miércoles

RAYMOND CHANDLER - EL SUEÑO ETERNO



VIGESIMOCTAVA ENTREGA

Capítulo 28

Parecía que había una mujer y que estaba sentada junto a una lámpara con buena luz, a la cual manipulaba. Otra fuerte luz brillaba en mi rostro, por lo que tuve que cerrar los ojos de nuevo, intentando mirarla a través de las pestañas. Su pelo era tan rubio platino que brillaba como un frutero de plata. Llevaba un traje de punto verde, con un ancho cuello blanco vuelto. A sus pies tenía un bolsito brillante de agudos ángulos y, a su lado, un vaso lleno de líquido color ámbar.

Moví la cabeza un poco, con cuidado. Me dolía pero no más de lo que yo había esperado. Estaba atado como un pavo listo para el horno. Unas esposas mantenían mis muñecas a la espalda y una cuerda iba desde ellas a mis tobillos y, después, al extremo del sofá color castaño en el que estaba echado. La cuerda se perdía de vista en el extremo de este sofá. Me moví lo suficiente como para asegurarme de que estaba sujeta a alguna parte.

Cesé en estos movimientos furtivos, abrí de nuevo los ojos y dije:

-¡Hola!

La mujer dejó de mirar un punto lejano de las colinas. Su firme y pequeña barbilla se volvió lentamente. Sus ojos tenían el color azul de los lagos de las montañas. Se oía el ruido de la lluvia como algo remoto, como si no cayera allí.

-¿Cómo se encuentra?

Era una voz plateada que hacía juego con el pelo. Había en ella un pequeño tintineo, como las campanitas de una casa de muñecas. Esto me pareció una tontería en cuanto lo hube pensado.

-Estupendamente -dije-. Alguien ha construido una gasolinera en mi mandíbula.

-¿Qué esperaba usted, señor Marlowe? ¿Orquídeas?

-Solamente una sencilla caja de pino -dije-. No se molesten en buscarla con asas de bronce y plata y no esparzan mis cenizas en el azul del Pacífico. Prefiero los gusanos. ¿Sabía usted que hay gusanos de uno y otro sexo y que un gusano puede amar a cualquier otro gusano?

-Está usted un poco mareado -me dijo con mirada grave.

-¿Le importaría apagar esa luz?

Se levantó y vino detrás del sofá. La luz se apagó. La oscuridad fue una bendición.

-No creo que sea usted tan peligroso -dijo.

Era más bien alta, pero tampoco un poste de telégrafo. Era esbelta, aunque no delgada. Volvió a su silla.

-Así que sabe usted mi nombre.

-Durmió usted bien. Tuvieron tiempo de sobra para trastearle los bolsillos. Hicieron todo menos embalsamarlo. ¿Así que es un detective?

-¿Es eso todo lo que tiene contra mí?

Se quedó silenciosa. El humo fluía débilmente del cigarrillo. Lo movió en el aire. Su mano era pequeña y bien formada y no era el huesudo utensilio que normalmente se ve en las mujeres de hoy en día.

-¿Qué hora es? -pregunté.

Miró de soslayo su muñeca a través de la espiral de humo y bajo el brillo de la lámpara.

-Las diez y diecisiete. ¿Tiene una cita?

-No me sorprendería. ¿Es esta la casa que hay junto al garaje de Art?

-Sí.

-¿Qué están haciendo los muchachos? ¿Cavando una tumba?

-Tenían que ir a otro sitio.

-¿Quiere decir que la han dejado sola?

Su cara se volvió de nuevo, lentamente.

-No parece usted peligroso.

-Creí que la tenían a usted prisionera.

Esto no pareció conmoverla. Incluso la divirtió un poco.

-¿Qué le hizo pensar eso?

-Sé quién es usted.

Sus ojos azules relampaguearon de forma tan aguda que casi pude ver el paso de su mirada, casi como el paso de un sable. Su boca se apretó, pero su voz no cambió.

-Entonces me temo que esté en un terrible aprieto. Odio el asesinato.

-¿Y es usted la mujer de Eddie Mars? ¡Qué vergüenza! -Esto no le gustó. Se me quedó mirando. Yo sonreí-. A menos que pueda abrir estas pulseras, lo que no le aconsejo que haga, podría darme un poco de la bebida que usted deja.

Trajo el vaso. Tenía burbujas como falsas esperanzas. Se inclinó sobre mí. Su aliento era delicado como los ojos de un cervatillo. Bebí del vaso. Lo retiró de mis labios y contempló cómo un poco de líquido me chorreaba por el cuello.

Se inclinó de nuevo sobre mí. La sangre empezó a circular con más vigor, como un nuevo inquilino visitando una casa.

