VIGÉSIMA ENTREGA
CAPÍTULO SÉPTIMO (3)
LA INEXPLICABLE CONDUCTA DEL PROFESOR DE WORMS (3)
Estaba seguro de que no le había seguido ningún coche; ningún ruido de ruedas se había oído a la puerta del restaurante; según toda apariencia, aquel hombre había venido a pie. ¡Pero si aquel hombre no andaba más que un caracol, y Syme había volado más que el viento! Se levantó a recoger su bastón enloquecido por aquella contradicción aritmética, y salió empujando las puertas de resorte sin probar el café. En este instante pasaba un ómnibus hacia el Banco a toda rapidez; tuvo que correr para alcanzarlo, pero logró saltar al estribo. Allí se detuvo un instante para tomar resuello, después trepó a la imperial. Haría medio minuto que estaba sentado, cuando le pareció oír detrás una respiración pesada y asmática.
Volviose rápidamente, y vio aparecer, poco a poco, por la escalerilla del ómnibus, un sombrero lleno de nieve y, a la sombra del ala, la cara miope y los hombros vacilantes del Profesor Worms. Ocupó un asiento con gran cuidado, y se arrebujó en su capa hasta la barba.
Todos los movimientos de aquel cuerpo tambaleante y aquellas manos temblorosas, los ademanes inciertos y las pausas pánicas, hacían indudable que aquel hombre estaba perdido, sumido en la mayor imbecilidad física. Se movía por pulgadas, se tumbaba en el asiento con infinitas precauciones. Y sin embargo, a no ser un mito las entidades filosóficas llamadas tiempo y espacio, era indudable que aquel hombre había corrido para alcanzar el ómnibus.
Syme se levantó, y tras de echar una mirada implorante al cielo de invierno, que se oscurecía por momentos, bajó la escalerilla. Trabajo le costó gobernar su cuerpo que quería arrojarse desde lo alto del coche.
Sin darse cuenta de lo que hacía, sin volver la vista, lanzose por una de las callejuelas que desembocan en Fleet Street como liebre en la madriguera. Pensaba vagamente que si este incomprensible y valetudinario Juan de las Viñas se había propuesto perseguirlo, pronto le perdería de vista en aquel laberinto de callecitas, y estuvo entrando y saliendo por aquel enredijo que más que de vías públicas parecía de hendiduras y rendijas; y cuando había completado veinte ángulos alternantes y dibujado un inconcebible polígono, se detuvo a escuchar. Nadie le seguía, no se oía ruido alguno. Verdad es que el espesor de la nieve apagaba el ruido de las pisadas. Al pasar por Red Lion Court, advirtió un sitio donde algún enérgico transeúnte había aplastado la nieve, dejando al descubierto las piedras húmedas y lucientes por un espacio de veinte metros. No le llamó la atención y se metió por otra calleja del laberinto. Pero habiéndose detenido a escuchar de nuevo unos cien pasos más allá, sintió que también su corazón se paraba, porque del sitio donde habían quedado las piedras desnudadas le llegó claramente el ruido de la muleta metálica y los pies del cojo infernal. El cielo obscurecido de nubes sumergía a Londres en una oscuridad y una opresión excesivas para la hora que era. A uno y otro lado de Syme, corrían unos muros lisos, sin fisonomía; no había ventanas ni agujeros; sintió un nuevo impulso de escapar de aquella colmena de casas y salir otra vez a las avenidas iluminadas. Pero, antes de ganar la arteria principal, todavía anduvo un rato de aquí para allá. El resultado es que salió a la calle abierta mucho más lejos de lo que se figuraba, por la desierta anchura de Ludgate Circus, de donde se veía la catedral de San Pablo como asentada en los cielos.
Admirose de encontrar el sitio tan desierto, como si la peste hubiera barrido la población. Pronto cayó en la cuenta de que aquella soledad era explicable, primero porque la nevada era todavía intensísima, y además porque era domingo. Cuando la palabra "domingo" cruzó su mente, se mordió los labios. Ya para él aquella palabra era un retruécano infernal.
Bajo la nebulosidad de la nieve que se perdía en los cielos, la ciudad parecía sumergida en un reflejo verdoso y como submarino. El crepúsculo escondido y hosco se adivinaba tras la cúpula de San Pablo, entre colores ahumados y siniestros: verde enfermizo, rojo moribundo, bronce desfalleciente, lo bastante vivo sin embargo para acentuar la blancura inmensa de la nieve. Y sobre esos temerosos colores, se destacaba el bulto sombrío de la catedral, en cuyo vértice brillaba una mancha de nieve, colgando como de un pico alpestre.
Al escurrir, la nieve había revestido el domo de arriba abajo, argentando completamente el globo y la cruz. Al ver esto, Syme sintió que recobraba el valor, e hizo, involuntariamente, un saludo militar con el bastón.
Sabía que el maldito viejo, convertido en sombra, lo seguía cojeando más o menos de prisa, pero ya no hizo caso. Mientras se oscurecían los cielos, aquel punto eminente de la tierra parecía dar luz -verdadero símbolo de fe. Si los demonios se habían apoderado del cielo, aún no capturaban la cruz. Y Syme sintió impulsos de arrancar su secreto a aquel perseguidor paralítico, danzarín y saltón a un tiempo. A la entrada de la plaza, donde ésta se abre sobre el Circo, se detuvo, bastón en mano, dispuesto a afrontar al enemigo.
El Profesor de Worms dobló lentamente la esquina de la calle irregular que había venido siguiendo, y su estampa grotesca, revelada a la luz de un solitario farolillo de gas, hizo recordar involuntariamente aquellos versos que cantan a los nenes:
El hombre torcido que anduvo una milla torcida.
Y en verdad, parecía que estaba torcido por efecto de las tortuosas calles que recorría. Acercábase con lentitud, y la luz se reflejaba en sus espejuelos e iluminaba su cara paciente. Syme lo esperaba como San Jorge al Dragón, como quien aguarda una explicación final o la muerte. Y el viejo Profesor vino hacia él, y junto a él pasó como si no lo reconociera, sin un pestañeo.
Esta silenciosa y afectada inocencia exasperó a Syme. La cara descolorida, el aire de aquel hombre, eran para convencer de que aquella persecución había sido una coincidencia desgraciada. Syme se quedó como galvanizado por una fuerza mezcla de rabia y burla pueril. Hizo el ademán de tumbarle el sombrero al viejo, y gritando algo como "alcánzame si puedes", echó a correr a través del Circo blanco y espacioso. Ya no era posible ocultarse.
Volvió la vista, y vio la silueta negra del viejo, que le perseguía con largas zancadas como si tratara de jugar carreras. No obstante esto, la cara se mantenía pálida, grave, profesional, como una cara de conferenciante injerta en un cuerpo de Arlequín.
Esta ridícula cacería duró a través del Circo de Ludgate, y continuó por la Colina de Ludgate, en torno a la Catedral de San Pablo, a lo largo de Cheapside; y Syme, entretanto, creía recordar todas las pesadillas que había tenido en su vida.
Al fin salió hacia el muelle, y se detuvo junto a los Docks. Cerca veíanse los cristales amarillos de un café iluminado; Syme entró y pidió un vaso de cerveza. El sitio resultó ser una confusa taberna, atestada de marineros extranjeros, donde bien podía haber fumadero de opio y ocasión de desnudar las navajas.
Un instante después, el Profesor de Worms entraba también, se sentaba cuidadosamente y pedía un vasito de leche.
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