miércoles

RAYMOND CHANDLER - EL SUEÑO ETERNO



TRIGESIMOPRIMERA ENTREGA


Capítulo 31


El mayordomo apareció con mi sombrero. Me lo puse y pregunté:

-¿Qué opina usted de él?

-No es tan débil como parece, señor.

-Si lo fuera, estaría listo para el sepelio. ¿Qué tenía ese chico, Regan, para tomarle tanto afecto?

El mayordomo me miró a los ojos, pero con extraña falta de expresión.

-Juventud -contestó- y ojos de soldado.

-Como los suyos -dije.

-Si me permite decirlo, señor, no muy distintos a los de usted.

-Gracias. ¿Cómo están las señoras esta mañana? -Se encogió de hombros cortésmente-. Lo que me figuraba -dije, y el mayordomo me abrió la puerta.

Me quedé en el umbral y admiré las terrazas, los árboles cuidados y los macizos de flores hasta las altas verjas de metal, al fondo de los jardines. Vi a Carmen a la mitad del camino, sentada en un banco de piedra con la cabeza entre las manos y aspecto de soledad y desamparo.

Bajé los escalones de ladrillo rojo que iban de una terraza a otra. Estaba bastante cerca cuando me oyó. Saltó y se volvió como un gato. Llevaba los pantalones azul pálido que vestía la primera vez que la vi. Su pelo tenía las mismas ondas suaves y doradas. Su rostro estaba blanco. Manchas rojas aparecieron en sus mejillas cuando me vio. Sus ojos tenían el color de la pizarra.

-¿Aburrida? -pregunté.

Sonrió un poco, con bastante timidez, y asintió rápidamente. Después murmuró:

-¿No está molesto conmigo?

Levantó el pulgar y soltó una risita.

-No lo estoy.

Cuando se reía ya no me gustaba. Miré alrededor. Un blanco colgaba de un árbol con algunas flechas clavadas en él. Había tres o cuatro más en el banco de piedra donde estaba sentada.

-Para ser gente de dinero, usted y su hermana parecen divertirse demasiado -dije.

Me miró por debajo de sus largas pestañas. Esta era la mirada que debía hacerme caer de espaldas.

-¿Le gusta tirar esas flechas? -pregunté.

-¡Pchs, pchs...!

-Esto me recuerda algo -miré hacia la casa.

Moviéndome un metro hice que un árbol me ocultase a su vista. Saqué de mi bolsillo su revólver con puño de nácar.

-Le traje su artillería. Lo limpié y lo cargué. Siga mi consejo. No dispare sobre la gente, a menos que lo haga con más puntería. ¿Recuerda?

Su cara se puso aún más pálida y su delgado pulgar bajó. Me miró, y después miró el revólver que yo sostenía. Había fascinación en sus ojos.

-Sí -contestó, y asintió con la cabeza.

De repente me dijo:

-Enséñeme a disparar. Me gustará.

-¿Aquí? Eso va contra la ley.

Se acercó a mí, cogió el revólver y se lo guardó rápidamente en el pantalón, casi con un movimiento furtivo, y miró alrededor.

-Yo sé dónde -dijo con voz misteriosa-: abajo, en alguno de los antiguos pozos situados al pie de la colina. ¿Me va a enseñar?

La miré a los ojos de color pizarra. Lo mismo me hubiera dado mirar dos chapas de botella.

-Muy bien. Devuélvame el revólver hasta que vea si el sitio es adecuado.

Sonrió y me hizo un mohín, pero luego me lo devolvió con un aire misterioso y travieso, como si estuviera dándome la llave de su cuarto. Bajamos los escalones y pasamos al lado de mi coche. Los jardines parecían desiertos. La claridad del sol estaba tan vacía como la sonrisa de un camarero. Nos metimos en el coche y lo conduje por el declive del camino hasta pasar la puerta de la mansión.

-¿Dónde está Vivian? -pregunté.

-No se ha levantado todavía -soltó una risita.

Bajamos la colina a través de las tranquilas y opulentas calles lavadas por la lluvia, primero al este, hacia la Brea, y luego al sur. En diez minutos alcanzamos el lugar al que ella se refería.

Se asomó a la ventanilla y señaló:

-Allí dentro.

Era un camino estrecho y sucio, no mucho mayor que una senda, como la entrada de un rancho al pie de la colina. Una puerta ancha con cinco barrotes se recostaba contra un tocón y tenía aspecto de no haber sido cerrada en años. El camino estaba orlado por altos eucaliptos y profundos surcos. Los camiones lo habían utilizado. Se hallaba vacío y soleado ahora, pero no estaba aún polvoriento. La lluvia había sido demasiado fuerte y reciente. Seguí los surcos y el ruido del tránsito de la ciudad se tornó de pronto extrañamente débil, como si no perteneciera a la ciudad en absoluto y fuera muy lejano en una tierra de ensueño. En aquel momento el balancín inmóvil, manchado de petróleo, de una rechoncha torre de perforar, apareció por encima de una rama. Podía ver el viejo cable oxidado que conectaba ese balancín con otra media docena. Los balancines no se movían, probablemente no se habían movido en un año. Los pozos estaban secos. Había un montón de tubos oxidados, una plataforma de embarque combada en un extremo, media docena de bidones de petróleo vacíos en un montón desigual. El agua estaba estancada, manchada de petróleo, en un viejo sumidero, iridiscente a la luz del sol.

