellas Artes, ni cerca! En Bellas Artes Torres era además mal visto.
No se lo entiende hasta el día de hoy.
Sigue sin ser comprendido porque el desnivel es muy grande, y no se arregla con buenas razones. Es decir, Torres se vino a un país provinciano como el nuestro, que no estaba en ese momento tan mal, tenía un estado de derecho, a pesar de la dictadura de Terra, era Uruguay todavía el “país de las vacas gordas”. Había un Salón Nacional cada tanto, para el que los pintores que había pintaban algo… ¡Pero hablar de proporción, tono y ritmo; hablar de estructura, de construcción, y admirar la gran Tradición! De eso nada. La primera vez que oí hablar en concreto del “pasado”, no como cosa vieja, sino como cosa presente, fue en el Taller… Y que era necesario estudiar, pero no para hacerse ilustrado en historia del arte, sino para entender qué era un compás -no el compás de oro, empecemos sólo por el compás rítmico- y cómo Velázquez proporciona de una manera distinta a Tintoretto y cómo compone Cézanne… ¡Pero eso es prioritario en la formación artística!
¿Cuándo fue esa primera vez?
Eso fue en una conferencia de Torres, cuando dijo: “Miren que Velázquez es más abstracto que Picasso, y es más plano y mas funcional”. ¡Pa! Cuando yo oí eso no entendí nada, pero me dije, “aquí hay algo nuevo”. Porque el Velázquez del que yo había oído hablar a los profesores de historia del arte de aquellos tiempos, era una “cosa histórica”, es decir, del pasado. Y después, los elogios convencionales que venían en cualquier manual de historia del arte; los profesores repetían eso, era lo que decían los grandes libros de las bibliotecas, lo que hablaba la gente ilustrada. Algo así como si saber historia del arte consistiera en conocer cómo fumaba Bach o cómo tomaba cerveza Rembrandt. Pero para el artista, ¿qué es lo que importa? ¡Saber cómo componían! Es decir, ¿qué tenían en la cabeza para lograr una obra “unificada” y que se reconozca de costado, de tal modo que uno pueda decir, “aquel es de Rembrandt”? Sin ser especialista, ¿Cómo uno lo reconoce tan fácil? Porque tiene un orden, que hace que nuestra vista pueda “sellarlo”. Yo de eso no había oído hablar nunca, ni por asomo. Es la primera vez que la tradición empieza a ser una cosa interesante para aprender, no para lucirnos. Fue como decir: estudie a Bach para ver qué es la fuga. En ese sentido, los músicos hacen un trabajo mucho más concreto, porque un ejecutante -y todos los compositores son ejecutantes- tiene que aprender a interpretar, tiene que entender al otro, en lo que piensa, en lo que ordena, en lo que sabe y en lo que improvisa. Y si no, no es buena música.
Eso acá, en la plástica, no existía. Por eso Torres tuvo que apechugar con grandes dificultades, porque si bien había algunos buenos pintores, personas de gran sensibilidad y de gran intuición, eran muy pocos. Entonces, el cambio que Torres trata de imponer o de plantear, amenaza los “recursitos” y las “cocinitas” de cada uno. ¿Y qué empezaba a decir él? No; miren, hay que empezar a entender que el lenguaje de la proporción no es el ancho y alto de la página” … “Que los módulos y los sistemas gráficos son los que caracterizan una obra, los que ‘sellan’ la vista del que mira, que es capaz de sintetizar el orden, aunque no sepamos cómo se hizo”. Todo eso trajo don Joaquín, y encontró una fuerte resistencia; porque si tenía razón, había que ir a aprender con él. Y si había que ir a aprender con él, lo que se había hecho hasta entonces eran copetines, eran cosas livianitas, hilvanadas en una pasada por París, y no en el mejor París. Porque acá se iba a estudiar por ejemplo con Charles Despiau, un escultor que hacía unos hipopótamos fantásticos, o leones comiéndose avestruces, como los que están en Bulevar Artigas…
Entonces las vanguardias no existían…
No, porque cuando la vanguardia es pobre e ignota, no existe. Cuando Barradas va a Italia, en vez de hacer el paseo que hicimos todos, en vez de ir a Roma, Pompeya, Florencia, Venecia, milagrosamente se va al norte de Italia -creo que a Milán- y allí se encuentra con Gino Severini, con Balla, los futuristas italianos, y como eran un gran talento y ya llevaba recursos de acá, porque a pesar de ser un muchachito de veintitrés años llevaba unos dibujos que no eran académicos ni imitativos. Así es que llega y entiende a los futuristas, ve los cuadros que estaban haciendo en 1915 o 1916, y éste, que era una fiera, agarró la onda y no hizo la promenade clásica que hicimos todos. En vez de eso se encontró con un grupo de italianos que eran parte de la modernidad, que habían dado pasos muy grandes, y cuando va a Barcelona se lo encuentra a Torres pintando unas griegas neoclásica que hoy en día quedan viejas, bien pintadas pero algo viejo. Y Torres estaba hasta coronilla de buscar un cambio; cuando aparece Barradas él estaba en un revoltijo, y entonces se entienden fantásticamente. Lo que Torres estaba haciendo en 1919 se puede ver en el Museo de Artes Visuales, un paneaux muy bien pintado, muy lindo, pero pintura convencional y vieja.
