miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREEN



OCTAVA ENTREGA

PRIMERA PARTE

III

El río (3)

Caminaba despacio; la felicidad se le iba más de prisa que a un hombre desgraciado; éste está preparado siempre. Como ella iba delante con sus trenzas escasas decoloradas por el sol, se le ocurrió por vez primera al padre que estaba en la edad en que las mejicanas son aptas para el primer novio. ¿Qué iba a ocurrir? Se acobardaba ante problemas que nunca osó afrontar. Al pasar junto a la ventana de su dormitorio vislumbró una forma flaca, encogida y huesuda, solitaria bajo el mosquitero. Recordó con nostalgia, compadeciéndose de sí mismo, la felicidad del río, la ejecución de su tarea viril olvidado de los demás. Se sintió impotente ante la crueldad infantil de su hija. Ahogó un gemido y dijo:

-No es asunto nuestro el mezclarnos en su política.

-Esto no es política -replicó con suavidad-. No entiendo de política. Mamá y yo estamos estudiando el “Proyecto de Reforma”.

Se sacó una llave del bolsillo y abrió el hórreo grande donde almacenaban los plátanos antes de mandarlos por el río hacia el puerto. Resultaba muy oscuro después del cegador sol de fuera: algo rebullía en un rincón. Fellows alzó una linterna eléctrica y alumbró a alguien vestido con un traje oscuro destrozado, un hombre pequeño que parpadeaba y necesitaba un afeitado.

-¿Qué es usted? -le preguntó.

-Hablo inglés.

Apretaba contra su costado una pequeña caja atada, como si aguardase coger un tren que no podía perder de ningún modo.

-No tiene usted nada que hacer aquí.

-No -reconoció el hombre-. No.

-No tenemos nada que ver con todo eso -continuó el capitán Fellows-. Somos extranjeros.

-Desde luego -admitió el hombre-. Me iré.

Estaba de pie con la cabeza un poco inclinada como un soldado escuchando la decisión de un oficial. El capitán Fellows se aplacó un poco. Dijo:

-Haría mejor en esperar que oscureciera. No hace falta que lo cojan.

-No.

-¿Tiene hambre?

-Un poco. No importa. -Y añadió con humildad un tanto repulsiva-: Si quisiera usted hacerme un favor...

-¿Cuál?

-Un poco de aguardiente.

-Ya he faltado bastante a la ley por usted -replicó Fellows.

Salió del hórreo a grandes pasos, sintiendo doblemente su tamaño, abandonando la figurilla inclinada en la oscuridad entre los plátanos. Coral cerró la puerta y le siguió.

-¡Qué religión! -abominaba él-. ¡Mendigando aguardiente! ¡Sinvergüenza!

-Pero tú lo bebes a veces.

-Querida -arguyó él-, cuando seas mayor comprenderás la diferencia entre beber un poco de aguardiente después de comer y... bueno, y necesitarlo.

-¿Le puedo traer un poco de cerveza?

-Tú no le traerás nada.

-No hay que fiarse de los criados.

Fellows sentíase impotente y furioso; dijo:

-Ya ves en qué atolladero nos has metido.

Entró en la casa dando tropezones y se metió en el dormitorio, vagando inquieto entre las hormas. La señora Fellows dormía tranquila soñando en casamientos. De pronto pronunció en voz alta:

-¡Mi tren! ¡Cuidado con mi tren!

-¿Qué pasa? -inquirió él, malhumorado-. ¿Qué pasa?

La oscuridad cayó como una cortina; hacía un momento el sol estaba allí, un momento después se había puesto. La señora Fellows despertó a una noche nueva.

-¿Decías algo, querido?

-Eras tú quien hablaba -dijo él-. Algo acerca de un tren.

-Debía estar soñando.

-Pasará mucho tiempo antes que haya trenes aquí -repuso él, con satisfacción fúnebre.

Sentóse en la cama rehuyendo la ventana: lo que está fuera de la vida, está fuera del recuerdo. Los grillos empezaban a chirriar y más allá de la tela metálica las luciérnagas se movían semejando lámparas diminutas. Puso su pesada mano, requiriendo ser tranquilizada, sobre el cuerpo entre las sábanas y se expresó así:

-No es tan mala esta vida, Trixy. ¿No es así? No es mala vida.

