por José Felipe Coria y Miguel Ángel Da Vila
Las obras de arte, en la cultura occidental actual, funcionan de la misma forma que las celebridades. Es la opinión del crítico de arte Robert Hughes, quien fecha el origen de esta tendencia en 1962 cuando la Mona Lisa de Leonardo da Vinci fue del Louvre en París a Nueva York. Las largas filas para verla convirtieron una obra maestra en motivo de verbena. Si el arte se vuelve un espectáculo pierde significado. Tras medio siglo de hacer crítica de arte en Nueva York, Hughes filmó The Mona Lisa Curse, cuyos primeros planos daban cuenta de la famosa calavera de Damien Hirst (Bristol, 1965) cuajada de diamantes, For the Love of God, vendida en 50 millones de libras esterlinas y ahora propiedad de un consorcio. Hughes juzga esa obra un “bien naco; una interesante mercancía que como obra de arte es absurda”. Quienes defienden la obra de Hirst dicen que refleja y subvierte la decadencia moderna. Hughes lo duda: “No es cierto. Sólo es la decadencia”. La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo (1991), también de Hirst, es un tiburón muerto en formaldehído, pero se le califica de obra pertinente y vanguardista. Hughes, en cambio, considera que por “obras” como ésta es “que el arte ha perdido todo su significado”, fuera del precio de venta: el galerista Charles Saatchi la vendió por ocho millones de libras esterlinas en 2004. En perfecta concordancia con este tema es la traída y llevada exposición inaugural de Gabriel Orozco (Veracruz, 1962) en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, entre 2009 y 2010, con motivo del centenario / bicentenario. Saludada como hito en la historia del arte mexicano, por ser el tercer connacional en lograr semejante distinción después de Diego Rivera y Manuel Álvarez Bravo, la forma en que Televisa, junto con el gobierno de México vía el Conaculta, le ofrecieron tan impresionante apoyo, dejó entrever que en efecto, Gabriel Orozco es el número tres en la Historia.
Como parte de esa magna celebración el suplemento El Ángel del diario Reforma (22/11/2009) publicó un par de textos firmados por Sergio R. Blanco y Estrella de Diego, que pretendían discernir tanto el secreto del éxito del mexicano así como lo que podría definirse como su “milagrosa” inserción en el arte contemporáneo. Tan milagrosa que forma parte de los 81 creadores más influyentes de la actualidad, según lo consignó la revista Art Now. Curricularmente es necesario mencionar que esa “obra” ya estuvo expuesta en la Bienal de Venecia, la Tate Modern de Londres, el Pompidou de París y el Reina Sofía de Madrid. Lo que tiene dos lecturas: 1, se trata de un artista consagrado -más bien famoso, como las celebridades que los paparazzis persiguen-, y 2, es ejemplo de que las tendencias del momento “consagran” una determinada obra gracias a curadurías irresponsables o a un ola (a)crítica que se define por su condición snob. Ambos textos daban cuenta del “estratosférico ascenso, aplaudido y discutido” del ex estudiante de la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Asimismo, lo escrito con tintes elogiosos explicaba las “coincidencias” en el tiempo, acaso refiriéndose al similar y gratuito ascenso de Hirst. O que a pesar de su ausencia de técnica y ante la complaciente crítica que lo arropa, en pocos años pasan de ser modestos dibujantes a artistas de vanguardia que venden carísimas obras a corporaciones multinacionales para decorar con ellas los vestíbulos de sus ostentosos edificios. Entre estos objetos se encuentra el muy célebre tiburón en formol. El que con el paso del tiempo y ante la quiebra económica y moral de sus propietarios pasó a ser emblemático de obras de relumbrón, efímeras, aunque elogiadas por ser la Obra Más Cara Jamás Vendida; ejemplares de una avaricia que se desmoronó en cuanto lo que sostenía esa obra, el dinero pagado por ella, resultó tan infame como la obra misma.
