21 de agosto de 1913
No ha quedado probablemente nada sin ser dicho, Felice, no tengas temor alguno a ese respecto, pero quizás tampoco has comprendido precisamente aquello que más importa que comprendas. Esto no es ningún reproche, no es ni la sombra de un reproche. Tú has hecho todo lo humanamente posible, pero te es imposible captar aquello de lo que careces. Nadie es capaz de semejante cosa. Es en mí únicamente en quien se dan todas estas inquietudes y angustias, vivas como culebras, solo yo las contemplo sin tregua, solo yo conozco sus circunstancias. Esas angustias e inquietudes tú no las conoces más que por mí, solo a través de mis cartas, y lo que de aquellas te llega a través de éstas no se relaciona con la realidad -en lo que se refiere al espanto, a la perseverancia, a la magnitud, a la invencibilidad-, del mismo modo que se relaciona con la realidad lo que yo escribo, y eso que en esto existe desde ya un insalvable desfase. Esto lo veo claramente al leer tu encantadora y confiada carta de ayer, para cuya redacción te has tenido que ver en la necesidad de olvidar por completo el recuerdo que guardas de mi estancia en Berlín. Lo que te aguarda no es la vida de esa feliz pareja a la que ves pasar por delante de tus ojos en Westerland, no es la animada charla a la que se entregan dos seres que marchan cogidos del brazo, es una vida claustral al lado de un hombre malhumorado, triste, taciturno, insatisfecho, enfermizo, el cual -cosa que te parecerá un desvarío- se halla encadenado por cadenas invisibles a una invisible literatura; un hombre que grita cuando alguien se le acerca porque, como él afirma, le toca las cadenas. Tu padre se demora en su respuesta, lo cual es lógico; ahora bien, el que se demore también en sus preguntas me parece demostrar que sus reservas son solamente de tipo general, lo cual haría que estas se vieran eliminadas más de lo que fuera menester -y de una manera completamente engañosa-, mientras que, por otro lado, pasa sin prestar su atención sobre los párrafos de mi carta susceptibles de delatarme. No puede consentirse tal cosa, me estuve diciendo a mí mismo a lo largo de toda la noche pasada, y escribí el borrador de una carta destinada a hacérselo comprender. No la he terminado, tampoco pienso enviársela, no fue sino un desahogo que ni siquiera ha sido capaz de aliviarme.
Franz
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