REFLEXIÓN FINAL
En muchos de los cuadros de Augusto Torres, a partir de su estancia en Barcelona, los objetos suelen no aparecer en su forma entera, sino mostrando una parte de ella. Él ha practicado esa fragmentación para que los objetos no lo abrumaran con la fuerza de su apariencia externa, y -perdido el peso de su presencia total-, pudieran ser trasladados, más libremente, desde el espacio temporal y dinámico de la realidad, hasta el espacio ideal y estático de la pintura. Así liberados del acontecer cotidiano -que los aprisiona, los relativiza y los ignora en su esencia- esos fragmentos ingresan en un nuevo orden, por el cual -conservando una clara referencia a la integridad de los objetos reales- se armonizan mejor entre sí y con otras formas puramente abstractas. Su manera de fragmentar es un modo de abstraer, sin deformar, o con una deformación mínima y sutil.
Esta tendencia a la fragmentación no es constante, pues en las obras de este último período se advierte una evidente evolución hacia la representación total de los objetos, cuya realidad externa ha dejado de abrumarle. En los cuadros más recientes ya no necesita recurrir al fraccionamiento para que las cosas representadas, conservando la plenitud de su presencia real, sean puras formas abstractas, reunidas y distribuidas por una geometría poética. Capturados por sus ojos -conservados en el recuerdo- los objetos de la experiencia común, habitan en una estructura mental que Torres ha inventado, o descubierto, para que cada uno ocupe su lugar en un todo, que está sometido a la medida armónica -Divina Proporción-, la regla de Oro. Sin violencias, sus objetos -porque son suyos- se han evadido de su servidumbre a la realidad, y han reaparecido transfigurados -no destruidos, ni mutilados- en el mundo, o trasmundo, de la pintura.
Como no podía ser de otra manera, sus colores responden a la misma actitud estética: a pesar de ser más visuales, o menos mentales, que las formas, también están ordenados de acuerdo a eso tan difícil de explicar -a pesar de las magistrales enseñanzas de Torres-García- que llamamos el tono. El tono es, con relación a los colores que lo componen, lo que la estructura es con relación a las formas que la integran; por lo tanto, el tono sería más abstracto que el color. Pero, por ser más sensorial (genial, pero sensual), que la estructura, el tono sólo puede ser realizado, y percibido, por la sensibilidad, no por la inteligencia. Comparando la pintura con la música -que es como comparar el espacio con el tiempo-, la estructura podría ser la que fundamenta la armonía de su obra, y el tono el que expresa su melodía. La verdad es mucho más compleja de lo que estoy diciendo, porque un cuadro de Augusto Torres es una unidad viva, en la que es imposible separar -sin matarla- las formas de los colores, ni la estructura del tono.
Me parece muy significativo, y revelador de su concepción de la pintura, el tratamiento que a veces Torres hace de las sombras: algunas son formas geométricas, separadas de los objetos que las proyectan, y otras -hablo de las de un mismo cuadro-, responden a la luz natural. No recuerdo haber visto ese procedimiento en ningún otro pintor, y la verdad es que, haciendo compatible lo incompatible, Torres ha logrado una nueva manera de estructurar y de entonar, por la cual lo mental y lo visual se ligan en una unidad inédita. Es indudable que la sombra de un objeto participa de la forma corpórea de ese objeto y de la luz incorpórea que lo proyecta, convertido en una sombra, o sea, en una forma intangible. Esta doble condición es la que le ha llevado a acentuar, en algunos casos, lo que la sombra tiene de formal -de oscura geometría-, y, en otros, lo que posee de accidente luminoso, de vago fantasma conjurado por la luz. Todavía hay más: la luz hace ver los colores de las cosas, pero las sombras que provoca las despojan de ellos, desnudándolas de toda sensualidad, abstrayéndolas en formas puras. Marcando los contornos de algunas de sus sombras -y situándolas fuera del lugar que ocuparían visualmente- Torres repite los objetos, haciéndolos más abstractos. Mediante la relación entre estas sombras geométricas y las sombras naturales, él ha creado un puente sombrío, que une al mundo de la abstracción con el de la pintura de la luz… En esa unión está su poesía y su metafísica.
Aunque muy distinto a los pintores modernos, Augusto Torres es un pintor moderno. Su pintura no habría podido ser concebida en otra época que la actual. Entre otras cosas, esa modernidad descansa, a mi entender, en su conciencia estética de que el arte puede -y en cierta dimensión, debe- bastarse a sí mismo, e, incluso carecer de toda figuración, de toda referencia a la realidad que lo circunda. Eso lo sabe, lo ha practicado, pero no es lo que más siente. Él se ha formado dentro del arte abstracto y en una tendencia que tiene su punto de partida en Cézanne, y a través de los cubistas, primero, y de los neoplasticistas -sobre todo Piet Mondrian-, después, llega al Constructivismo de Torres-García, quien, rechazando la abstracción pura, busca una universalidad estructurada, medida y simbólica, que, según él, sólo puede realizarse plenamente en un arte monumental y anónimo. Otros artistas se han formado en esa tendencia y se han quedado, fecundamente, en ella. Pero Torres ha sido atraído, desde la juventud, por una tentación perturbadora, que -con la excepción de su obra- no ha tenido verdadera continuidad en al arte actual: la pintura de la luz, para él, tiene su más alta y perfecta representación en Velázquez, cuya luz espiritualiza sensorialmente la realidad, sin ensañarse con ella, como Goya, y sin quemarla, como los impresionistas.
Atraído, a la vez -y con igual fuerza- por estos dos polos, Torres ha vivido, durante casi toda su existencia de pintor, en uno o en otro hemisferio del arte, pintando, alternativamente, obras admirables, en algunas de las cuales predomina la abstracción, y, en otras, la figuración de la luz. En las mejores de estas últimas ha logrado lo que podríamos definir como un naturalismo abstracto. Algunos grandes maestros del arte moderno -como Picasso, Paul Klee, o Torres-García- también se han movido, cada cual a su manera, entre esos ámbitos estéticos, pero en sus pinturas figurativas la luz no llega a tener nunca la fuerza de presencia que se ve en muchos de los cuadros de Torres. Ahora bien: lo que distingue a su último período es que esos dos hemisferios, que antes estaban relativamente separados, han llegado a formar un solo mundo en cada una de sus obras, pues todas son abstractas y figurativas a la vez, mentales y visuales.
También hay en Torres una vieja tendencia a lo imaginativo, un secreto surrealismo, que, en sus años juveniles, le llevaba a asociar objetos que nunca se asocian en la realidad. (Recuerdo algunas composiciones -que seguramente habrá destruido, por considerarlas literarias -a las que yo llamaría “Rascacielos con peces”.) Ese surrealismo subterráneo -muchas veces amordazado y siempre contenido- reaparece sutilmente en su última pintura. Sin embargo, lo que le separa de los surrealistas es que, mientras éstos quieren destacar lo insólito, y, por eso subrayan la apariencia real de una unión absurda de objetos incompatibles, Augusto Torres supera esa apariencia, mediante la estructura y el tono, que hermanan, estéticamente, lo que nunca se hermana en la realidad.
En el cuadro La Cortina Roja, los objetos parecen estar en un extraño teatro, como si la tela fuese un escenario poético, que los ha reunido para una enigmática representación. Pero el enigma que la obra sugiere no nace de ninguna intención literaria, sino de la forma y del color. La realidad de las cosas coincide con una abstracción ideal, que sin desvirtuarlas -la cortina sólo puede ser una cortina-, las rescata de su vulgaridad transitoria, para otorgarles un indescifrable destino permanente.
Nueva York
Octubre, 1984
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