PRIMERA ENTREGA
Dedico este libro a mi madre; a mis hijos, Carri y Steve; a mi yerno, Greg; a mis nietos, Sean Janning y Michael Lee; y muy especialmente a mi padre.
AGRADECIMIENTOS
Este libro no existiría de no ser por dos personas muy especiales, dos almas que me acogieron bajo sus protectoras alas y pacientemente me animaron a volar, a remontarme. Mis más efusivas gracias a Jeannette Grimme y Carri Garrison por compartir este viaje literario con una profundidad más allá de toda medida.
Gracias al escritor Stephen Mitchell por su valiosa colaboración y por animarme con estas palabras: «Si no he traducido siempre las palabras, cuando menos he intentado traducir siempre su significado».
Gracias a Og Mandino, al doctor Wayne Dyer y a la doctora Elisabeth Kübler-Ross, todos ellos escritores y profesores de talento y personas auténticas.
Gracias al joven Marshall Ball por dedicar su vida a la enseñanza.
Gracias también a tía Nola, al doctor Edward J. Stegman, a Georgia Lewis, Peg Smith, Dorothea Wolcott, Jenny Decker, Jana Hawkins, Sandford Dean, Nancy Hoflund, Hanley Thomas, a la reverenda Marilyn Reiger, al reverendo Richard Reiger, a Walt Bondine, Jack Small, Jeff Small y Wayne Baker de Arrow Printing, a Stephanie Gunning y Susan Moldow de Harper-Collins, a Robyn Bem, a Candice Fuhrman, y muy especialmente a Steve Morgan, presidente de MM Co.
El hombre no teje la trama de la vida, no es más que una de sus hebras. Todo lo que le
hace a la trama, se lo hace a sí mismo.
JEFE INDIO SEATTLE
El único modo de superar una prueba es realizarla. Es inevitable.
EL ANCIANO CISNE NEGRO REAL
Sólo cuando se haya talado el último árbol, sólo cuando se haya envenenado el último
río, sólo cuando se haya pescado el último pez; sólo entonces descubrirás que el dinero no es comestible.
PROFECÍA DE LOS INDIOS CREE
Nací con las manos vacías, moriré con las manos vacías. He visto la vida en su máxima expresión, con las manos vacías.
MARLO MORGAN
De la autora al lector
Este libro está basado en hechos reales e inspirado en una experiencia personal. Como podrán comprobar, yo no disponía de un cuaderno de notas. Se vende como novela para proteger a la pequeña tribu de aborígenes de posibles problemas legales. He omitido detalles para complacer a amigos que no desean ser identificados y para garantizar que el emplazamiento de nuestro lugar sagrado continúe siendo secreto.
He incluido información histórica importante para ahorrar al lector consultas bibliográficas. También les ahorraré un viaje a Australia. La situación actual de los aborígenes es fácilmente observable en cualquier ciudad de Estados Unidos, donde la gente de color vive en un barrio concreto, más de la mitad se encuentra en el paro, y la que tiene empleo realiza los peores trabajos. Su cultura parece haberse perdido; como los indígenas americanos, se han visto forzados a vivir en los lugares que se les asigna, y durante generaciones les han prohibido practicar sus ritos sagrados.
¡Lo que no les puedo ahorrar es este mensaje!
Da la impresión de que tanto en América como en África y Australia se está intentando mejorar las relaciones interraciales. Sin embargo, en algún lugar del árido corazón del Outback (1) perdura un latido lento, firme y antiguo, y existe un grupo incomparable de personas a las que no les preocupa el racismo sino únicamente su prójimo y el entorno que lo rodea.
Quien comprende esa pulsación comprende mejor al ser humano o la esencia humana.
