SEXTA ENTREGA
6
El banquete
La increíble mezcla oleaginosa curativa, que se hacía cociendo hojas y eliminando el residuo del aceite, hizo su efecto. Finalmente el alivio que noté en los pies me dio el valor necesario para pensar en volver a levantarme. Un poco más lejos, a mi derecha, había un grupo de mujeres que parecían haber montado una cadena de producción. Recogían grandes hojas; mientras una hurgaba en los matorrales y árboles muertos con un largo palo, otra sacaba un puñado de algo y lo ponía sobre una hoja. Luego se tapaba el contenido con una segunda hoja y se doblaba todo para entregar el paquete a otro que echaba a correr hacia la fogata y que lo enterraba entre las brasas. Sentí curiosidad. Aquélla iba a ser nuestra primera comida juntos, el menú sobre el que me había estado preguntando durante semanas. Me acerqué cojeando para verlo más de cerca y me quedé atónita. La mano que hurgaba sostenía un largo gusano blanco.
Volví a respirar hondo. Había perdido la cuenta del número de veces que me había quedado sin habla durante el día. Una cosa era segura: ¡jamás llegaría a estar tan hambrienta como para comerme un gusano! Pero en aquel mismo momento estaba aprendiendo una lección; nunca digas «jamás». Desde entonces he intentado borrar esa palabra de mi vocabulario. He aprendido que prefiero ciertas cosas y que otras las evito, pero la palabra «jamás» no deja espacio para las situaciones inesperadas, y «jamás» indica un lapso de tiempo demasiado largo.
Las noches eran un auténtico gozo entre la gente de la tribu; contaban historias, cantaban, bailaban, jugaban y tenían conversaciones íntimas. Fueron unos días de auténtica participación. Siempre había actividades que realizar mientras aguardábamos a que se preparara la comida. Se daban muchos masajes y friegas en hombros, espalda, e incluso en el cuero cabelludo. Yo los vi pasando las manos por el cuello y la columna. Más adelante, durante el viaje, intercambiamos técnicas; yo les enseñé el método norteamericano de estiramientos de columna y articulaciones, y ellos me enseñaron el suyo.
Aquel primer día no vi que sacaran vasos, ni platos ni bandejas para servir la comida. Había acertado en mis suposiciones: iba a mantenerse una atmósfera informal en la que se harían todas las comidas al estilo campestre. No tardaron mucho en sacar los recipientes de hojas dobladas de las brasas. Me tendieron la mía con la devoción de una enfermera particular. Observé que todo el mundo abría la suya y se comía el contenido con los dedos. Mi banquete, que sostenía con una mano, estaba caliente, pero no se movía, así que reuní el valor suficiente para mirar el interior. El gusano había desaparecido. Al menos ya no tenía el aspecto de un gusano sino el de una capa marrón desmenuzada, como de cacahuetes tostados o cortezas de cerdo. «Creo que con esto sí que podré», me dije. Lo probé... y estaba bueno.
No sabía que cocinaban por mí y que no era una práctica común, al menos eso de alterar completamente el aspecto de los alimentos. Aquella noche me explicaron que les habían llegado noticias de mi trabajo con los aborígenes urbanos. A pesar de que aquellos jóvenes no eran nativos al cien por cien y no pertenecían a su tribu, mi trabajo les había demostrado que realmente me importaban. Me habían llamado porque ellos creían que yo pedía ayuda. Comprobaron que mis intenciones eran sinceras. El problema era que, tal como ellos lo veían, yo no comprendía la cultura aborigen y menos aún el código de aquella tribu. Las ceremonias iniciales habían sido pruebas, por las que me consideraron aceptable y digna de adquirir el conocimiento de la auténtica relación de los humanos con el mundo en que vivirnos, con el mundo del más allá, con la dimensión de la que procedemos y la dimensión a la que todos habremos de regresar.