Pero notó que ella se envaraba: el vocablo “vida” era tabú, recordaba la muerte. Trixy apartó de él la cara volviéndose hacia la pared y luego, desesperanzada, deshizo el giro: la frase “volverse de cara a la pared” también era tabú. Yacía presa de pánico mientras los límites de su temor se ampliaban más y más hasta incluir todas las afinidades y el mundo completo de las cosas inanimadas: era como una enfermedad infecciosa. No podía uno mirar a nada por mucho tiempo sin darse cuenta de que aquello también llevaba en sí el germen...; incluso la palabra sábana. En seguida la apartó de sí y se lamentó:

-¡Qué calor, qué calor!

El habitualmente feliz y la siempre desdichada, observaban desde la cama cerrarse la noche con recelo. Eran compañeros, aislados del resto del mundo: nada tenía sentido fuera de sus propios corazones; iban como chiquillos en un coche, a través de inmensos espacios, desconocedores de su destino. Él empezó a tararear con animación desesperada una canción de los años de guerra: no quería oír las pisadas que atravesaban el patio inmediato y se dirigían hacia el hórreo grande.

Coral puso en el suelo la pata de pollo y las tortillas y abrió la puerta. Traía una botella de Cerveza Moctezuma debajo del brazo. En la oscuridad se produjo el mismo rebullir de antes: el ruido de un hombre que se asusta.

-Soy yo -dijo ella para tranquilizarlo, pero no encendió la lámpara. Continuó-: Aquí hay  una botella de cerveza y algún alimento. La policía ha salido de la aldea hacia el Sur. Sería mejor que fuera usted hacia el Norte.

Él no pronunció ninguna palabra.

Coral preguntó con fría curiosidad de chiquillo:

-¿Qué harían con usted si le encontraran?

-Fusilarme.

-Debe estar usted muy asustado -comentó ella con interés.

El hombre sondeó el camino a través del hórreo hacia la puerta y la luz pálida de las estrellas, y confesó:

-Estoy asustado -y tropezó con un racimo de plátanos.

-¿No puede usted huir del país?

-Lo intenté. Hace un mes. Ya salía el barco y entonces... me mandaron llamar.

-¿Alguien que necesitaba de usted?

-Ni siquiera me necesitaba -contestó él con amargura. Coral pudo verle la cara en aquel instante, ahora que el mundo giraba bajo las estrellas: era lo que su padre llamaría una cara indigna de confianza.

Dijo él:

-Ya ve usted lo indigno que soy al hablar así.

-¿Indigno de qué?

Él apretó fuertemente su cajita y preguntó:

-¿Podría usted decirme en qué mes estamos? ¿Todavía en febrero?

-No. Estamos a siete de marzo.

-No encuentro a menudo gente que lo sepa. Ello significa otro mes, seis semanas, antes de las lluvias. Cuando lleguen las lluvias casi estaré salvado. La policía, comprende usted, no podrá andar por ahí.

-¿Las lluvias le favorecen a usted? -inquirió ella. Tenía un deseo agudo de aprender. El “Proyecto de Reforma”, la “colina de Senlac” y un poco de francés permanecían en su cerebro como un tesoro descubierto. Exigía contestaciones a todas sus preguntas y las absorbía con avidez.

-¡Oh, no, no! Las lluvias representan otros seis meses viviendo como ahora. -Desgarró el muslo de pollo. Coral podía oler su aliento: era desagradable, como de cosa recalentada con exceso-. Sería mejor que me cogieran.

-Pero eso depende de usted. No tiene más que entregarse -observó ella con lógica.

Él tenía respuestas tan claras y evidentes como las preguntas de ella.

-Existe el dolor. No es posible escoger un dolor como ése. Además, mi deber es procurar que no me cojan. Ya ve usted, mi obispo no está aquí. -Una extraña pedantería le incitaba a hablar-. Ésta es mi parroquia.

Encontró una tortilla y empezó a comerla vorazmente.