Usted no se refiere a lo que pintó en el Palacio de la Generalitat…
Él hizo entonces una cantidad de paneles; hay dos que están en el museo, con cabras y unas diosas. Puede apreciarse que están hechas por un pintor, en el sentido de una cantidad de valores, pero esa expresión no es la que Torres estaba buscando por adentro. Él estaba en un mundo, Barcelona, que en España era lo más moderno, pero todavía no era París. Torres mismo lo cuenta: cuando va a París, a fines de los 20, le lleva a Ambrose Vollard, que era el marchand de Cézanne, unas cosas muy indas, unos templitos blancos, con figuras pintadas de un modo muy libre, pero con unas diosas, y Vollard le dice: “No, mire, esto acá no es pintura”. “¡Cómo no es pintura!”, le contestó Torres, “usted en Barcelona vio cosas como estas y le parecieron muy bien”. Y Vollard le respondió: “Me parecieron muy bien para Barcelona”… Es decir, para ese mundo -podríamos decir desde acá, para el mundo del sur- está bien, ¡pero para París no! Y Torres, que era muy orgulloso, pregunta: “Y aquí, ¿en qué están?”. “¡Ah!” respondió Vollard, “aquí está Soutine, el segundo fauvismo, Othon Friesz, Rouault, Matisse, la pintura de gran improvisación, gran color, gran ritmo. Y hay unos holandeses… que son muy interesantes”. Unos holandeses que eran ignotos. Mondrian vivía en un cuartito -pintado con colores primarios- y en un rinconcito pintaba unas flores inmundas, que las llevaba a vender a escondidas, para que nadie lo viera… Entonces, don Joaquín se va a ver a Mondrian, a Vantongerloo, a Van Doesburg… Recorre las galerías. Y en dos o tres años, se pone al día. Ese es el genio de Torres. No siguió con sus griegos, con ese “neoclasicismo de imagen”, que es de la época de Isadora Duncan, de Marcel Schow, de El Fauno de Stravinsky, del ballet ruso del año diez: un mundo “a la griega”, otro “bailongo neoclásico” que fue muy fuerte, y en el que Torres también entró, buscando caminos. Cuando sale de Barcelona empieza a encontrar lo que necesita. Y la provincia, en un mundo globalizado como ya era ese -y como ha sido siempre en cierto sentido, porque siempre ha habido centros que repartían el juego- la provincia, repito, no da pautas: la provincia consume pautas ajenas. Excepcionalmente, la provincia produce un Rubén Darío, un César Vallejo, un Pablo Neruda. La provincia, con lo que importa, siempre recibe también las formas y los sistemas de moda.
¡Y Bellas Artes era eso! Entonces Torres encara la puesta al día, un esfuerzo gigante, pero que emprende porque de no hacerlo es mejor irse. Si no lograba una convicción y conseguía una gesta, mejor irse. Y acá no vino para sentarse en el boliche a hablar de pintura y hacer un cuadrito por año. Pero el alumnado no estuvo a la altura de ese hombre, que era una personal excepcional de veras. Cuando vino en 1934, llegaba a Montevideo sabiendo que no había nivel, que era un mundo bastante bien comido -aunque modesto y pueblerino, sin los Rolls Royce que había en Buenos Aires. Pero donde se podía, de golpe, justamente por esa cosa laxa uruguaya, sentar un cambio de sentido. Porque él veía a Europa en la descomposición, y así lo dice, empezando por el fascismo, que vio en vivo y en directo. Pero ve al surrealismo, una pintura del instinto, como parte de esa descomposición, y ve que prospera, como prospera el capricho, la improvisación. Es un mundo individualista, instintivo, que no va a ofrecer nada que signifique un futuro, en un mundo terminal. Y se va a España en primer lugar. Encuentra a Madrid hecha una fiesta, con la inteligencia española tomando sus cafés, pero sin llegar a nada que tuviera que ver con el destino de España. Porque la Guerra Civil es la conclusión de ciento treinta años de fracasos. Pierden el imperio a principios del siglo XIX, y a partir de allí no embocan una. Tienen grandes escritores, pero que sólo pueden ser expresivos de una gran desesperanza. Y entonces Torres pensó que ese mundo estaba terminado. Llega acá, y al año revienta España, y a poco revienta toda Europa, que queda sumida en tal postración que en 1945 son Estados Unidos y los rusos los que deciden. La globalización será entonces estadounidense o rusa, pero europea no. Europa queda para los Sartre, aunque después se vuelven millonarios. Es el fin de fiesta de Occidente, que no sabe para dónde ir. Todo eso lo respira Torres: él veía a Occidente mirando a la guerra, a la destrucción, y entonces decide armar algo desde acá. De modo que su idea era profunda; no era que… “adonde yo voy, hago una escuelita”. ¡No, no! Era algo más profundo. Y allí encuentra todo su sentido el aprender del pasado. Goya nos enseña, Velázquez nos enseña. Además de que nos guste, que nos enseñe, ¡si lo puedo deletrear, si puedo encontrar el pensamiento que subyace!
