jueves

BARROCO, HERMENÉUTICA Y MODERNIDAD II - LUIS IGNACIO IRIARTE

OCTAVA ENTREGA

INTRODUCCIÓN (6)

Cambios en la teoría de la corrupción (2)

Castro, que incluye en su antología las Soledades y el Polifemo, toma como esquema de lectura esta segmentación de Lope de Vega. Así, concluye sus apun­tes biográficos con la siguiente apreciación: «Góngora, si en todas sus obras se hubiera dejado llevar más del ingenio que del estudio, sería reputado como el más perfecto modelo de los poetas españoles» (34). Con esta opinión, retoma a Lope, pero inserta sus juicios en los parámetros del siglo XIX. Para Castro, como para Durán, Góngora es el responsable de la decadencia de la poesía del siglo XVII. Pero ahora su pecado no se encuentra en haberse abandonado a la inspi­ración, sino justamente en lo contrario. La teoría de la corrupción, que para los neoclásicos se encontraba en la inclinación de los poetas hacia la fantasía, ahora se comprende de manera inversa. En tanto se dejó llevar por el estudio, Góngora perdió de vista la expresión sincera del alma en un mar de formalidades.

Para Castro, esto lo acerca a la locura. En la introducción biográfica sobre el poeta, el crítico recuerda que Jusepe Martínez comparaba a Quevedo con el Bos­co y a Lope con Lucas Jordán. De igual modo, «Góngora, que lloró en tenebrosos versos la muerte del pintor Dominico Greco, merece el nombre del Greco de la poesía» (36) (4). En Voyage a Spagne (1845), Theophile Gautier dio una imagen cercana a la que Castro propuso sobre el pintor y el poeta. En Toledo, Gautier visitó la iglesia del hospital del Cardenal, donde se encontraban dos cuadros del Greco. Gautier confiesa haberse quedado asombrado y presenta a partir de ellos una breve semblanza. Según sostiene, Domenico Theotocupuli, que fuera de Es­paña era apenas conocido, desde el principio había vivido horrorizado de que lo identificaran como un simple imitador del Tiziano. Esta preocupación lo llevó a los extremos y los caprichos más barrocos («cette préoccupation le jeta dans les recherches et les caprices les plus baroques» (1856: 171)). Con estas ideas, Gau­tier describe los dos cuadros de la iglesia del Cardenal. El primero representa una Sagrada Familia y, aunque tiene características singulares, a primera vista se lo to­maría por un Tiziano. El trabajo que le llevó, y este resultado, le sirven a Gautier para especular sobre su salud mental: «le peu de raison qui restait au Greco dut chartier tout à fait dans le sombre océan de la folie, après avoir achevé ce chef-d’oeuvre» (171). El otro cuadro, cuyo tema es el bautismo de Cristo, pertenece a la segunda manera, que, según Gautier, el Greco produjo desde la locura:

L’autre tableau, dont le sujet est le Baptême du Christ, appartient tout à fait à la seconde manière du Greco: il y a des abus de blanc et de noir, des oppositions violentes, des teintes singulières, des attitudes strapassées, des draperies cassées et chiffonnées à plaisir ; mais dans tout cela règment une énergie dépravée, une puissance maladive, qui trahissent le gran peintre et le fou de génie (172).

La comparación de Castro entre Góngora y el Greco apunta a una misma di­rección. Si Luzán había identificado el siglo XVII con el desarreglo o la confusión, el rescate de la poesía dramática y el romancero terminó de correr esa caracteri­zación a Góngora y a los poetas de la «secta culterana». Pero en este corrimiento la idea de locura también se transformó. En Luzán se trata de una fantasía desca­rriada de las reglas y las formas que podía proporcionarle la razón. En Gautier y Castro, esta concepción da un giro notable. En el Greco y Góngora, los desvíos de la segunda manera fueron causados por una búsqueda de originalidad respecto de los hallazgos del pasado. Esto, que los acerca a la locura, los llevó a poner el énfasis en aquellos aspectos que destacaran la forma, convirtiéndola en el tema central. En el Greco, el abuso del blanco y del negro, los contrastes violentos y los tintes raros; en Góngora, los excesos retóricos y la musicalidad.