La niña manifestó con solemnidad:

-Es un problema.

Oía el gorgoteo de él bebiendo en la botella.

-Procuro recordar lo feliz que yo era en otro tiempo. -Una luciérnaga le iluminó la cara como una lámpara y después se apagó: una cara de vagabundo. ¿Qué podría haberle hecho feliz? Añadió-: En Ciudad de Méjico ahora están dando la bendición. El obispo está allí... ¿Imagina usted que él siquiera piensa...? Ni tan sólo saben que yo esté vivo.

Coral repuso:

-Por supuesto, podría usted renunciar.

-No comprendo.

-Renunciar a su fe -aclaró ella, empleando las palabras de su “Historia de Europa”.

Él contestó:

-No es posible. Ni hay manera. Soy sacerdote. No está en mi poder.

La niña escuchaba con intensidad. Se expresó así:

-Como un estigma de nacimiento. -Le oía chupar en la botella con desespero. Observó-: Creo que podría encontrar el aguardiente de mi padre.

-Oh, no; no debe usted robar. -Agotó la cerveza. Se oyó un largo chiflido en las tinieblas: no debía quedar ni una gota. Exclamó–: He de irme. En seguida.

-Siempre puede volver.

-A su padre no le agradaría.

-No necesita saberlo -contestó ella-. Yo puedo cuidar de usted. Mi cuarto cae precisamente delante de esta puerta. No tiene usted más que llamar a mi ventana. Quizá -continuó con seriedad- sería mejor tener una clave. Ya ve usted, podría llamar algún otro.

Él exclamó con voz horrorizada:

-¿Un hombre...?

-Sí. Una nunca sabe. Otro fugitivo de la justicia.

-Seguramente no será muy probable -observó él con aturdimiento.

-Esas cosas ocurren -contestó ella con ligereza.

-¿Antes de hoy?

-No, pero es posible que ocurran otra vez. Necesito estar preparada. Tiene usted que llamar tres veces. Dos golpes largos y uno corto.

Él se mofó como un niño:

-¿Cómo da usted un golpe largo?

-Así.

-Oh, ¿usted quiere decir fuerte?

-Yo los llamo golpes largos según el Morse.

Él carecía de la suficiente imaginación. Para cambiar de conversación, dijo:

-Es usted muy buena. ¿Rezará por mí?

-¡Oh!, yo no creo en eso -declaró ella.

-¿En la oración, no?

-Ya ve usted, no creo en Dios. Perdí la fe cuando tenía diez años.

-¡Pero, niña! -exclamó él-. Entonces yo rezaré por usted.

-Puedo hacerlo -condescendió ella- si quiere. Si vuelve usted le enseñaré el alfabeto Morse. Le sería de utilidad.

-¿Cómo?

-Si se escondiera usted en las plantaciones yo le podría enviar noticias de los movimientos del enemigo mediante destellos con mi espejo.

Él escuchaba con seriedad.

-Pero, ¿no le verían a usted?

-¡Oh! Inventaría una explicación -contestó.

Ella avanzaba con lógica, cada paso a su tiempo, eliminando todas las objeciones.

-¡Adiós, hija mía! –se despidió él.

Se demoraba junto a la puerta.

-Acaso... Ya que a usted no le importan las oraciones, acaso le gustaría... Yo sé un buen juego de manos.

-Me gustan los juegos de manos.

-Se hace con naipes. ¿Tiene usted una baraja?

-No.

Él suspiró.

-Entonces, no hay nada que hacer -y disimuló su confusión. Coral olía la cerveza en su aliento-. No podré hacer más que rogar por usted.

-No parece usted asustado -observó ella.

-Un poco de bebida hace maravillas en un hombre cobarde. Con algo de aguardiente, ¡vamos!, desafiaría... al diablo.

Tropezó en el portal.

-¡Adiós! -murmuró ella-. Deseo que pueda escapar. -Un débil suspiro salió de la oscuridad y ella añadió con dulzura-: Si le matan a usted no les perdonaré... jamás.


Estaba dispuesta a aceptar cualquier responsabilidad, la de la venganza inclusive, sin reservas mentales. Ello estaba en su naturaleza.

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