Este libro fue una obra pacífica que yo misma publiqué y que se convirtió en motivo de controversia. De su lectura se desprenderán varias posibles conclusiones. Al lector podría parecerle que el hombre al que me refiero como intérprete no respetó años atrás las leyes y normas del gobierno en cuanto a censo, impuestos, votaciones, explotación del suelo, licencia de minas, registro de muertes y nacimientos, etc. También es posible que ayudara a otros miembros de la tribu a infringirlas. Me han pedido que diera a conocer a este hombre y que condujera a un grupo por el desierto, siguiendo la misma ruta que hicimos nosotros. Pero me he negado. Habrá por tanto quien diga tal vez que soy culpable de ayudar a esas personas a incumplir las leyes, o que miento y esa gente no existe ya que no he dado a conocer a los miembros de la tribu.
Esta es mi respuesta: no hablo en nombre de los aborígenes australianos. Hablo tan sólo en nombre de un pequeño grupo del Outback, al que denominan los Salvajes o los Antiguos.
Volví a visitarlos y regresé a Estados Unidos a finales de diciembre de 1993. Y nuevamente me bendijeron y aprobaron el modo en que estaba realizando esta misión.
Para mis lectores tengo una advertencia: algunas personas sólo piden un entretenimiento. Así que si usted es una de ellas, tendré que pedirle que lea, disfrute y olvide, como haría con cualquier otro buen espectáculo. Aunque considere este libro como una novela, no quedará decepcionado, pues merece el dinero que ha pagado por ella.
Si por el contrario quien lee estas páginas es de los que escuchan los mensajes, éste le llegará alto y claro. Lo sentirá en las entrañas, en el corazón, en la cabeza y en la médula de los huesos. ¿Sabe una cosa? Muy bien podría haber sido usted el elegido para este walkabout (2) y, créame, muchas veces desearía que así fuera.
Todos debemos vivir nuestras propias experiencias en una región inexplorada, sólo que las mías ocurrieron realmente en el Outback. Pero me limité a hacer lo que cualquiera hubiera hecho en mi lugar.
Ojalá estas gentes conmuevan su corazón cuando pasen estas páginas. Escribí las palabras en inglés, pero su verdad no conoce idiomas.
Les sugiero que prueben el mensaje, disfruten de lo que les parezca adecuado y desechen el resto. Después de todo, ésa es la ley del cosmos.
Siguiendo las tradiciones de la gente del desierto, también yo he adoptado un nuevo nombre para reflejar un nuevo talento.
Con mis mejores deseos,
Lengua que Viaja
1
La distinguida invitada
Al parecer debería haber recibido algún tipo de aviso, pero yo no me percaté de nada. Los acontecimientos ya se habían desencadenado. El grupo de depredadores se hallaba sentado a kilómetros de distancia aguardando su presa. Al día siguiente, una etiqueta sobre el equipaje que yo había deshecho una hora antes rezaría «sin reclamar» y éste permanecería almacenado, un mes tras otro. Iba a convertirme en uno de tantos norteamericanos desaparecidos en un país extranjero.
Era una sofocante mañana de octubre. Estaba de pie con la vista fija en el camino de entrada al hotel australiano de cinco estrellas, esperando a un mensajero desconocido. En lugar de recibir una advertencia, mi corazón cantaba. Me sentía muy bien, excitada, triunfante y preparada. Interiormente me decía: «Hoy es mi día».
Un jeep descubierto enfiló la entrada circular. Recuerdo que oí el chirrido de los neumáticos sobre el pavimento humeante. Una fina llovizna roció el metal oxidado por encima del follaje de los cayeputi intensamente rojos que flanqueaban el sendero. El jeep se detuvo y el conductor, un aborigen de treinta años, me hizo un gesto con la mano para que me acercara. El buscaba a una americana rubia. Yo esperaba que me escoltaran a una reunión tribal aborigen. Bajo la mirada crítica de los ojos azules del portero aussie, el conductor y yo convinimos mentalmente en nuestro acierto.