-Su cara parece una almohadilla -dijo.

-Saqué el mejor partido de ello. Ni aun así durará mucho.

Volvió la cabeza de repente y me escuchó. Por un momento palideció su rostro. Sólo se oía el ruido de la lluvia golpeando las paredes. Cruzó la habitación y se quedó vuelta hacia mí; se inclinó un poco mirando al suelo.

-¿Por qué vino hasta aquí y se expuso al peligro? -preguntó tranquila-. Eddie no iba a hacerle ningún daño. Usted sabe perfectamente que si no me hubiera escondido aquí, la policía hubiera estado segura de que Eddie asesinó a Rusty Regan.

-Lo hizo -dije.

No se movió, ni cambió de posición un centímetro. Su respiración producía un ruido áspero y rápido. Miré alrededor de la habitación. Dos puertas en la misma pared. Una, abierta a medias. Una alfombra a cuadros rojos y tostados, cortinas azules en la ventana, el papel en las paredes con pinos verdes, brillantes. Los muebles parecían venir de esos sitios que anuncian en los autobuses. Alegres, pero resistentes.

-Eddie no le hizo nada -dijo suavemente-. Hace meses que no he visto a Rusty. Eddie no es de esa clase de hombres.

-Usted abandonó el lecho conyugal. Estaba viviendo sola. Gente de la casa donde usted vivía identificó la foto de Rusty Regan.

-Eso es mentira -dijo con frialdad. Traté de recordar si el capitán Gregory había dicho eso o no. Mi cabeza estaba demasiado trastornada. No podía estar seguro-. Y además, eso no le importa -añadió.

-Todo eso me importa. Estoy contratado para averiguarlo.

-Eddie no es de esa clase de hombres.

-¡Oh! Le gustan los bandidos.

-Mientras haya gente que juegue, habrá casas de juego.

-Esas no son más que justificaciones. Una vez fuera de la ley, se sigue fuera de ella. Usted cree que es sólo un jugador. Yo creo que es un pornógrafo, un chantajista, un corredor de coches robados, un asesino y un sobornador de policías corrompidos. Esto es lo que a él le parece bien con tal de conseguir dinero. No intente convencerme de que hay estafadores con grandeza de alma. No caben en ese molde.

-No es un asesino -dijo, y frunció el ceño.

-Personalmente, no. Tiene a Canino. Mató a un hombre esta misma noche, un hombrecito inofensivo y que estaba tratando de ayudar a alguien. -Rió con cansancio-. Muy bien -gruñí-. No lo crea. Si Eddie es tan buen chico, me gustaría hablar con él sin Canino cerca. Usted sabe lo que Canino hará: romperme los dientes y después darme puntapiés en el estómago si no quiero hablar claro. -Echó la cabeza hacia atrás y se quedó pensativa y ensimismada, dándole vueltas a algo-. Creí que el pelo platinado estaba pasado de moda -proseguí, sólo porque hubiese algún sonido en la habitación, sólo para no escuchar.

-Es una peluca, estúpido, mientras el mío crece.

Se quitó la peluca. Su propio pelo estaba recortado muy corto, como el de un muchacho. Volvió a ponerse la peluca.

-¿Quién le hizo eso?

Pareció sorprendida.

-Yo lo mandé hacer. ¿Por qué?

-Sí, ¿por qué?

-Pues para demostrar a Eddie que estaba dispuesta a hacer lo que quería: esconderme. Que no necesitaba tenerme vigilada. Yo no le traicionaría. Le quiero.

-¡Santo Dios! -gemí-. Y me tiene aquí, en la misma habitación que usted.

Volvió una mano y se quedó contemplándola. De repente, salió de la habitación. Volvió con un cuchillo de cocina. Se inclinó y cortó la cuerda que me inmovilizaba.

-Canino tiene la llave de las esposas -dijo-. No se las puedo quitar.

Se incorporó, respirando aceleradamente. Había cortado la cuerda por todos los nudos.

-Es usted un estímulo -dijo-. Bromeando sin parar, con el lío en que está metido. Pensé que Eddie no era un asesino.

Se volvió rápidamente y fue a sentarse en su silla, junto a la lámpara, con el rostro entre las manos. Dejé caer mis pies al suelo y me levanté del sofá. Anduve un poco con las piernas entumecidas. El nervio del lado izquierdo de mi cara saltaba en todas sus ramificaciones. Di un paso. Aún podía andar. Podía correr, si tenía que hacerlo.

-Supongo que desea que me marche -dije.

Asintió sin levantar la cabeza.

-Sería mejor que viniese conmigo, si quiere seguir viviendo.

-No pierda tiempo. Volverá de un momento a otro.