El ensayo de Blanco daba voz a gente como Karen Cordero, historiadora del arte por la Universidad de Yale y profesora en la Universidad Iberoamericana y en la UNAM, quien declaraba “siempre que un artista se convierte en una especie de estrella es porque algo que hace coincide con un interés y demanda del momento”. Esto podría justificar la aparición de “obras” como la conocida Caja de zapatos vacía (1993), significativa de la tendencia contemporánea que convierte lo banal y lo nulo en vanguardia (más bien retaguardia porque se refiere a hallazgos del pasado). ¿Pero qué tipo de vanguardia? Basándose en la misma obra puede decirse que ninguna, porque es eso: una simple caja de zapatos vacía que el “artista” sólo presenta. Eso lo ensayó Hirst: una foto de Stalin nada valía por sí misma, pero al dibujarle una nariz de payaso de inmediato se convirtió en valiosa. Basta que el artista “toque” un objeto para que obtenga valor. En el caso del mexicano es una simple caja de zapatos vacía, o unas tapas de yogurt, o alguno de sus zapatos usados.
Lo escrito por Blanco y De Diego apuntaba la feliz circunstancia de estar con el galerista adecuado en el momento justo. El éxito es así una simple operación de mercado. Se crea primero una moda y luego se convierte en necesidad y exigencia. Si el arte va por el rumbo de lo fácil y ya no requiere ninguna técnica ni soporte conocido (digamos habilidad para dibujar), entonces lo que queda es el artista y su serie de puntadas, de ocurrencias simples que presuponen que con existir basta. El artista pasa a ser el centro de su obra y la obra misma, puesto que aquello que toca lo convierte en arte, más si es algo ridículo como un esqueleto de ballena “descubierto”: Bendita primavera (2006). Como el esqueleto no lo creó Gabriel Orozco, ya que estaba bajo la arena, bastó que él lo eligiera, y luego sus ayudantes pintaran y armaran para considerarla Su obra: Su idea: Su éxito. El ensayo de De Diego concluía con algo que puede definirse como ominoso: “El caso [Gabriel] Orozco, tras años de éxitos y debate es, al margen del artista con aportaciones notables en su producción, un ejemplo más de la ignorancia de esos discursos del poder que degluten sin digerir y tratan de contar el mundo a su antojo…” (nosotros subrayamos). En efecto, los discursos de poder que ahora rigen al arte son los del mercado, que consume pero nunca digiere, y cuando lo hace arroja de nuevo al mercado obras como la de Gabriel Orozco y Hirst. Andrés Serrano, reconocido por producir obras violentas y molestas, entiende que la fama contemporánea no necesariamente equivale a inmortalidad. A pesar de esto, apoya a Hirst: “Damien es muy listo… Primero llama la atención… Si aguantará el paso del tiempo, no lo sé; aunque creo que sí”. Norman Tebbit, comentando la exposición Sensation de Hirst, escribió: “¿Se han vuelto locos de remate? Las obras del ‘artista’ son trozos de animales muertos. Los expertos del arte moderno nunca aprenden”. El crítico de arte del Evening Standard Brian Sewell fue lapidario: “No pienso en eso como arte… No es más interesante que un pescado disecado en la puerta de un bar. De hecho podría haber más arte en un pescado disecado que en una oveja muerta”.
El arte actual se alimenta de una tensión insólita: el artista existe si su obra tiene valor pecuniario. O si se le asigna un valor ideológico. Que en el caso de Hirst y de Gabriel Orozco tiene que ver con una coincidencia temporal en el mercado donde los snobs asisten a consumir lo que se les dice que está de moda. Snobs, pero por supuesto, con jugosas carteras: ellos pagan lo que otros deciden qué es arte. Ese es el nuevo poder que ha regido al mundo del arte de los últimos lustros.
Tan real es esto que Gabriel Orozco mismo se sintió obligado a contestarle a sus dos críticos admiradores, no tanto por su falta de rigor sino por la ausencia de genuflexión a la hora de referirse a su obra y persona, en El Ángel (6/12/2009) el artista dio cuenta de sus críticos en una carta reveladora: “…describen la historia de mi ‘estratosférico ascenso’ repitiendo sin censura estilística palabras como coincidencia, circunstancia y suerte, sin mencionar ni una sola vez las palabras talento, originalidad, o ya de perdida, que los agarré de sorpresa” (nosotros subrayamos la modestia del artista). La defensa de su obra se basa en que él, como artista, es más que sus críticos y que su tiempo y circunstancia. ¡Ay de aquel que se atreva a tocarlo con el pétalo de una duda! Revela que, en efecto, le molesta lo que diagnostican sus admiradores: su éxito es producto de la suerte porque, ¿qué de talento u originalidad hay en reciclar el ready made que propusiera Marcel Duchamp a partir de 1913 con su Rueda de bicicleta? ¿Qué talento hay en elegir una simple caja de zapatos y colocarla en el piso?