Antes incluso de realizar torpes esfuerzos para subir al vehículo todo terreno a causa de los tacones, resultó evidente que me había vestido de forma inadecuada. El joven conductor que tenía a mi derecha llevaba pantalones cortos, una sucia camiseta blanca y zapatillas de tenis sin calcetines. Yo había supuesto que utilizarían un automóvil normal, tal vez un Holden, el orgullo de la industria automovilística australiana, cuando me dijeron que pasarían a buscarme. Jamás hubiera imaginado que me enviarían un vehículo completamente abierto. Bueno, en cuestión de vestuario prefería pecar por exceso que por defecto para asistir a una reunión en mi honor, con banquete y entrega de premio.
Me presenté. El se limitó a asentir y actuó como si supiera quién era yo. El portero frunció el ceño cuando pasamos por delante de él. Recorrimos las calles de la ciudad costera dejando atrás las hileras de casas con porche, las cafeterías y los parques de cemento sin hierba. Me aferré a la manilla de la puerta cuando dimos la vuelta a una plaza circular en la que convergían seis carreteras. Cuando enfilamos una de ellas, el sol quedó a mi espalda. El traje de chaqueta de color melocotón que me había comprado y la blusa de seda a juego empezaban a darme calor. Supuse que el edificio estaría al otro lado de la ciudad, pero me equivocaba. Entramos en la carretera principal, que discurría paralela a la costa. Al parecer la reunión se llevaba a cabo fuera de la ciudad, más lejos del hotel de lo que yo esperaba. Me quité la chaqueta, pensando en lo estúpida que había sido por no haberme informado mejor.
Al menos llevaba un cepillo en el bolso, y la media melena teñida y recogida en una elegante trenza.
No había perdido la curiosidad tras recibir la primera llamada telefónica, aunque no podía decir que aquello me cogiera realmente por sorpresa. Después de todo, no era la primera muestra cívica de reconocimiento que recibía, y mi proyecto había tenido un gran éxito. Tarde o temprano había de notarse mi trabajo con los aborígenes adultos que vivían en las ciudades, en un ambiente marginal, que habían demostrado abiertamente tendencias suicidas, y en quienes había conseguido inculcar el sentido de la utilidad y del éxito financiero. Me sorprendió que la tribu de la que procedía la invitación viviera a tres mil doscientos kilómetros, en la costa opuesta del continente, porque yo sabía muy poco de las naciones aborígenes, excepto los comentarios superficiales que oía ocasionalmente. No sabía si se trataba de una raza común o si, al igual que los nativos americanos, existían grandes diferencias entre sus distintas lenguas.
Sentía curiosidad sobre todo por saber qué pensaban regalarme. ¿Otra placa grabada de
madera para almacenar en Kansas City? ¿Un simple ramo de flores? No, no podían ser flores, con cuarenta grados de temperatura; además, resultarían muy engorrosas de llevar en el vuelo de regreso. El conductor había llegado puntual, a las doce del mediodía, como se había acordado. Así que, por lógica, estaba segura de que me ofrecerían un almuerzo. Me pregunté qué demonios nos pondría para comer una asamblea de nativos. Esperaba que no fuera la tradicional comida australiana servida por un proveedor. Tal vez se tratara de un buffet improvisado y por primera vez podría probar platos aborígenes. Esperaba ver una mesa cubierta de pintorescos cacharros.
Me disponía a pasar por una experiencia maravillosa y única y esperaba con ansia que fuera un día memorable. En el bolso, que había comprado expresamente para la ocasión, llevaba una cámara fotográfica de 35 mm y un pequeño magnetófono. No me habían dicho nada sobre micrófonos ni focos, ni me habían hablado de que pronunciara un discurso, pero yo iba preparada. Una de mis mayores cualidades era la previsión. Después de todo tenía cincuenta años y en mi vida había sufrido la suficiente vergüenza y desilusión como para saber adoptar planes alternativos. Mis amigos destacaban mi eficacia. «Siempre con un plan B en la manga», les oía comentar.