-Enciéndame un cigarrillo.

Me quedé junto a ella, tocando sus rodillas. Se levantó de repente; nuestros ojos estaban separados por unos centímetros.

-Hola, Peluca de plata -dije suavemente.

Se separó de mí, dio la vuelta a la silla y alcanzó un paquete de cigarrillos de la mesa. Cogió uno y me lo metió bruscamente en la boca. Su mano temblaba. Sacó un encendedor pequeño de piel verde y lo acercó al cigarrillo. Di una chupada, mirándome en sus ojos color azul de lago. Mientras estaba todavía próxima a mí, dije:

-Un pajarito llamado Harry Jones me guió hacia usted. Un pajarito que entraba y salía en los bares recogiendo apuestas por migajas y recogiendo información también. Este pajarito captó una sobre Canino. De un modo o de otro, él y sus amigos descubrieron dónde estaba usted. Vino a venderme la información porque sabía (cómo lo averiguó es una larga historia) que estaba trabajando para el general Sternwood. Obtuve esta información, pero Canino despachó al pajarito. Ahora es un pajarito muerto, con las plumas erizadas, el cuello flojo y una gotita de sangre en el pico. Canino le mató. Pero Eddie Mars no haría eso, ¿verdad, Peluca de plata? Nunca mata a nadie. Contrata para que otros lo hagan.

-Salga -dijo fríamente-, salga de aquí, deprisa.

Su mano oprimía el encendedor, tenía los dedos tensos, los nudillos blancos como la nieve.

-Pero Canino no sabe que yo sé esto -dije-, lo del pajarito. Todo lo que sabe es que ando husmeando.

Entonces se echó a reír. Era casi una risa atormentada. Le sacudía como el aire sacude a un árbol. Pensé que había en ella perplejidad, no exactamente sorpresa, más bien como si una nueva idea hubiera venido a sumarse a algo ya conocido y que no encajaba. Después me pareció que era sacar demasiado de una sonrisa.

-Es muy gracioso -dijo sin aliento-, muy gracioso, porque, vea usted... todavía le quiero. Las mujeres...

Empezó a reírse de nuevo.

Escuché intensamente; mi cabeza palpitaba con fuerza.

-Vámonos -dije-, deprisa.

Se separó de mí dos pasos, con el rostro muy serio.

-¡Salga usted! ¡Salga! Puede ir andando a Realito. Puede hacerlo y mantener la boca cerrada, por lo menos una hora o dos. Es lo menos que me debe.

-Marchémonos -dije-. ¿Tiene una pistola, Peluca de plata?

-Sabe usted que no me marcharé. Lo sabe. Por favor, por favor, váyase de aquí, deprisa.

Me acerqué a ella, casi tocándola.

-¿Va a quedarse aquí después de soltarme? ¿Esperar a que vuelva ese asesino para poder decirle que lo lamenta? Un hombre que mata como se aplasta una mosca. Usted viene conmigo, Peluca de plata.

-No.

-Suponga -dije- que su apuesto marido mató a Regan. O suponga que Canino lo hizo sin que Eddie lo supiera. Supóngalo tan sólo. ¿Cuánto durará usted después de soltarme?

-No le temo a Canino. Soy todavía la mujer de su jefe.

-Eddie es un montoncito de papilla -gruñí-. Canino lo cogería con una cuchara. Le cazará como el gato cazó al canario. Un montoncito de papilla. La única vez que una muchacha como usted escoge al hombre que no le conviene es cuando ya él es un montoncito de papilla.

-¡Márchese! -dijo, y casi me escupió.

-¡De acuerdo!

Me separé de ella y pasé por la puerta entreabierta a un pasillo oscuro. Se precipitó detrás de mí, me apartó, se dirigió a la puerta de la calle y la abrió. Se asomó a la húmeda oscuridad y escuchó. Luego me empujó.

-Adiós -dijo-. Buena suerte en todo, excepto en una cosa: Eddie no mató a Rusty Regan. Lo encontrará usted vivo y bien en alguna parte, cuando él lo desee.

Me incliné sobre ella y la oprimí con mi cuerpo contra la pared. Puse mi boca junto a su rostro y le hablé:

-No hay prisa. Todo esto estaba arreglado por anticipado, medido al segundo. Igual que un programa de radio. No hay prisa en absoluto. Bésame, Peluca de plata.

Su rostro, bajo mis labios, era como el hielo. Levantó los brazos, cogió mi cabeza y me besó fuerte en los labios, que también estaban fríos como el hielo.

Salí y cerré la puerta tras de mí, sin ruido. La lluvia, que penetraba en el portal, no era tan fría como sus labios.

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