domingo

EL TECHO DE INCIENSO - HORACIO QUIROGA


un cuento de Horacio Quiroga que inspiró la creación de la película uruguaya

EL TECHO Y EL DEBER

SEGUNDA ENTREGA

Fue por fin a la oficina oscura, donde el inspector observaba atentamente la mesa en desorden, las dos únicas sillas, el piso de tierra, y alguna media en los tirantes del techo, llevada allá por las ratas.

El hombre no ignoraba quién era Orgaz, y durante un rato ambos charlaron de cosas bien ajenas a la oficina. Pero cuando el inspector del Registro Civil entró fríamente en funciones, la cosa fue muy distinta.

En aquel tiempo los libros de actas permanecían en las oficinas locales, donde eran inspeccionados cada año. Así por lo menos debía hacerse. Pero en la práctica transcurrían años sin que la inspección se efectuara, y hasta cuatro años, como en el caso de Orgaz. De modo que el inspector cayó sobre veinticuatro libros del Registro Civil, doce de los cuales tenían sus actas sin firmas, y los otros doce estaban totalmente en blanco.

El inspector hojeaba despacio libro tras libro, sin levantar los ojos. Orgaz, sentado en la esquina de la mesa, tampoco decía nada. El visitante no perdonaba ni una sola página; una por una, iba pasando lentamente las hojas en blanco. Y no había en la pieza otra manifestación de vida -aunque sobrecargada de intención- que el implacable crujido de papel de hilo al voltear, y el vaivén infatigable de la bota de Orgaz.

-Bien -dijo por fin el inspector-. ¿Y las actas correspondientes a estos doce libros en blanco?

Volviéndose a medias, Orgaz cogió una lata de galletitas y la volcó sin decir palabra sobre la mesa, que desbordó de papelitos de todo aspecto y clase, especialmente de estraza, que conservaban huellas de los herbarios de Orgaz. Los papelitos aquellos, escritos con lápices grasos de marcar madera en el monte -amarillos, azules y rojos-, hacían un bonito efecto, que el funcionario inspector consideró un largo momento. Y después consideró otro momento a Orgaz.

-Muy bien -exclamó-. Es la primera vez que veo libros como éstos. Dos años enteros de actas sin firmar. Y el resto en la lata de galletitas. Bien, señor. Nada más me queda por hacer aquí.

Pero ante el aspecto de duro trabajo y las manos lastimadas de Orgaz, reaccionó un tanto.

-¡Magnífico, usted! -le dijo-. No se ha tomado siquiera el trabajo de cambiar cada año la edad de sus dos únicos testigos. Siempre tienen veinticuatro años el uno, y treinta y seis el otro. Y este carnaval de papelitos… Usted es un funcionario del Estado. El estado le paga para que desempeñe sus funciones. ¿Es cierto?

-Es cierto -repuso Orgaz.

-Bien. Por la centésima parte de esto, usted merecía no quedar un día más en la oficina. Pero no quiero proceder. Le doy tres días de tiempo -agregó mirando el reloj-. De aquí a tres días estoy en Posadas y duermo a bordo a las once. Le doy tiempo hasta las diez de la noche del sábado para que me lleve los libros en forma. En caso contrario, procedo. ¿Entendido?

-Perfectamente -comentó Orgaz.

Y acompañó hasta el portón a su visitante, que lo saludó desabridamente al partir al galope.

Orgaz ascendió sin prisa el pedregullo volcánico que rodaba bajo sus pies. Negra, más negra que las placas de bleck de su techo caldeado, era la tarea que lo esperaba. Calculó mentalmente, a tantos minutos por acta, el tiempo de que disponía para salvar su puesto, y con él la libertad de seguir sus problemas hidrófugos. No tenía Orgaz otros recursos que los que el Estado le suministraba por llevar al día sus libros en el Registro Civil. Debía, pues, conquistar la buena voluntad del Estado, que acababa de suspender de un finísimo hilo su empleo.

En consecuencia, Orgaz concluyó de desterrar de sus manos con tabatinga todo rastro de alquitrán, y se sentó a la mesa a llenar doce grandes libros del Registro Civil. Solo, jamás hubiera llevado a cabo su tarea en el tiempo emplazado. Pero su muchacho lo ayudó, dictándole.

