sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON



DECIMOSEXTA ENTREGA

CAPÍTULO SEXTO (2)
EL ESPÍA DESCUBIERTO (2)

En segundo lugar, nunca se le ocurrió otra cosa: el ser ganado por el enemigo. Muchos hombres de ahora, habituados a admirar con toda su miseria la inteligencia y la fuerza, habrían vacilado en su lealtad, bajo el imperio de una personalidad tan poderosa. Habrían declarado que Domingo era el superhombre. Si tal criatura es concebible, nadie se le parecía más que el Domingo, en aquella su abstracción de terremoto, en aquel vago aire de estatua que se echa a andar. Merecía, en efecto, un nombre sobrehumano: los planos de su cuerpo eran vastos, demasiado obvios para ser perceptibles, y aquellas amplias facciones, demasiado francas para ser comprendidas. Pero Syme, ni en aquel extremo de abatimiento podía caer en esta debilidad moderna. Como cualquiera, podía tener miedo ante la fuerza, pero no tanto que la admirara.

Los anarquistas hablaban y comían. Y hasta en esto eran singulares. El Dr. Bull y el Marqués probaban de tiempo en tiempo, y convencionalmente, los mejores bocados: faisán frío, pastel de Estrasburgo. Pero el secretario era vegetariano, y hablaba con mucho calor del proyectado asesinato, entre una tajada de tomate y tres cuartos de vaso de agua tibia. El viejo profesor tomaba las sopas que convenían a su estado de segunda infancia. Y también aquí el Presidente Domingo conservaba su curiosa superioridad cuantitativa, porque comía como veinte, de un modo increíble, con tremenda virginidad de apetito, de un modo que hacía pensar en las fábricas de salchichas. Y tras de haber engullido una docena de bollos o apurado un cuarto de galón de café, se le veía otra vez con la cabezota inclinada, observando a Syme...

-Me estoy preguntando -dijo el Marqués, despachando una rebanada de pan con mantequilla- si no me vendría mejor usar del cuchillo. Muchos buenos golpes se han dado con cuchillo. Y sería una nueva emoción el meterle un cuchillo a un presidente francés, y revolver después el hierro en la herida.

-Se equivoca usted -dijo el secretario frunciendo las cejas-. El cuchillo es el arma de la antigua disputa personal con el tirano personal. La dinamita se esparce, y sólo mata porque se ensancha; asimismo el pensamiento que sólo destruye porque se difunde y ensancha. ¡El cerebro de un hombre es una bomba! -exclamó entregándose a su pasión y pegándose con violencia en el cráneo-. ¡Yo siento que mi cerebro es una bomba, a toda hora del día y de la noche! ¡Quiere estallar, quiere estallar! ¡El cerebro del hombre necesita estallar, aun cuando destruya el universo!

-No quisiera yo que el universo estallara ahora mismo -observó el Marqués subrayando las palabras-. Yo necesito hacer algunas atrocidades antes de morir. Ayer, nada menos, estando en cama, se me ocurrió una... 

-No: el único fin de las cosas es la nada -dijo el Doctor Bull con su sonrisa de esfinge-. No vale la pena de hacer nada. El viejo profesor, a todo esto, contemplaba, absorto, el cielo raso. -Todos sabemos que, en el fondo, no vale la pena de hacer nada -dijo.

Y hubo un silencio singular, que el secretario cortó abruptamente.

-Nos alejamos de la cuestión. Se trata de saber cómo ha de dar el golpe el Miércoles. Supongo que todos estamos de acuerdo en el punto original de la bomba. En cuanto a lo demás, yo propongo que mañana por la mañana Miércoles se dirija a...

El discurso fue interrumpido por una sombra que envolvió a todos. Era el Presidente que acababa de levantarse y parecía cubrir el cielo.

-Antes de discutir eso -dijo con un tono de voz suave y tranquilo- pasemos a un cuarto reservado. Tengo que hacer una comunicación importante

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