-¿Van a hacer un parque de todo esto? -pregunté. La muchacha bajó la barbilla y me echó una mirada casi inteligente-. Ya era hora. El olor de ese sumidero envenenaría un rebaño de cabras. ¿Es éste el sitio al que se refería?

-Sí. ¿Le gusta?

-Es hermoso.

Paré junto a la plataforma de embarque. Nos apeamos. Percibía el ruido del tránsito en una maraña de ruidos distantes, como el zumbido de las abejas. El sitio era solitario como el patio de una iglesia. Incluso después de la lluvia los eucaliptos aún parecían polvorientos. Siempre tienen aspecto polvoriento. Una rama rota por el viento había caído al borde del sumidero y las hojas aplastadas, correosas, colgaban sobre el agua. Di la vuelta al sumidero y miré dentro de la casa de bombas. Había en ella algunos trastos, nada que demostrara una actividad reciente. Afuera, una enorme polea maestra de madera se encontraba apoyada a la pared. Desde luego, parecía un buen sitio.

Volví al coche. La chica estaba allí, al sol, arreglándose el cabello.

-Deme -dijo, y alargó la mano.

Saqué el revólver del bolsillo y se lo puse en la palma de la mano. Me agaché y cogí una lata oxidada.

-Ahora, tome la cosa con calma. Eso está cargado con cinco balas. Voy a colocar esto allí, en esa abertura cuadrada que hay en medio de esa enorme rueda. ¿Ve? -señalé. Agachó rápidamente la cabeza, encantada-. Son, aproximadamente, once metros. No empiece a tirar hasta que vuelva a su lado. ¿De acuerdo?

-De acuerdo -dijo riéndose.

Volvía de nuevo a su lado, rodeando el sumidero. Cuando estaba a unos tres metros de ella, al borde del sumidero, me mostró sus pequeños dientes agudos, levantó el revólver y empezó a hacer un ruido silbante. Me paré en seco, con el agua estancada y pegajosa del sumidero detrás de mí.

-¡Quieto ahí, hijo de perra! -dijo.

El revólver apuntaba a mi pecho. Su mano parecía estar bastante firme. El ruido silbante se hizo más alto y su cara tomó el aspecto de un hueso pelado. Envejecida, estropeada, transformada en un animal, y no en un animal bonito precisamente.

Me eché a reír y empecé a andar hacia ella. Vi sus pequeños dedos apretar el gatillo y ponerse blancos en las puntas. Estaba a unos dos metros de ella cuando empezó a disparar.

El ruido del revólver hizo un agudo chasquido, sin consistencia, un crujido quebradizo a la luz del sol. No vi humo alguno. Me paré y le sonreía. Disparó dos veces más, muy rápidamente. No creo que ninguno de los tiros hubiese fallado. Había cinco en el pequeño revólver y había disparado cuatro. Me precipité hacia ella.

No quería el último en la cara, así que me desvié rápidamente a un lado. Me disparó tranquila, sin ninguna preocupación. Creo que sentí un poco el calor de la explosión de pólvora.

Seguía avanzando hacia ella.

-¡Vaya, pero qué simpática es usted! -dije.

Su mano, que sostenía aún el revólver vacío, empezó a temblar violentamente. Se le cayó el arma. Su boca empezó a temblar. Todo su rostro se descompuso. Entonces su cabeza giró hacia la izquierda y asomó espuma en sus labios. Su respiración se hizo ronca y se desplomó.

La recogí mientras caía. Estaba ya inconsciente. Le abrí las mandíbulas con ambas manos y le metí un pañuelo enrollado entre los dientes. Tuve que emplear toda mi fuerza para hacerlo. La levanté y la metí en el coche, volví por el revólver y me lo guardé en el bolsillo. Me metí en el coche, di la vuelta y regresé por el mismo camino lleno de baches, fuera del portón y colina arriba hasta la casa.

Carmen se encontraba en un rincón del coche, sin moverse. Estábamos a mitad de camino de la casa antes de que diera señales de vida. Sus ojos se abrieron, grandes y extraviados. Se sentó.

-¿Qué ocurrió? -preguntó.

-Nada. ¿Por qué?

-¡Oh, sí! Algo ocurrió -dijo con una risita-, me hice pipí.

-Siempre ocurre así -repliqué.

Me miró con repentina curiosidad enfermiza y comenzó a gemir.

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