Un tren de carretera (como llaman los australianos a un grupo de enormes camiones remolque circulando en convoy) pasó por nuestro lado en dirección opuesta. Los camiones emergieron de repente de las ondulaciones que producía el calor en el aire, justo en el centro de la carretera. Salí de mi ensoñación con una sacudida cuando el chófer dio un volantazo y dejamos la carretera para enfilar un camino de tierra desigual que se extendía durante kilómetros en medio de una niebla de polvo rojo. En algún lugar desaparecieron los dos profundos surcos y me di cuenta de que ya no había camino delante de nosotros. Íbamos haciendo eses entre los arbustos y dando tumbos por el desierto accidentado y arenoso.
Intenté entablar conversación varias veces, pero el ruido del vehículo descubierto, el roce de los bajos del chasis y los botes que daba mi cuerpo lo hacían imposible. Tenía que mantener las mandíbulas apretadas con fuerza para no morderme la lengua. Evidentemente, el chófer no tenía interés en entablar conversación.
La cabeza me rebotaba como si fuera una muñeca de trapo. Cada vez hacía más calor. Tenía la impresión de que las medias se me habían derretido en los pies, pero temía quitarme los zapatos por miedo a que salieran disparados a la planicie cobriza que nos rodeaba hasta donde alcanzaba la vista. No confiaba en que el conductor mudo se detuviera para recogerlos.
Cada vez que se me empañaban las gafas de sol, me las limpiaba con el borde de la combinación. El movimiento de los brazos abría la compuerta a un río de sudor. Notaba que el maquillaje se estaba disolviendo y me imaginaba el colorete rosado de las mejillas resbalándome en churretes rojos hasta el cuello. Habrían de concederme veinte minutos para arreglarme antes de la presentación. ¡Insistiría!
Miré el reloj; habían transcurrido dos horas desde que entramos en el desierto. Hacía años que no pasaba tanto calor y que no me sentía tan incómoda. El conductor permanecía callado, salvo algún canturreo ocasional. De pronto me di cuenta: ¡No se había presentado!
¡Quizá no me hallaba en el vehículo correcto! Pero eso era una tontería. Yo no podía bajarme, y él desde luego parecía seguro de llevar la pasajera correcta.
Cuatro horas más tarde nos acercábamos a una construcción de hojalata ondulada. En el
exterior ardía un pequeño fuego y dos mujeres aborígenes se levantaron al vernos. Ambas eran bajas y de mediana edad, iban escasamente vestidas y nos recibieron con una cálida sonrisa. Una de ellas llevaba una cinta en el pelo de la que escapaban gruesos rizos negros en extraños ángulos. Las dos parecían delgadas y atléticas, con rostros llenos y redondos en los que relucían los ojos castaños. Cuando me bajé del jeep, mi chófer dijo: «Por cierto, soy el único que habla inglés. Seré tu intérprete, tu amigo».
«¡Fantástico! -pensé-. Me he gastado setecientos dólares en el billete de avión, la habitación del hotel y ropa nueva para mi presentación a los nativos australianos, y ahora resulta que no saben inglés ni deben tener ni idea de la moda actual.»
Bueno, allí estaba, así que más valía que intentara adaptarme, aunque en el fondo sabía
que no podía. Las mujeres hablaron con ásperos sonidos extraños que no parecían frases sino palabras sueltas. Mi intérprete se volvió hacia mí y me explicó que debía limpiarme para poder asistir a la reunión. No comprendí a qué se refería. Era cierto que estaba cubierta de varias capas de polvo y sudor por el viaje, pero no parecía que ése fuera el significado. Me tendió una pieza de tela para envolverme el cuerpo, y que al desplegarla adquirió el aspecto de un harapo. Me dijeron que debía quitarme la ropa y ponérmelo. «¿Qué? -pregunté incrédula-. ¿Habla en serio?» El repitió las instrucciones con severidad. Miré a mi alrededor buscando un lugar donde cambiarme; no había ninguno. ¿Qué podía hacer? El viaje había sido demasiado largo y había soportado excesivas incomodidades como para negarme al final. El joven se alejó.