Ante la posible duda sobre su “talento” Gabriel Orozco siguió en esa carta desglosando su pensamiento, una joya de ese “metalenguaje de la banalidad” que anota Jean Baudrillard cuando habla del complot del arte. El párrafo no tiene desperdicio: “Este tipo de subtextos velados con una aparente imparcialidad académica y una deficiente documentación, deriva en un historicismo chafa, donde el talento de un individuo para entender su momento y hacer las cosas como se le pega la gana y encontrar nuevas artes para la vida y la obra, nunca serán la razón de su éxito” (nosotros subrayamos la admirable soberbia del lúcido artista que ni de broma se equivoca). Por supuesto, la fraseología esconde la arrogancia de aquel que no puede aceptar una opinión en contra, porque él, el artista, es quien siempre tiene razón: si él produce la obra, él produce la autocrítica y, lo más importante, su elogio, a estas alturas es una y la misma cosa. Gabriel Orozco lo confirma: “La novedad, no el exotismo, es lo que hace fortuna. Y el que hace algo primero que los demás se hace imprescindible como punto de referencia. El éxito viene después de la creación de algo nuevo… que tuvo éxito” (seguimos subrayando la humildad del concepto). En consecuencia, hacer algo, lo que sea, mientras sea uno el primero en hacerlo, es suficiente para “crear” arte. O considerarse artista. Así que poner una caja de zapatos en el piso es por definición un acto artístico. Lo mismo podría decirse si se colocaran heces fecales frescas. Eso sería apostarle al éxito, como el “artista” costarricense Guillermo Vargas, alias Habacuc, que en agosto de 2007 montó una exposición en Managua en la que, se dice, mató a un perro de hambre. Esa era la “propuesta” tan “original”; ese el concepto de “arte” contemporáneo. En efecto, como lo dice Baudrillard “ya no creemos en el arte, sino sólo en la idea del arte (que por su parte, claro, no tiene nada de estética)”.
Pero decir esto es atentar contra la voluntad de “artistas” como Gabriel Orozco, quien se lamenta de que no haya un “milagro” en la crítica mexicana del arte contemporáneo idéntico a él: “que no haya aparecido alguien que sea admirado en el mundo entero, y no sólo por los que se interesan solamente en el arte mexicano, sino por todos los que se interesan en el arte contemporáneo en general” (subrayamos lo que a estas alturas es la fe en que al artista le queda pequeño el mundo). En efecto, que lástima, pero ¿no existe previamente la obra y luego la crítica? Si no hay una obra digna no puede haber una crítica a su nivel. A menos que se considere “crítica” al elogio más rastrero. Más significativo aún, ¿no es Gabriel Orozco el autor de su propia crítica, no es él quien representa que hacer la obra, la teoría y la crítica al mismo tiempo confirma que los “milagros” existen ya que él es viva prueba de ello? Pero Gabriel Orozco queda expuesto en sus conceptos artísticos, en su falta de rigor estético y en su fe en que la puntada (si a él se le ocurre primero que nadie) basta y sobra para hacer arte, curiosamente en una era en que, nos dice Baudrillard, el “arte apuesta a esa incertidumbre, a la imposibilidad de un juicio de valor estético fundado, y especula con la culpa de los que no lo entienden, o no entendieron que no había nada que entender”. En efecto, ésta es la teoría que apoya Gabriel Orozco. Por eso le duele ser cuestionado.