Era éste un chico polaco, de doce años, pelirrojo y todo él anaranjado de pecas. Tenía las pestañas tan rubias que ni de perfil se notaban, y llevaba siempre la gorra sobre los ojos, porque la luz le dañaba la vista. Prestaba sus servicios a Orgaz y le cocinaba siempre un mismo plato que su patrón y él comían juntos bajo el mandarino.

Pero en esos tres días, el horno de ensayo de Orgaz, y que el polaquito usaba de cocina, no funcionó. La madre del muchacho quedó encargada de traer todas las mañanas a la meseta mandioca asada.

Frente a frente en la oficina oscura y caldeada como una barbacúa Orgaz y su secretario trabajaron sin moverse, el jefe desnudo desde la cintura arriba, y su ayudante con la gorra sobre la nariz, aun allá adentro. Durante tres días no se oyó sino la voz cantante de escuelero del polaquito, y el bajo con que Orgaz afirmaba las últimas palabras. De vez en cuando comían galleta o mandioca, sin interrumpir su tarea. Así hasta la caída de la tarde. Y cuando por fin Orgaz se arrastraba costeando los bambúes a bañarse, sus dos manos en la cintura o levantadas en alto hablaban muy claro de su fatiga.

El viento norte soplaba esos días sin tregua; inmediato al techo de la oficina, el aire ondulaba de calor. Era, sin embargo, aquella pieza de tierra el único rincón sombrío de la meseta; y desde adentro los escribientes veían por bajo el mandarino reverberar un cuadrilátero de arena que vibraba al blanco, y parecía zumbar con la siesta entera.

Tras el baño de Orgaz, la tarea recomenzaba de noche. Llevaban la mesa afuera, bajo la atmósfera quieta y sofocante. Entre las palmeras de la meseta, tan rígidas y negras que alcanzaban a recortarse contra las tinieblas, los escribientes proseguían llenando las hojas del registro Civil a la luz del farol de viento, entre un nimbo de mariposillas de raso policromo, que caían en enjambres al pie del farol e irradiaban en tropel sobre las hojas en blanco. Con lo cual la tarea se volvía más pesada, pues si dichas mariposillas vestidas de baile son lo más bello que ofrece Misiones en una noche de asfixia, nada hay también más tenaz que el avance de esas damitas de seda contra la pluma de un hombre que ya no puede sostenerla ni soltarla.

Orgaz durmió cuatro horas en los últimos dos días, y la última noche no durmió, solo en la meseta con sus palmeras, su farol de viento y sus mariposas. El cielo estaba tan cargado y bajo que Orgaz lo sentía comenzar desde su misma frente. A altas horas, sin embargo, creyó oír a través del silencio un rumor profundo y lejano, el tronar de la lluvia sobre el monte. Esa tarde, en efecto, había visto muy oscuro el horizonte del sudeste.

-Con tal que el Yabebirí no haga de las suyas… -se dijo, mirando a través de las tinieblas.

El alba apuntó por fin, salió el sol, y Orgaz volvió a la oficina con su farol de viento que olvidó prendido en un rincón e iluminaba el piso. Continuaba escribiendo, solo. Y cuando a las diez el polaquito despertó por fin de su fatiga, tuvo aún tiempo de ayudar a su patrón, que a las dos de la tarde, con la cara grasienta y de color tierra, tiró la pluma y se echó literalmente sobre los brazos en cuya posición quedó largo rato tan inmóvil que no se le veía respirar.

Había concluido. Después de sesenta y tres horas, una tras otra, ante el cuadrilátero de arena caldeada al blanco o en la mesa lóbrega, sus veinticuatro libros del registro Civil quedaban en forma. Peor había perdido la lancha a Posadas que salía a la una y no le quedaba otro recurso que ir hasta allá a caballo.

