(para Lilliane Ibargoyen Jenot, Catherine y Philippe Dessommes)
Los ríos de Lyon transportan
sus médulas de espuma alteradas
por los primeros friajes de octubre.
Alguien un simple hombre cree contemplar
trazos de rostros
que hace cuarenta años se hundieron allí.
¿Son esbozadas siluetas de caras perdidas
que han cambiado
su apariencia de piel deteniéndose
debajo de una transparencia
que viaja y no deja de temblar?
Calles de ágil agua verde
naves que buscan puertos más lejanos
gorriones y palomas
que endurecen su pálido vuelo
el susurro blanco del café
figuras sin nombre
que el aire asienta o traslada.
Los ríos de Lyon serán otros caminos
hacia la repetida tarde de Conzieu
y sus revueltas hojas en derrota.
Vendrán otras aguas de oxígeno distinto
habrá menos polvo de piedra
en las montañas que siempre se mueven.
Han sido vistos el albor
y la fúlgida negrura de dos caballos
que ignoran la perfección de su quietud
entre la hierba herida.
Se percibe a un niño que viaja en medio
de voces de ahora
y memorias de lo no vivido.
La casona solariega levanta
sus intocados muros
sus ventanas que todo lo ven
sus vivaces escaleras
sus chimeneas de humo muerto.
El niño que regresa
tratará de encontrarse
con su niño otro: el que no creció con él
el que nunca estuvo ahí
ni pisó la alfombra de rayas de tigre
ni durmió en la cama de bronces eternos
ni capturó el resplandor de las truchas
todavía nadando en el arroyo
adonde navegan las mismas otras aguas
de los ríos de Lyon.
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