El conflicto que propone la lectura de obras tan efímeras y banales como la de Gabriel Orozco se arraiga en algo más profundo. El contenido sin forma, o el arte conceptual sin arte, desposeído de todo compromiso con lo formal, expresa el más aberrante hedonismo materialista en el que se sumerge la sociedad contemporánea (al menos su sector privilegiado). Hablar de lugares comunes como que la forma sigue al contenido o la graciosa, celebérrima y manida frase “la forma es contenido” agonizan junto a la cultura como legitimación de clase en el poder. Al suplantar el arte en particular y la cultura en general esta manifestación de arte conceptual decantada, inocua y limpia de todo carácter subversivo y contestatario, se asume de modo perverso como tal. El llamado artista visual toma el papel de crítico del sistema y hace una caricatura de éste, aunque rechaza hacer la propia por arrogancia: el artista es el dios tutelar de la sociedad del espectáculo y de consumo.
Aunque, gústele o no, debe compartir su podio con su cómplice, acaso más destacado: el curador. En el arte de hoy la figura dominante es la del curador (la de un clan de curadores, para ser más exactos), convertido en personaje estelar y tanto la obra como el artista son simples pretextos para la consumación de estos genios emergentes en la esfera cultural. Genios que, por supuesto, generan una “paranoia cómplice” como la define Baudrillard, en la que sólo se tolera la persecución del artista a manos del curador, no se sabe si para pedirle su autógrafo o para lamerle los pies, al final una y la misma cosa porque, de nuevo Baudrillard, “esta paranoia cómplice del arte hace que ya no haya juicio crítico posible, sólo un reparto amistoso -necesariamente de comensales- de la nulidad. Tales son el complot del arte y su escena primitiva, revelada por todos los vernissages, encuentros, exposiciones, restauraciones, donaciones y especulaciones, y que no puede desnudarse en ningún universo conocido, pues tras la mistificación de las imágenes, se ha puesto a resguardo el pensamiento”.
En 2004 Tatiana Cuevas, ex curadora del Museo Tamayo, en una conferencia sobre el arte contemporáneo y esta ola de instalaciones e intervenciones auspiciadas con fondos públicos, enfatizó que las obras mostradas en su exposición (incluidas varias de Gabriel Orozco) eran “divertidas”, “chistosas”, “locochonas” y “críticas” con el “establishment”; producto de la catarsis, vaya. Esta señora daba la impresión de que sus artistas eran locos ilustrados con la venia para divertirse a costa de sus amos. En otras palabras, bufones, cuyas gracejadas auspiciadas por los barones del dinero sirven para distraer a la corte: pequeño-burgueses incrustados en el sistema cultural del país que sirven a intereses creados como los específicos de la Fundación Jumex y demás compradores -que no curadores- de los museos, que se rigen por aquello que está “en boga”. Tatiana Cuevas también se refirió a un conjunto de galerías que iniciaron sus proyectos auspiciados por el Fonca y que una vez terminadas sus becas… cerraron. Resulta llamativo que fueran tan efímeras y trascendieran tan poco. Reflejaban, en efecto, qué obra promovían.
Marco Barrera Bassols, ex director del Museo de Historia Natural y responsable del hallazgo y montaje de Matrix móvil, declaró en entrevista a Magali Tercero (Milenio, 06 / 03 / 2010): “Después de leer las reseñas es evidente una notable diferencia en las formas en que la crítica aborda la obra. Ninguno de los artículos que he leído aquí cita lo que dice Orozco sobre su obra” (nosotros subrayamos la confirmación de que artista y crítico son una y la misma cosa). O sea, que la crítica debe perder voz y reflexión para conformarse con aprender y difundir lo que dice el artista. Por otro lado, la característica esencial del arte conceptual está en el discurso y la obra es indisociable de éste; la obra ya no contiene un idiolecto como lo definiría Eco y al parecer tampoco acepta la libre interpretación del espectador. Para entender la obra es indispensable conocer la historia detrás: la voz del artista que impone el sentido, mientras que (antes de ese nuevo arte conceptual) toda obra artística escondía su significado o partía de un concepto. En la obra contemporánea de Gabriel Orozco el concepto lo es todo, disolviendo a la obra misma, convirtiéndola en vehículo circunstancial libre de contenido propio y, sobre todo, de factura. Lo que vale es el discurso del artista y sus autorreferencias, secundadas por los curadores y un sector complaciente de la crítica que vive de halagos hacia estos nuevos narcisos-prometeos.
