OCTAVA ENTREGA
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¿Qué es la Seguridad Social? (2)
Básicamente me enseñaron a preguntarle a las plantas si estaban listas para que las honraran por el propósito de su existencia. Pedía permiso al universo y luego exploraba con la palma de la mano. Algunas veces notaba calor y otras mis dedos parecían sentir un incontrolable tirón cuando se posaban sobre los vegetales maduros. Cuando aprendí a hacer esto noté que había dado un paso gigantesco para ser aceptada por los miembros de la tribu. Parecía indicar que yo era un poco menos mutante y que quizá, gradualmente, me estaba volviendo más auténtica.
Era importante que no usáramos nunca una planta en su totalidad; siempre se dejaba la raíz para que crecieran nuevos brotes. Los de la tribu tenían un extraordinario sentido de lo que ellos llamaban la canción o los sonidos no expresados de la tierra. Ellos perciben la información que les envía su entorno, realizan una tarea única de decodificación y luego actúan conscientemente, casi como si hubieran desarrollado un diminuto receptor celestial a través del cual llegaran los mensajes del universo.
Uno de los primeros días cruzamos el lecho seco de un lago. En la superficie había amplias grietas irregulares, cada una de las cuales parecía tener los bordes retorcidos. Algunas mujeres recogieron la arcilla blanca, que luego se convertía en fino polvo para usarla como pintura.
Las mujeres llevaban largos palos y los clavaban en la dura superficie de arcilla. A unas decenas de centímetros bajo la superficie encontraban humedad y extraían pequeñas bolas de barro. Ante mi sorpresa, una vez frotadas las bolas para quitarles la suciedad, resultaron ser ranas. Aparentemente resisten la deshidratación enterrándose bajo la superficie. Asadas seguían teniendo bastante humedad y sabían a pechuga de pollo. En los meses siguientes una serie de alimentos apareció ante nosotros para ser honrados como nuestra celebración diaria de la vida universal; comimos canguro, caballo salvaje, lagarto, serpiente, insectos, gusanos de todos los tamaños y colores, hormigas, termitas, osos hormigueros, pájaros, peces, semillas, frutos secos, fruta, plantas, tan variadas que su enumeración resultaría inacabable, e incluso cocodrilo.
Una de las mujeres se acercó a mí la primera mañana. Se quitó la sucia cinta de la cabeza y, recogiéndome los largos cabellos, la utilizó para sujetar un nuevo estilo de peinado en alto. Su nombre era Mujer Espíritu. Yo no comprendía con qué estaba relacionada espiritualmente, pero cuando nos hicimos buenas amigas decidí que era conmigo.
Perdí la noción de los días, de las semanas, del tiempo. No volví a pedir que me llevaran de vuelta al jeep. Parecía inútil, y además estaba sucediendo algo. Obraban de acuerdo con un plan. Pero era evidente que en aquel momento no se me permitía saber de qué se trataba. Continuamente ponían a prueba mi fuerza, mis reacciones, mis creencias, pero yo no sabía la razón, y me preguntaba si personas que no sabían leer ni escribir tendrían otro método para evaluar los progresos de sus alumnos.
¡Algunos días la arena se ponía tan caliente que yo podía oír literalmente mis pies! Chisporroteaban como hamburguesas friéndose en la sartén. Cuando se me secaron las ampollas y se endurecieron, empezó a formarse una especie de pezuña. A medida que iba pasando el tiempo, mis energías físicas alcanzaban cotas insospechadas. Sin nada que comer para desayunar o almorzar, aprendí a alimentarme con la vista. Observé carreras de lagartos e insectos acicalándose y descubrí imágenes ocultas en las piedras y en el cielo.
Los de la tribu me señalaban los lugares sagrados del desierto. Al parecer todo era sagrado: rocas apiñadas, colinas, barrancos, incluso lechos secos y llanos. Parecían existir líneas invisibles que delimitaban el territorio ancestral de antiguas tribus. Me mostraron cómo miden ellos la distancia con canciones en las que se dan detalles y ritmos muy específicos. Algunas canciones alcanzaban las cien estrofas. Cada una de sus palabras y pausas debían ser exactas.