Orgaz observó el tiempo mientras ensillaba su animal. El cielo estaba blanco, y el sol, aunque velado por los vapores, quemaba como fuego. Desde las sierras escalonadas del Paraguay, desde la cuenca fluvial del sudeste, llegaba una impresión de humedad, de selva mojada y caliente. Pero mientras en todos los confines del horizonte los golpes de agua lívida rayaban el cielo, San Ignacio continuaba calcinándose ahogado.

Bajo tal tiempo, pues, Orgaz trotó y galopó cuanto pudo en dirección a Posadas. Descendió la loma del cementerio nuevo y entró en el valle de Yabebirí, ante cuyo río tuvo la primera sorpresa mientras esperaba la balsa: una fimbria de palitos burbujeantes se adhería a la playa.

-Creciendo -dijo al viajero el hombre de la balsa-. Llovió grande este día y anoche por las nacientes…

-¿Y más abajo? -preguntó Orgaz.

-Llovió grande también…

Orgaz no se había equivocado, pues, al oír la noche anterior el tronido de la lluvia sobre el bosque lejano. Intranquilo ahora por el paso del Garupáb, cuyas crecidas súbitas sólo pueden compararse con las del Yabebirí, Orgaz ascendió al galope las faldas de Loreto, destrozando en sus pedregales de basalto los cascos de su caballo. Desde la altiplanicie que tenía ante su vista un inmenso país, vio todo el sector de cielo, desde el este hasta el sur, hinchado de agua azul, y el bosque, ahogado de lluvia, diluido tras la blanca humareda de los vapores. No había ya sol, y una imperceptible brisa se infiltraba por momentos en la calma asfixiante. Se sentía el contacto del agua, el diluvio subsiguiente a las grandes sequías. Y Orgaz pasó al galope por Santa Ana, y llegó a Candelarias.

Tuvo allí la segunda sorpresa, si bien prevista: el Garupá bajaba cargado con cuatro días de temporal y no daba paso. Ni vado ni balsa; sólo basura fermentada ondulando entre las pajas, y en el canal, palos y agua estirada a toda velocidad.

¿Qué hacer? Eran las cinco de la tarde. Otras cinco horas más, y el inspector subía a dormir a bordo. No quedaba a Orgaz otro recurso que alcanzar el Paraná y meter los pies en la primera guabiroba que gallara embicada en la playa.

Fue lo que hizo; y cuando la tarde comenzaba a oscurecer bajo la mayor amenaza de tempestad que haya ofrecido cielo alguno, Orgaz descendía del Paraná en una canoa tronchada en su tercio, rematada con una lata, y por cuyos agujeros el agua entraba en bigotes.

Durante un rato el dueño de la canoa paleó perezosamente por el medio del río; pero como llevaba caña adquirida con el anticipo de Orgaz, pronto prefirió filosofar a medias palabras con una y otra costa. Por lo cual Orgaz se apoderó de la pala, a tiempo que un brusco golpe de viento fresco, casi invernal, erizaba como un rallador todo el río. La lluvia llegaba, no se veía ya la costa argentina. Y con las primeras gotas macizas Orgaz pensó en sus libros, apenas resguardados por la tela de la maleta. Quitose el saco y la camisa, cubrió con ellos sus libros y empuñó el remo de proa. El indio trabajaba también, inquieto ante la tormenta. Y bajo el diluvio que cribaba el agua, los dos individuos sostuvieron la canoa en el canal, remando vigorosamente, con el horizonte a veinte metros y encerrados en un círculo blanco.

El viaje por el canal favorecía la marcha, y Orgaz se mantuvo en él cuanto pudo. Pero el viento arreciaba; y el Paraná, que entre Candelaria y Posadas se ensancha como un mar, se encrespaba en grandes olas locas. Orgaz se había sentado sobre los libros para salvarlos del agua que rompía contra la lata e inundaba la canoa. No pudo, sin embargo, sostenerse más, y a trueque de llegar a Posadas, enfiló hacia la costa. Y si la canoa cargada de agua y cogida de costado por las olas no se hundió en el trayecto, se debe a que a veces pasan estas inexplicables cosas.