«Oh, qué más da. Estaré más fresca que ahora», me dije. Así pues, con la mayor discreción posible, me quité la ropa nueva y manchada, la doblé con esmero y me puse el atuendo nativo.
Coloqué mis cosas sobre la piedra que momentos antes había servido de asiento a las mujeres en su espera. Me sentí ridícula con aquel trapo descolorido y lamenté haberme gastado el dinero en ropa «para causar buena impresión». El joven reapareció. También él se había mudado.
Se acercó a mí casi desnudo, vestido únicamente con un trapo a modo de bañador y descalzo, como las mujeres junto al fuego. Me dio entonces instrucciones de quitármelo todo: zapatos, medias, ropa interior, y todas las joyas, incluso los pasadores con que me sujetaba el pelo. Lentamente mi curiosidad empezaba a disiparse para dar paso a la aprensión; aun así hice lo que me pedía.
Recuerdo que metí las joyas en un zapato. También hice algo que parece ser natural en las mujeres, aunque estoy segura de que no nos enseñan a hacerlo: coloqué la ropa interior escondida entre las demás prendas.
Un manto de espeso humo gris se elevó de los rescoldos cuando añadieron más maleza seca. La mujer de la cinta en el pelo cogió lo que parecía el ala de un enorme halcón negro y abrió para formar un abanico. Lo agitó frente a mí desde la cabeza a los pies. El humo se arremolinó, sofocándome. Luego la mujer movió el dedo índice en un círculo, lo que interpreté como «date la vuelta». El ritual del humo se repitió a mi espalda. Después me dijeron que pasara por encima del fuego y a través del humo.
Finalmente me dijeron que había quedado limpia y que podía entrar en el cobertizo metálico. Cuando mi escolta masculino de color bronce rodeó conmigo el fuego en dirección a la entrada, vi que la misma mujer recogía todas mis cosas. Las sostuvo en alto sobre las llamas. Me miró, sonrió, y al tiempo que nos reconocíamos con la mirada, dejó caer los tesoros que tenía en las manos. ¡Todas mis pertenencias arrojadas al fuego! La mujer me indicó entonces con un gesto que pasara sobre el fuego atravesando el humo.
Por un momento mi corazón dejó de latir; lancé un profundo suspiro. No comprendo cómo no solté un grito de protesta y corrí inmediatamente a recuperarlo todo. Pero no lo hice.
La expresión del rostro de la mujer indicaba que su acción carecía de malicia; lo había hecho como el que ofrece a un extraño una insólita muestra de hospitalidad. «Es sólo una ignorante -pensé. No entiende de tarjetas de crédito ni de documentos importantes.» Di gracias por haber dejado el billete de avión en el hotel. Allí tenía también más ropa, y ya me las ingeniaría para atravesar el vestíbulo con aquel atuendo cuando llegara el momento. Recuerdo que me dije:
«Hey, Marlo, eres una persona tolerante. No vale la pena que te salga una úlcera por esto».
Pero tomé nota mentalmente de sacar más tarde uno de los anillos de entre las cenizas. Con un poco de suerte el fuego se extinguiría antes de que tuviera que volver a la ciudad en el jeep.
Pero no iba a ser así.
Sólo después comprendí la simbología que encerraba el acto de quitarme las valiosas joyas que yo consideraba tan necesarias. Aún me faltaba aprender que, para aquella gente, el tiempo no tenía absolutamente nada que ver con las horas del reloj de oro y diamantes entregado para siempre al fuego.
Mucho tiempo después comprendería que aquella liberación del apego a los objetos y a ciertas creencias era un paso imprescindible en mi desarrollo humano hacia el ser.
Notas
1) El término Outback se refiere a regiones rurales y remotas de un país, pero sobre todo a las zonas desérticas del interior de Australia y Nueva Zelanda. (N. de la T.)
2) Breve retiro a la vida errante de las regiones del interior de Australia que suelen tomarse los aborígenes ocasionalmente. (N. de la T.)
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