¿Usted no piensa que fue importante, justamente, encontrar ese provincianismo y esa gente que sabía sólo deletrear vocales, para poder tomar vírgenes a esas mentes, cosa que en Europa no se podía?
Sí, tiene sentido venir a un mundo primario o provinciano porque es una oportunidad para crear algo significativo; y aunque haya líos -que los hubo- es dable pensar que se va a vencer, porque se tiene esa visión que los otros no tienen. Pero con los muchachos de allá, no; es pedirle peras al olmo.
A mi me pasa, cuando veo pinturas del Taller -estoy hablando informalmente- de finales de 1940, de principios de 1950, que me parecen todas iguales. De tan parecidas, se confunden; por eso pienso que firmar TTG, como se hizo, era una realidad.
Si uno estaba allí, aprendía a distinguir… Son las diferencias entre uno que tiene letra más redonda, y otro que la tiene más aguda, o el otro que tiene letras más esquemática, pero todos dicen lo mismo.
Los caminos propios se van encontrando después.
Al ser Torres la única referencia, es muy, muy difícil una revisión.
Ahora, con respecto a los murales del Hospital Saint-Bois, más allá de que unos sean más interesantes que otros, más allá de que los del propio Torres no estén, ¿no se podría concluir que, de alguna manera, esos murales son Torres?
No; son la marca de un estilo. Es como lo que pasa con el arte románico: hay cosas de los románicos del año mil, que están en el museo de Barcelona, que son fenomenales. Y hay otras cosas, también románicas, que no son fenomenales pero se parecen, porque los planteos de oficios tienen ordenamientos que se repiten y que dan, al que mira, un parentesco. Eso sí, no hay la menor duda sobre esto. Entonces, hay un estilo, como lo trajo don Joaquín elaborado, depurado y pronto -porque él viene con todas las alforjas repletas- que es “la” referencia. ¿Y qué otra referencia había? No la había. Barradas estaba metido debajo de una escalera, en la casa de la familia: sólo se veían los cuatro Barradas que hay en el museo. El que quiso ver a Barradas tuvo que esperar hasta el año 1975, en que se hizo una gran exposición, se desencajonaron cosas que nadie había visto. Pero antes, no. Antes de esa exposición, Barradas era famoso como dibujante, pero no podía gravitar ni influir. ¿Figari? Estaba todo en Buenos Aires; acá se pensaba “pobre doctor Figari, una persona tan bien, pintando esas cosas”… ningún predicamento. Entonces, Torres era principio y fin, toda la referencia. ¿Quiere pintar un retrato? Bueno, esto es impresionismo sintético… Quiere decir que él trabajó de museo, de maestro, de referencia y de proyecto de futuro, todo estaba en sus manos. Es una marca muy difícil de recrear y superar.
En este movimiento que se generó alrededor de la recuperación de los murales del Saint-Bois suele rondar una confusión, que consiste en asociar esa experiencia con una de las prédicas de Torres: aquella de la integración del arte con la arquitectura. Y en realidad, Torres nunca llegó a hacer tal cosa, sino sus discípulos. En el Saint-Bois lo que tuvo fue la oportunidad de pintar sobre paredes de un espacio público; importante en cualquier caso, pero no se trató de un trabajo realizado con los arquitectos desde el proyecto.
Es verdad, esos murales fueron hechos allí como los que podría haber hecho en cualquier lado. A veces, está la pared y el mural es un cuadro chiquito…
Exactamente, ahí no hay integración; lo que el tanto predicó, sí tuvo eco en algunos de sus discípulos, como, por ejemplo, la casa de Leborgne. De todas maneras, no obstante no haber podido aplicar eso, el hecho de ir con sus alumnos y generar ese movimiento dentro de ese hospital, ¿qué impresión le produce?