En la Historia de las ideas estéticas en España (1885-1889), Marcelino Me­néndez Pelayo ratificó este tipo de lectura. En el espacio que dedica a la literatura del siglo XVII acepta la idea de Luzán de que ésta se había movido con libertad. Pero Menéndez Pelayo entiende que esa libertad era sumamente estimable, por­que revelaba que los escritores del pasado no sólo se habían orientado de acuerdo con los modelos clásicos, sino que habían buscado vincular esos preceptos con las condiciones nacionales. Así, la literatura española se caracterizó por adecuar­se al principio de la imitación, pero no tuvo demasiados remilgos en abandonar, en el teatro, las unidades de tiempo, lugar y acción. Con esto, la Historia de las ideas estéticas celebró la creación de una poética nacional.

Menéndez Pelayo retomó el esquema modificado de la teoría de la corrupción que habían elaborado Durán y Castro. Según sostiene en la Historia de las ideas estéticas, la verdadera literatura nacional se encuentra en aquellas obras en las que su autor logró articular la erudición y la genialidad estética con los gustos y los intereses populares. El Renacimiento fue, en este sentido, un período floreciente. Cultos y a la vez populares fueron Ariosto, Shakespeare y Cervantes. Pero después de estos grandes escritores los criterios se bifurcaron. De un lado floreció el teatro del período, iniciado de manera genial por Lope de Vega, que transformó la poesía épica popular en poesía dramática, y a partir de entonces fue configurando un tea­tro verdaderamente nacional; del otro lado emergió una literatura cortesana, con­vencional, afectada, formal, que «voluntariamente se aisló del arte popular, cegó las vivas fuentes de la poesía indígena de cada pueblo, formó en las Academias y en los palacios de reyes y magnates una aristocracia intelectual» (1940: 328). Para Menéndez Pelayo, esta desviación responde a una actitud generalizada en Europa, que lanzó sobre ella una «plaga peor que la langosta, la plaga de las églogas, de los madrigales, de los sonetos, de las canciones metafísicas al modo toscano, de las novelas pastoriles, de las farsas alegóricas», una plaga que, «fuera de la elegancia de la forma, conseguía reunir los peores defectos de dos decadencias literarias, la decadencia alejandrina y la decadencia tolosana, la falsa antigüedad y la falsa Edad Media» (328-329). Menéndez Pelayo ya no ve a Góngora como alguien que había bordeado la locura, sino que, de manera más directa y concreta, su error se encuentra en el artificio extremo y la falta absoluta de ideas: «Góngora, pobre de ideas y riquísimo de imágenes, busca el triunfo en los elementos más exteriores de la forma poética, y comenzando por vestirla de insuperable lozanía, e inundarla de luz, acaba por recargarla de follaje y por abrumarla de tinieblas» (326). Para Menéndez Pelayo, su opuesto simétrico es Quevedo: «no hace versos por el solo placer de halagar la vista con la suave mezcla de lo blanco y de lo rojo: acostumbra­do a jugar con las ideas, las convierte en dócil instrumento suyo, y se pierde por lo profundo como otros por lo brillante» (326). En lugar de la locura de las ideas estéticas ve en Góngora y Quevedo dos expresiones de la decadencia literaria y cultural. Pero, al igual que Castro, comprende esta cuestión a partir de la visión invertida de la teoría de la corrupción. Góngora y Quevedo son dos deca­dentes, porque en lugar de abandonarse a la inspiración y a los gustos del público, se perdieron en el estudio y la formalidad o la excesiva acentuación de las ideas.

Esta constelación (genio nacional de Lope y locura o decadencia de Gón­gora) será central para la época del modernismo. Como veremos en el siguiente apartado, la clave de la recuperación de Góngora se encuentra en la reivindica­ción de la decadencia y la locura como los dos ejes para comprender la creación.


Notas

4) El rescate del Greco coincidió, aproxima­damente, con la definitiva rehabilitación de Góngora. Según Mainer, hasta el fin de siglo su olvido había sido casi absoluto. El primer rescate es de esa época: en 1894, «el pintor catalán Santiago Rusiñol consagró su segun­da Festa Modernista a la reivindicación de El Greco»; pero tenemos que llegar a 1902 para que el Museo del Prado le dedique la prime­ra exposición retrospectiva, y a 1921 para que el mismo museo abriera una sala permanente para el pintor (Mainer 2010: 55).

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