Iba a serme revelada la comprensión de mi propia existencia. Mientras permanecía sentada, con los pies aliviados dentro de su preciosa y limitada provisión de hojas, Outa me explicó el tremendo esfuerzo que suponía para aquellos nómadas del desierto caminar conmigo. Me habían permitido compartir su vida. Nunca hasta entonces se habían asociado con personas blancas ni habían considerado siquiera tener ningún tipo de relación con una de ellas. De hecho, siempre lo habían evitado. Según afirmaban, el resto de tribus australianas se había sometido a las leyes del gobierno blanco. Ellos eran los únicos que resistían. Solían viajar en pequeñas familias de seis a diez miembros, pero se habían reunido para esta ocasión.
Outa dijo algo al grupo y cada uno de sus componentes me dijo algo a mí. Me informaban de sus nombres. Las palabras me resultaban difíciles, pero afortunadamente los nombres tenían significado. Ellos no usaban los nombres del mismo modo en que nosotros usaríamos «Debbie» o «Cody» en Estados Unidos, así que relacioné a cada persona con el significado de su nombre en lugar de intentar pronunciar la palabra en sí. Cada uno de los suyos recibe un nombre al nacer, pero se sobreentiende que lo perderá cuando crezca y que elegirá un apodo más apropiado por sí mismo. Es de esperar que el nombre de cada persona cambiará varias veces durante su vida a medida que su sabiduría, su creatividad y sus objetivos se definan asimismo con mayor claridad al transcurrir el tiempo. En nuestro grupo se hallaban Cuentista, Hacedor de Herramientas, Guardiana de los Secretos, Maestra en Costura y Gran Música, entre otros muchos.
Finalmente Outa me señaló y repitió la misma palabra a cada uno de ellos. Yo creí que intentaban aprender mi nombre de pila, pero luego pensé que lo que intentaban pronunciar era mi apellido. Erraba en ambos casos. La palabra que usaron aquella noche, y el nombre por el que siguieron nombrándome durante el resto del viaje, fue «Mutante». Yo no comprendí por qué Outa, que actuaba como intérprete entre nosotros, les enseñaba un término tan extraño.
Mutante para mí denotaba un cambio significativo en una estructura básica que daba como resultado una forma demutación en lugar de la original. Pero en realidad carecía de importancia pues, en ese punto, todo aquel día, mi vida entera estaba sumida en la confusión.
Outa me dijo que en algunas naciones aborígenes sólo usaban ocho nombres en total; era más bien un sistema de enumeración. Consideraban que todas las personas de la misma generación y el mismo sexo tenían igual parentesco, por lo que todos tenían varios padres, madres, hermanos, etc.
Estaba oscureciendo cuando me planteé el método más aceptable de hacer mis necesidades. Lamenté entonces no haber prestado más atención al gato de mi hija, Zuke, porque el único medio existente consistía en alejarse por el desierto, cavar un agujero en la arena, ponerse en cuclillas y cubrir lo depositado con arena. Me advirtieron que tuviera cuidado con las serpientes; se vuelven de lo más activas cuando amaina el calor del día, antes de que empiece el frío de la noche. Yo me imaginé ojos malvados y lenguas venenosas en la arena que se despertaban con mis movimientos. De viaje por Europa me había quejado sobre el horrible papel higiénico que encontraba. A Sudamérica me lo había llevado de casa. En Australia la ausencia de papel era la última de mis preocupaciones.
Cuando regresé junto al grupo después de mi aventura en el desierto, compartimos una bolsa comunitaria de té de roca aborigen. Se hacía echando rocas calientes en un recipiente de preciosa agua. El recipiente había servido previamente como vejiga de algún animal. Se añadían luego hierbas silvestres al agua caliente y se dejaba reposar hasta que alcanzaba su punto. Este extraordinario recipiente fue pasando de uno en uno en ambos sentidos. ¡Estaba buenísimo!