Mi impresión es que eso fue parte de la voluntad de difundir una referencia que acá todavía no había entrado: esa nueva pintura sin espacio, sin profundidad, esa pintura plana, que es el lenguaje del siglo XX. Y hacer esa difusión no con discursetes, sino en vivo y e directo…
¿Fue la primera vez que puso eso en práctica?
Bueno, estrictamente no, porque él venía enseñando eso en el Taller, y además pintaba, y alguno hizo murales; pero el Saint-Bois fue una oportunidad única: colocar treinta y cinco murales, en un espacio público, y hacer que todos pintaran. Fue la proyección concreta de una idea que estaba en él: crear una base cultural. Que si bien es descendiente de Europa, viene de la modernidad europea, viene de París, él le un giro que proporción a la obra, según él, un rol humanista. Llevar al que mira, no por los vericuetos del instinto, no a través del horror de la guerra, no mi historieta personal de mi erotismo, combinado vaya a saber con qué sueños, sino llevar al que mira, al otro, un lenguaje de orden. No “cuadrado”, un lenguaje de orden musical.
Armónico…
Exactamente. Él rechaza todo un expresionismo europeo que está agónico. Ahora uno se da cuenta. Europa estaba en agonía, y va quedando muda. Cincuenta años de posguerra mirando lo que dicen los rusos y los yanquis. París es muy lindo de ver, pero en cualquier galería, si no son tipos viejos o muertos, lo nuevo no es interesante. Es decir hoy París no es lo que fue ni por asomo, no es el Paris de Hemingway ni el de Modigliani; es otro mundo. Paris ya no globaliza nada, no inviste a nadie.
¿Él lo ve en Nueva York?
No, no lo ve en Nueva York; no tenía fe en los yanquis; él no veía al mundo estadounidense como poder en sí, y no llega a conocer a los expresionistas norteamericanos, muere antes. Los libros de arte estadounidense que yo tengo de los años 40 son provincianos, es arte provinciano, como el de Montevideo o el de Santiago de Chile. Y cuando no son provincianos, son parisienses. Son provincianos a la francesa. Recién después de 1950 aparece un grupo de artistas interesantes, que aportan, y que más tarde terminan en el arte pop y eso que hay ahora, y también la locura del mercado. Porque ¿por qué irse a Nueva York? ¿Para hacer carrera? ¿Dónde? Donde está el gran mercado y la gran difusión. Pero eso no es en lo que se formaron; se formaron con otra referencia.
Fonseca se va a Italia…
Sí, sí, se va a hacer la carrera. ¿Qué va a hacer en Montevideo? La carrera hay que hacerla allá, y las reglas de la carrera allá son distintas. Eso también costó aprenderlo y algunos no lo aprendieron. Y uno dice: si la pintura puede ser como la poesía, ¡un poeta no mejora por estar al lado de una gran editorial! Si el poeta quiere dar una visión de las cosas y hacer poesía, el ponerse al lado de una gran editorial lo podrá ayudar en algún momento, pero las editoriales son empresas con su lógica, con sus preocupaciones. Entonces, el mercado… el mercado se “comió a Modigliani, que no lo vieron, y a mucha gente. El mercado no es tan sencillo. No como para decir que donde hay un centro de poder va a estar la maravilla, que me va a hacer vivir mejor y ser más independiente. Ahí vienen los simplismos y las rusticidades. Aquel italiano, Giorgio Morandi, que llegó a tener un premio en la Bienal de San Pablo, llegó a los 60, casi 70. Hizo una obra primera en el norte de Italia con los metafísicos y futuristas, y después, sin salir de su pequeña ciudad, Bologna, se mando una obra maravillosa, con unos cuadritos no muy grandes, donde hay una botella, un platito, un cuchillito… ¡y aquello es una música fantástica! Morandi hace una obra fenomenal. Pero si Morandi se hubiera ido, uno hubiera pensado, “no le va a dar el tiempo para ir a mirar una botellita”… Entonces, no hay asesor financiero que valga, lo que hay que tener es el alma atenta. Y eso es trabajo personal, que cada cual elabora como puede. Gurvich me dijo una vez: “Yo quiero ir a Nueva York a hacer la carrera internacional”, y murió sin hacer la carrera internacional. Si se hubiera quedado en el Cerro, de golpe hacía la carrera internacional, porque ahí tenía una musiquita que para él era vital. No se puede diagramar; la vida después hace su proceso. Entonces, la ausencia de Torres creó, por un lado, una gran libertad, pero por otro una enorme crisis de orientación irremediable.
1 comentario:
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