No se podía improvisar ni tener un lapsus de memoria porque se trataba, literalmente, de una vara de medir. En realidad nos llevaban cantando de un lugar a otro. La única comparación que se me ocurre para estos versos cantados es un método de medición que desarrolló un amigo mío ciego. Ellos habían rechazado el lenguaje escrito porque consideran que se pierde capacidad memorística. Si se ejercita la memoria, se retiene un nivel óptimo.
El cielo mantenía su color azul pastel día tras día, sin nubes, con la única variación de una serie de matices. La brillante luz del mediodía se reflejaba en la arena reluciente, obligándome a entrecerrar los ojos, pero también a esforzarlos, de modo que se convirtieron en nuevas válvulas de entrada para un río de visión.
Empecé a apreciar mi capacidad de recuperación tras una noche de sueño, en lugar de darla por supuesta, y el hecho de que en realidad bastaran unos pocos sorbos de agua para apagar la sed, así como toda la gama de sabores desde el dulce al amargo. Durante toda mi vida me habían estado hablando de seguridad en el trabajo, de la necesidad de construirse un parapeto para protegerse de la inflación comprando bienes raíces y ahorrando para la jubilación. En el desierto la única seguridad era el ciclo infalible de amanecer y ocaso. Me asombraba que la raza más insegura del mundo según mi criterio no padeciera de úlceras, hipertensión ni enfermedades cardiovasculares.
Empecé a descubrir la belleza y la armonía de toda la vida en las más extrañas visiones. En un nido de serpientes, unas doscientas quizá, cada una con un diámetro del tamaño de mi pulgar; zigzagueaban entrando y saliendo como si dibujaran la superficie de un jarrón ornamental de un museo. Siempre he detestado las serpientes, pero entonces las veía como necesarias para el equilibrio natural, necesarias para la supervivencia de nuestro grupo de viajeros, y criaturas tan difíciles de aceptar cariñosamente que se han convertido en objetos del arte y la religión. Nunca hubiera concebido la idea de sentir impaciencia por comer carne ahumada de serpiente y mucho menos cruda, pero llegó un momento en que ocurrió. Aprendí que el agua aportada por cualquier alimento puede tener un valor precioso.
A lo largo de los meses experimentamos los rigores opuestos del clima. La primera noche utilicé la piel que me habían asignado como estera, pero cuando llegaron las noches frías, la convertí en manta. Casi todos dormían sobre el suelo desnudo, acurrucados unos en brazos de otros. Confiaban en el calor de otro cuerpo humano más que en la fogata cercana.
En las noches más frías encendían varios fuegos. En el pasado habían viajado con dingos domesticados que les servían de ayuda en la caza y como compañía, y les daban calor en las noches frías, de ahí la expresión coloquial «noche de perros». Algunas noches nos tumbábamos en el suelo formando un único círculo para conseguir un mejor uso de nuestras pieles, pues el apiñamiento parecía mantener y transmitir el calor del cuerpo con mayor eficacia. Cavábamos hoyos en la arena para echar dentro ascuas ardientes y luego arena por encima. Colocábamos en el suelo la mitad de las pieles y nos tapábamos con la otra mitad. Los huecos se compartían de dos en dos. Todos los pies se juntaban en el centro.
Recuerdo haber escudriñado el vasto cielo, con las manos apoyadas en el mentón. Notaba la esencia de la maravillosa gente que me rodeaba, pura, inocente y afectuosa. Aquel círculo de seres vivientes en forma de margarita, con fuegos diminutos entre cada dos cuerpos, constituiría sin duda una asombrosa visión para quien nos observara desde el espacio.
Parecía que se tocaban tan sólo con los dedos de los pies pero, día a día, aprendí que su conciencia había estado en contacto con la conciencia universal de la humanidad desde siempre. Empezaba a comprender por qué sentían sinceramente que yo era una Mutante, y yo era igualmente sincera en mi gratitud por la oportunidad de despertar que me concedían.
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