Cuando la UNAM reinauguró el Museo Casa Azul presentó la famosa instalación de los balones de futbol de Gabriel Orozco. Destaca que para entender la obra, para entender qué es arte, era imprescindible escuchar al “artista” o a un allegado a él que contaba la historia: una amiga del autor era vecina de una escuela y se dedicó a confiscar balones que volaban sobre la barda. Quien firmó la “instalación” la hizo con esos mismos balones que nomás puso en el patio del museo, atribuyéndole a este hecho primero valor de obra artística y luego una serie de significados que no se desprenden de la obra misma sino del relato. Una vez más el ludismo aparece como valor al principio de la lista, lo malo es que precisamente esa obra “artística”, como otras similares, necesita de todo ese discurso exterior a ella para serlo; volver a la tradición oral para una sociedad analfabeta funcional. Sin la narración, el espacio museográfico y la mercadotecnia, el sentido de la obra se desvanece, los balones por sí mismos no se sostienen como obra artística, la instalación tiene el valor que le confiere una metainstalación, o “montaje”, sin el cual obra y artista no pueden trascender por sí mismos. Resumiendo, el valor reside en la cédula del museo puesta amorosamente ahí por un curador que dispone de los recursos de un Estado ignorante para hacerlo.
En el tenor de una obra cimentada en el puro discurso -y las relaciones públicas con los promotores enquistados en el sector público, o privado, o influyentes en ambos-, destaca la actitud de camarilla y lo aguerridos que resultan artistas y curadores para acallar a sus críticos. Si Avelina Lésper opina en contra del arte conceptual en Milenio a la semana siguiente el propio medio abre varias páginas a los curadores para que le contesten en concierto, incluso la insulten. La “obra” actual es producto de la imposición, donde más allá de cumplir con poner el huevo y cacarearlo, se cacarea uno vacío. El escándalo es el vehículo y núcleo del quehacer de artistas como Gabriel Orozco y de promotores y curadores que lo acompañan, de ahí lo airado de sus réplicas, estrategia típica del farsante: no sólo defienden sus posiciones ideológicas y económicas: escandalizar es condición sine qua non para que la farsa funcione. Por lo mismo Gabriel Orozco et al. demuestran su falta de legitimidad y profundidad. Tratándose de una farsa para entretener a acomodados ignorantes con extravagancias, se toman a sí mismos en serio, en una suerte de irrealidad más allá de lo irreal.
La misma Tatiana Cuevas dijo “que no hay que enojarse”, que este movimiento en el arte es global y está auspiciado por el gran capital, por museos, curadores, marchands, dealers, corredores de bolsa, medios… Desde hace años hay una guerra contra el arte y la cultura, demasiado subversivos para la visión materialista contemporánea en el poder que ha tomado el control. Así se ha impuesto una estrategia muy exitosa: la alienación de la cultura aunada al cierre de espacios y cancelación de apoyo y difusión de artistas tradicionales que resultan rebeldes y que son suplantados con esta ola de “artistas visuales” que han hecho del arte una caricatura indigna infestada de ocurrencias.
En el trasfondo se encuentra la academia, o aquello en que la academia se ha convertido. Si antes el término academicismo se utilizaba de forma peyorativa para señalar obras que se apegaban al canon y eran preciosistas, la obra conceptual que vemos hoy es puro academicismo… pero desposeído de cualquier tradición artística o académica, sancionado por la complicidad de la pulsión hipervisual e hiperconceptual, que considera arte a objetos como tapas de yogurt sólo porque un “artista” las tocó. Pues “todo lo que es visiblemente nulo y mediocre tiene ahora derecho de ciudadanía en medio de una especie de indiferencia general” (Baudrillard). Una indiferencia que comienza con el curador y concluye con el burócrata que acríticamente acepta ese “arte”.