La lluvia proseguía cerradísima. Los dos hombres salieron de la canoa chorreando agua y como enflaquecidos, y al trepar la barranca vieron una lívida sombra a larga distancia. El ceño de Orgaz se distendió, y con el corazón  puesto en sus libros que salvaba casi milagrosamente, corrió a guarecerse allá.

Se hallaba en un viejo galpón de secar ladrillos. Orgaz se sentó en una piedra entre la ceniza, mientras a la entrada misma, en cuclillas y con la cara entre las manos, el indio de la canoa esperaba tranquilo el final de la lluvia que tronaba sobre el techo de zinc, y parecía precipitar cada vez más su ritmo hasta un rugido de vértigo.

Orgaz miraba también afuera. ¡Qué interminable día! Tenía la sensación de que hacía un mes que había salido de San Ignacio. El Yabebirí creciendo… la mandioca asada… la noche que pasó solo escribiendo… el cuadrilátero blanco durante doce horas…

Lejos, lejano le parecía todo eso. Estaba empapado y le dolía atrozmente la cintura; pero esto no era nada en comparación del sueño. ¡Si pudiera dormir, dormir un instante siquiera! Ni aun esto, aunque hubiera podido hacerlo, porque la ceniza saltaba de piques. Orgaz volcó el agua de las botas y se calzó de nuevo, yendo a observar el tiempo.

Bruscamente la lluvia había cesado. El crepúsculo calmo se ahogaba de humedad y Orgaz no podía engañarse frente a aquella efímera tregua que al avanzar la noche se resolvería en nuevo diluvio. Decidió aprovecharla, y emprendió la marcha a pie.

En seis o siete kilómetros calculaba la distancia a Posadas. En tiempo normal, aquello hubiera sido un juego; pero en la arcilla empapada las botas de un hombre exhausto resbalan sin avanzar, y aquellos siete kilómetros los cumplió Orgaz teniendo de la cintura abajo las tinieblas más densas, y más arriba, el resplandor de los focos eléctricos de Posadas.

Sufrimiento, tormento de falta de sueño zumbándole dentro de la cabeza, que parece abrirse por varios lados; cansancio extremo y demás, sobrábanle a Orgaz. Pero lo que lo dominaba era el contento de sí mismo. Cerníase por encima de todo la satisfacción de haberse rehabilitado, así fuera ante un inspector de justicia. Orgaz no había nacido para ser funcionario público, ni lo era casi, según hemos visto. Pero sentía en el corazón el dulce calor que conforta a un hombre cuando ha trabajado duramente por cumplir un simple deber, y prosiguió avanzando cuadra tras cuadra, hasta ver la luz de los arcos, pero ya no reflejada en el cielo, sino entre los mismo carbones, que lo enceguecían.

El reloj del hotel daba diez campanadas cuando el Inspector de justicia, que cerraba su valija, vio entrar a un hombre lívido, embarrado hasta la cabeza y con las señales más acabadas de caer, si dejaba de adherirse al marco de la puerta.

Durante un rato el inspector quedó mudo mirando al individuo. Pero cuando éste logró avanzar y puso los libros sobre la mesa, reconoció entonces a Orgaz, aunque sin explicarse poco ni mucho su presencia en tal estado y a tal hora.

-¿Y esto? -preguntó, indicando los libros.

-Como usted me los pidió -dijo Orgaz-. Están en forma.

El inspector miró a Orgaz, consideró un momento su aspecto, y recordando entonces el incidente en la oficina de aquél, se echó a reír muy cordialmente, mientras le palmeaba el hombro:

-¡Pero si yo le dije que me los trajera por decirle algo, nada más! ¡Había sido zonzo, amigo! ¡Para qué se tomó todo ese trabajo!

Un mediodía de fuego estábamos con Orgaz sobre el techo de su casa; y mientras aquél introducía entre las tablillas de incienso pesados rollos de arpillera y bleck, me contó esta historia.

No hizo comentario alguno al concluirla. Con los nuevos años transcurridos desde entonces, yo ignoro qué había en aquel momento en las páginas de su Registro Civil, y en su lata de galletitas. Pero en pos de la satisfacción ofrecida aquella noche a Orgaz, no hubiera yo querido ser para nada el inspector de esos libros.

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