Según descubrí, el té de roca de la tribu se reservaba para ocasiones especiales, como era el término de mi primer día de principiante en la caminata. Ellos eran conscientes de las dificultades que iba a experimentar sin zapatos, sombra o medio de transporte. Las hierbas añadidas al agua para hacer el té no pretendían dar variedad al menú, ni eran tampoco un medio sutil de medicarse o alimentarse. Eran una celebración, un modo de reconocer el esfuerzo del grupo. Yo no me había rendido, no había pedido que me llevaran de vuelta a la ciudad ni tampoco había llorado. Sentían que me estaba impregnando de su espíritu aborigen.
Después cada cual se puso a aplanar su franja de arena y sacó un atado de pieles de animales enrolladas del fardo común que transportaban. Una anciana me había estado mirando toda la noche con rostro inexpresivo.
-¿En qué está pensando? -le pregunté a Outa.
-En que has perdido el olor a flores y en que probablemente provienes del espacio exterior. -Sonreí y ella me entregó mi atado de pieles. Su nombre era Maestra en Costura-. Es de dingo -me advirtió Outa. Yo sabía que el dingo era el perro salvaje de Australia, similar al coyote o al lobo-. Lo puedes usar para ponértelo debajo, en el suelo, para cubrirte o para apoyar la cabeza.
«Fantástico -me dije-. ¡Así podré elegir el medio metro de mi cuerpo que quiero tener cómodo!»
Decidí interponerlo entre mi cuerpo y las criaturas reptantes que imaginaba cercanas. Hacía años que no había dormido en el suelo. Recordaba haber estado sobre una gran roca plana en el desierto del Mojave, en California, cuando era niña. Entonces vivíamos en Barstow. La principal atracción de los alrededores era un gran montículo al que llamaban colina «B». Muchos días de verano cogía una botella de naranjada Nehi y un sándwich de mantequilla de cacahuete y me iba de excursión a la cima y al otro lado de la colina. Siempre comía sobre la misma roca plana y luego me tumbaba de espaldas para contemplar las nubes y descubrir objetos en ellas. La infancia parecía muy lejana. Era curioso que el cielo siguiera siendo igual. Supongo que no les había prestado demasiada atención a los cuerpos celestes a lo largo de los años. Sobre mi cabeza había un dosel de cobalto salpicado de plata. Veía claramente la forma que se representaba en la bandera australiana, conocida como Cruz del Sur.
Mientras yacía allí, pensaba en mi aventura. ¿Cómo podría describir lo que había ocurrido aquel día? Se había abierto una puerta y yo había entrado en un mundo que no sabía que existiera. Desde luego no era una vida de lujo. Hasta entonces había vivido en diferentes lugares y había viajado a muchos países en todo tipo de medios de transporte, pero nunca había experimentado nada parecido. Supuse que estaría bien después de todo.
Al día siguiente les explicaría a los del grupo que en realidad tenía más que suficiente con un día para apreciar su cultura. Mis pies resistirían el viaje de vuelta al jeep. Tal vez pudiera llevarme un poco del magnífico bálsamo para los pies, porque realmente había funcionado. Me bastaba una muestra de su estilo de vida, aunque el día no había sido tan malo, salvo para mis torturados pies.
En el fondo les estaba agradecida por haber aprendido nuevas cosas sobre el modo de vida de otras gentes. Empezaba a comprender que por el corazón humano pasaba algo más que sangre. Cerré los ojos y articulé un silencioso «gracias» al más alto Poder.
Alguien del otro extremo del campamento dijo algo. Lo repitió otro, y luego otro más. Se lo estaban pasando, diciendo todos la misma frase, entrecruzando las voces de las figuras recostadas. Finalmente la frase llegó a Outa, cuya estera era la más cercana a la mía. Se volvió y me dijo: «De nada; éste es un buen día».
Algo sobresaltada por su respuesta a mis pensamientos no expresados, contesté con un «gracias» y un «de nada», esta vez en voz alta.
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