El anecdotario cuenta que la madre de Picasso le inculcó que algún día sería Picasso. La academia hoy se ha propuesto ser como esa madre, pero enfrenta algunos problemas fundamentales: es muy complicado formar vocación entre alumnos que eligen la carrera por evadir materias difíciles; es aún más difícil enseñar a dibujar o peor, a pintar y concebir ideas a quienes no tienen la aptitud o que llegan tarde a la expresión plástica cuando ya pasó la edad de la formación de las habilidades psicomotoras indispensables para ser artista. Tradicionalmente, el talento no se crea ni se enseña; el papel de la escuela debería consistir en dotar de técnica y conocimiento para habilitar el talento. Por lo general, la escuela como está planteada en todos sus niveles es lo contrario: promueve la mediocridad y expulsa talentos. Al respecto, el actual director de la Escuela Nacional de Música de la UNAM, Francisco Viesca, señalaba que “los genios se hacen fuera del sistema”. La academia es para las masas…
Vivimos en una época en que la imagen lo es todo; los massmedia hacen de la autorreferencia el modelo de la realidad, cuando la ficción no sólo la ha rebasado, sino que la ha suplantado y lo real se integra a la ficción como otra forma de entretenimiento. Es decir, un asesinato en vivo ya no conmueve a nadie, tampoco es trivial, es una atracción más. Ahora lo real ya no es imitado, el objeto resultante es afectado por la realidad (su desgaste, maltrato, abandono), en consecuencia asume el protagonismo. Hoy el artista-farsante pretende con su discurso impostado que sus conceptos son lo real, que hay una historia detrás a la que se le asigna un valor, incluso una falsificación en esta tensión de espejismos de la que se sostienen artistas como Gabriel Orozco. Decididamente lo artístico no está en la obra misma sino, probablemente, en el montaje, en la cómplice escenificación en torno a ella.
El arte como instrumento que aspira a lo superior desapareció en el siglo XX, su papel histórico para enaltecer la fe y servir a diversas ideologías murió para convertirse en objeto mercantil al servicio de artistas y su exclusivo, por excluyente, mercado. En el caso de los artistas tradicionales persiste como forma de expresión personal. John Berger lo explica en su famosa sentencia “es un error pensar que la publicidad suplanta al arte visual europeo post-renacentista; ésa es la forma más moribunda del arte”. Es la sociedad de consumo la que se apropia de las formas de expresión artística para imponer su ideología a través de la publicidad y el diseño, utilizando la estética con un fin manipulador.
Umberto Eco, refiriéndose al kitsch, señalaba que éste debe ser más real que lo real para legitimarse, la falsificación se consuma cuando el espejismo suplanta la idea de lo real con artimañas visuales. Ahora tenemos un entorno kitsch generalizado donde la pérdida de sentido de la realidad, la saturación de imágenes, la celebración de la frivolidad y el consumo materialista lo son todo. El concepto del arte se ha centrado plenamente en el culto a la personalidad (inculcado por los massmedia) de artistas pseudo-marginales / pseudo-subversivos que reciclan los desechos de la sociedad y le atribuyen un carácter simbólico y significativo, banalidad que resulta novedosa en un contexto donde los asideros a lo concreto escasean, donde al parecer el retrato de la sociedad contemporánea sólo es posible a través de la falsificación.
En las postrimerías de los ochenta del siglo XX se rompe con toda ideología. El Estado aprende la lección de los teóricos y la lleva a la práctica buscando legitimarse a través del arte: lo hicieron los romanos, los nazis y ahora priistas-panistas-perredistas… comenzando una estrategia de acallamiento y asimilación de intelectuales y artistas orgánicos, y defenestrando a todo artista y pensador independientes.
Se requiere una masa acrítica (incluidos los críticos) para sostener un ejército de consumidores voraces que hunden a la sociedad en la ignorancia al ejercer control político absoluto y al facilitar el engaño. Es la misma estrategia que le funcionó a los Estados en la Edad Media y a los fascistas, que ahora retoman las extremas derechas-izquierdas en el poder. En este contexto, pseudo-artistas como Gabriel Orozco son funcionales al poder porque alejan a la masa del arte y de la experiencia cultural; dejan al espectador a manos de los massmedia, la propaganda, el consumo y la publicidad como únicas fuentes de placer estético. Se cierra así el periplo de la farsa perfecta que se convierte en todo un espectáculo protagonizado por el “artista”: él es el medio, el mensaje y el masaje, por eso hay que tener cuidado con las cajas vacías que se encuentren en el piso. No hay que reverenciarlas, hay que tomarlas y depositarlas en su lugar: la basura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario