domingo

DOS ENTREVISTAS A EDUARDO MILÁN


por María Inés Castro


UNO: “IGNORANCIA ES TAMBIÉN NO SABER DÓNDE SE ESTÁ PARADO, DESDE DÓNDE SE HABLA

(reportaje recuperado de la revista Hermes criollo / 2007-2008)
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En una entrevista que le realizaron usted habló de Uruguay como “un país surtidor de nómades”  donde los uruguayos viven “en la extrañeza de estar en un lugar que no le pertenece”. Ante esto, ¿se puede hablar de un genuino proceso cultural del Uruguay?

Las dos posibilidades caben en esa parcela afectiva y heroica a la que yo llamo Uruguay.

Que Uruguay haya sido (no recuerdo exactamente el contexto de la frase ni la fecha de la entrevista) un surtidor de nómades, que los uruguayos vivan en una extrañeza de estar en un lugar que no les pertenece -esos personajes de Morosoli, esos personajes de Felisberto Hernández, ese Julio Herrera y ese Roberto de las Carreras y si uno quiere remontar el azar aguas arriba, aquellos Lautréamont y Laforgue- no quita que se pueda hablar de un genuino proceso cultural de Uruguay. Es más: creo que el error sería considerar el “proceso cultural uruguayo” estrictamente dentro del área geográfico-nacional llamada Uruguay, sólo con los que “están” dentro del ámbito de la aceptación del lugar, sin la mancha de los nómades o de los que no encuentran lugar dentro de fronteras. El proceso cultural  es una dinámica, nunca un estar ya hecho, el nombre “proceso” lo dice. ¿Cuando empieza ese proceso cultural uruguayo? ¿Con el silencio de Artigas, con su negativa al retorno? Eso sería privilegiar el momento de afuera de alguien que estuvo muy adentro. ¿Dónde sigue ese proceso cultural uruguayo? ¿Ahora, con el gobierno del cambio, con un presidente cómplice de un genocida, con una camarilla cultural empotrada en el poder como si hubiera descubierto que el poder seduce y es interesante? Eso sería privilegiar el momento meramente contingente de personajes que parecían más cercanos a una duración -están ahí por elección mayoritaria, conciente- y son pura coyuntura. ¿No recuerdan los intelectuales uruguayos que sacan partido de la situación actual el cuento Rodríguez de aquel otro admirable nómada imaginario que era Paco Espínola, un cuento no precisamente sobre el diablo sino muy precisamente sobre el poder? Es el mismo autor de Qué lástima, ese precioso texto donde alguien repite “qué lástima que la gente sea tan pobre”. Paco se refiere a la pobreza económica. Pero hay que hacerla extensiva a la pobreza cultural. Es el problema de siempre, y en especial de los gobiernos de transformación -o que pretenden serlo. El combate a la indigencia se considera aparte del combate a la ignorancia, considerada sólo como el no “saber” lo elemental, leer y escribir, por ejemplo. Pero ignorancia es también no saber dónde se está parado, desde dónde se habla. En este sentido los seres humanos se parecen mucho a los poemas que hacen los mismos seres humanos sin saber muy bien qué hacen. En otras palabras, el proceso cultural uruguayo está integrado por gente que vive dentro del Uruguay y gente que ha vivido en el Uruguay y vive afuera. De lo contrario, habría que hacer una salvedad durante los “estados de excepción” como la dictadura militar. En aquel momento oscuro ¿las casi medio millón de personas que estaban afuera por motivos políticos y económicos formaban parte del “proceso cultural uruguayo” o estaban en situación de flotación, lo cual es, de alguna manera, un hueco interno en el cuerpo social que se quedó dentro del Uruguay, una ausencia con flecha para afuera? Esa conciencia de estar y no estar, de contar y no contar -lo que tiene que ver con relatar y no relatar- para los otros, para los de “afuera”, acompañó a parte de mi generación, la de mis amigos y yo. Vivir en Uruguay en aquella precisa coyuntura era rebelarse contra la tentación del afuera o entregarse a él. En la mediación de lo que digo está la capa de la población que luchó por cambiar las cosas, entre los que cuento a mi padre. El ser y el sentirme hijo de mi padre, preso político durante los 12 años de la dictadura militar, y además ser poeta, me vuelve un participante activo del proceso cultural uruguayo, medio adentro y medio afuera quizás, pero integrante del mismo. Lamento desilusionar aquí a los que me dieron por ido. Todo lo que acabo de decir puede considerarse un extracto conceptual, “realizado” como un sueño,  de la literatura de Onetti. A propósito de Onetti, que vivió tanto afuera, ¿qué porcentaje de uruguayeidad cultural le otorgaríamos para hacerlo integrar el proceso? Cuando me di cuenta que en materia cultural el actual gobierno uruguayo es un gobierno de alternancia en el poder dejó de interesarme (la política cultural uruguaya actual, no el proceso cultural uruguayo que me sigue interesando como algo que también me pertenece).

¿Qué determina la pertenencia o la no pertenencia de un escritor uruguayo al proceso cultural del Uruguay? ¿Se trata de “fidelidad”  a algo? ¿Cuál es su visión y su situación al respecto?

Ya he contestado algo al respecto en la respuesta anterior. Hay gente brillante que se ha esforzado por hacer que Lautréamont tenga algo que ver con aspectos culturales uruguayos -más allá de las menciones que el propio Ducasse hace en los Cantos. En términos de melancolía, tal vez Laforgue fuese más uruguayo. ¿Cómo saber? La melancolía es una característica psicológica compartida, también muy propia de los portugueses, no así de los japoneses. ¿Eso nos permite señalar la común estirpe escritural de Lautréamont y Fernado Pessoa y su profunda diferencia con Mishima? Claro que no. Uno puede decir que Onetti es más uruguayo que la gran mayoría de los escritores uruguayos porque en él se cumple el lleno de una metáfora que señala de manera complicante a toda una comunidad de gente real-histórica. “Santa María” llenó al Uruguay de sentido. ¿Pero ese sentido “imaginario” no tenía que ver más con sentidos emanados de la realidad histórica uruguaya que marcaron indeleblemente el modo de ser y de actuar de capas sociales de Uruguay durante mucho tiempo? Me refiero de nuevo a Artigas, a la acumulación a la vez mítica y real de derrota que expresa su significación en tanto que negación. Me refiero a los movimientos políticos rebeldes uruguayos. A mí no me interesa el concepto victorioso tan de moda en el modelo neoliberal actual. Julio Ramón Ribeyro tiene un título de sus diarios que dice de manera inmejorable esto a lo que me refiero: “La tentación del fracaso”. Y Ribeyro era peruano. Escritor uruguayo para mí es aquel que, vinculado a Uruguay, asume una estirpe que tiene que ver con un estar en el mundo en lucha contra la tentación del fracaso. Si vence o pierde no me interesa. Bush no puede ser uruguayo. Pero eso es demasiado claro: repartamos géneros, tampoco la señora Clinton. Eso no quiere decir que sea ese el único sentido. El sentido de la literatura de Levrero también. Hablo de narradores porque en esa literatura es más fácil identificar lugares de acceso a modos de acción que se reiteran. La dignidad, por ejemplo, era un valor para mí generación y, antes, para la generación de mi padre. No lo sé para los jóvenes. Cuando digo Benavides, Medina Vidal, Alfredo Zitarrosa, Eduardo Darnauchans, Salvador Puig, Roberto Appratto, sé que estoy hablando de dignidad en este sentido. Cuando digo Juan Carlos Macedo se me aparece la dignidad de la escritura soldada a la dignidad humana, algo ya muy poco frecuente. La dignidad ha marcado de manera nítida el comportamiento social mayoritario -pero también por momentos minoritario- en Uruguay desde mediados del siglo pasado hasta acá. Para no hablar de la independencia y de “mis anarcos queridos” como decía Zitarrosa. Uruguay tiene que ver, para mí, con la dignidad. Diría que se me aparece un horizonte mítico que a veces se vuelve acción de lo real o presentación en la realidad de eso que se llama dignidad que no se me aparece en otros lugares. En Palestina, ese territorio por el que luchan los palestinos, también se me aparece.

Los artistas que han emigrado o que en su “extrañeza” se han exiliado en algún “no lugar” del país, ¿conforman un proceso paralelo? ¿Hay un proceso mayor que los contenga, el latinoamericano, por ejemplo?

La escritura es un lugar que comunica varios territorios. La literatura del exilio está comunicada con la literatura del no-lugar interno de un país. Siempre y cuando las vivencias también sean parte de la realidad de quien escribe, no sólo de su imaginario. No se puede ya decir que “toda literatura es exiliada” o toda literatura implica un no-lugar. Porque si el que escribe es alguien que está en conjunción con su lugar, con su país, con el estado de cosas, ¿de qué exilio y de qué no-lugar estamos hablando? Esos lugares son lugares desolados, dolorosos, no son puntos de paraíso en la escritura sino marcas, cicatrices. Si hay algo que tengo en común con los escritores uruguayos que te mencioné es, sin duda, ese patrimonio.

Háblanos de tu imaginario poético y de esa etapa en la que realizaste tus primeras publicaciones en Uruguay.

La poesía para mí es rehacer permanente. Es como la tradición, como los procesos culturales, como la democracia (Boaventura dos Santos): siempre tiene que estar construyéndose. En ese sentido intento estar rehaciendo lo hecho. No importa ser coherente en el plano poético. No es el plano del compromiso político, por ejemplo. Ahí hay que ser coherente. Son palabras que pueden comunicar pero no tienen el mismo espesor de significación ni tampoco de conducta. La palabra de un hombre que escribe poesía puede traicionar. Pero es muy difícil que haya una “traición poética”. Por otra parte, una característica que nos aparta de la tradición -y que ya está en la ruptura de la vanguardia- es que uno no tiene que aparentar en poesía un “fuera de vida” o un “objeto de arte” incomunicado con el avatar vital. La obra de arte tradicional se construye “en ausencia” de conflicto vital. El dolor del exilio de Dante rara vez se nota en la Comedia. Se derrumba cuando oye la desdicha de amor de Francesca. Pero no porque esté fuera de casa. Llora por un valor, por un dolor universal. Hoy rescatamos todo en poesía. Somos una tribu primitiva con el pudor y el cuidado de no tirar. Lo aprendimos con Duchamp. Sólo tiramos lo que no es sustentable poéticamente, no lo que debe ajustarse a cierta cantidad o a ciertos parámetros de presencia. Me parece un cambio radical el que se operó en este sentido. Esto lo estoy tratando de resaltar en mí último y extenso libro de poemas, Blomá, inédito todavía.

En cuanto a los años últimos antes de salir de Uruguay, que coinciden con mis tres primeros libros: lo recuerdo como mi escritura más vivida intensamente. Bajo el signo de la dictadura y de la soledad uno escribe así. Siempre vuelvo a eso que quedó en mí como una marca mítica.

Háblanos de la visión actual del proceso cultural del Uruguay y de su panorama poético actual.

Voy a hablar de ambas cosas a la vez. Durante la resistencia a la dictadura, Uruguay, en las mentes pensantes que no estaban escondidas o siendo torturadas o en la indigencia pura y dura, tenía un culto al nivel de calidad cultural. Eso ocurre: en el momento oscuro se restringe todo, se restringe lo cuantitativo y se cultiva la calidad como flor de invernadero. Hay poco de todo. La circulación es más difícil, hay mayor cuidado. La vida está en peligro. También los productos culturales. Con el cambio de gobierno hay una efervescencia tal que parece que el simple cambio justifica todo de antemano. Hay entonces una confianza en el momento, una esperanza, una expectativa que parecen autoabastecerse. Y además una estigmatización en el aire: la que pesa sobre el ejercicio crítico. En el momento de cambio ser crítico es sinónimo de ser traidor cuando es precisamente lo contrario: no hay mayor apoyo a un intento de cambio que el ejercicio crítico paralelo.

El aparato de gobierno uruguayo actual tiene una realidad sumamente difícil por las razones sabidas: integración, cuidado de la autonomía, lucha con las contradicciones internas, integración regional. Pero hubo algo para mí imperdonable: la peripecia-Bush protagonizada por el presidente Vázquez. En ese tipo de coyuntura se cae de una resistencia, de un pasado de gran dignidad a la vergüenza nacional desde el lado institucional. Y no se trata de que ya que alguna vez comiste sapo ahora puedes comer cocodrilo, parodiando el ejemplo -justificativo, claro- que dio Mújica. Lo que hay que preguntar es si alguna vez intentó comerse un genocida. O sea, ante la dificultad o la franca adversidad -en este caso ético-política-ideológica- hay un proceso de autolegitimación a cómo dé lugar. De cualquier manera prefiero esa vergüenza de izquierda que a cualquier tipo de derecha. En términos poéticos me parece que se practica una especie de autocomplacencia. Los uruguayos concientes padecían hace años -durante la dictadura e incluso después- un conflicto con la comunicación con el mundo exterior. Se era conciente del aislamiento. Nunca fue humillante reconocer el estado en que uno se encuentra sobre todo cuando hay posibilidades de ubicar, como dice Deleuze, puntos de fuga. Pero ahora lo que veo -grosso modo, claro- es autocomplacencia, que es lo que sobreviene cuando uno es víctima de su propio destino. En las jóvenes generaciones poéticas veo cualquier cosa y todo junto. Lo que se hace es previsible. Lo último que me sorprendió fue Midland de Bacci, el último libro de Nicolás Alberte y un poema de Leandro Costas que ví publicado en el segundo número de la nueva época de Maldoror. Hay una crisis de conciencia en la poesía uruguaya y me da la impresión de que eso tiene que ver con el abandono de una significación de resistencia otorgada a la cultura.





DOS: “EL LENGUAJE, AHÍ, EN LA NOCHE, SE VE QUE NO ALCANZA”

(reportaje inédito)

¿Por qué escribe poesía?

Abarcar esta pregunta ahora no es lo mismo para mí que haber intentado contestarla hace 20 o 30 años. Aunque el origen del problema, esa interrogante, tiene que ver con acontecimientos que me hicieron decidirme a eso, a la poesía, la respuesta varía con el tiempo. La pérdida, en mi caso, de seres queridos está en primerísimo lugar: muerte de mi madre, y años después, cárcel, por razones políticas, de mi padre, como respuestas al “por qué”. El arranque profundo de ese movimiento es una cuestión de amor, de unirse a algo en circunstancias en que la vida separa. La poesía permite unirte a lo que quieras. La poesía te da un lugar que la sociedad o la vida misma te niegan. Es, en ese sentido, una práctica, una relación profunda con algo convertido en esencial que puede ir en contra de la adversidad que siempre tiende, para nosotros, a convertirse también en algo esencial, definitivo. Uno comienza a escribir poesía y entra en tensión con todo: con los otros -con cada otro-, con la sociedad, con el sentido común, con los poderes fácticos. ¿Por qué a alguien se le ocurre una práctica que a la vez que no le interesa a nadie -no es de la poesía el interés- lo pone en exposición, lo cuelga en la pared ante la mirada de lo demás? Por carencia. Y ahí empiezan a aparecer los “compañeros” -porque así lo exige la mitopoética personal para hacer frente al evento que se abre por delante- en “ayuda”: Dante, Guillaume de Poitiers, Ezra Pound, William Carlos Williams, Vallejo, Nicanor Parra, y los que te gusten más. Ese aparecer es posible por los que juegan a su vez como mediadores que posibilitan ese diálogo: los poetas “cercanos” -que serían los verdaderos “compañeros”, en rigor- los que te enseñan que toda la lista vale la pena. En mi formación adolescente aparecen Washington Benavides y poco después Jorge Medina Vidal. En este momento ya estás, en menor o mayor grado, en la escritura. Y como la poesía no se ve -es decir, es insustituible- esa relación debería durar toda la vida. Claro que es posible un quiebre en la relación con la imaginación y optar por la realidad como Rimbaud: la realidad-pasión. Y abandonarlo todo. También puede producirse la renuncia a la poesía por la misma razón que te unió a ella: el amor que abandona puede producir el abandono de ese Amor -para distinguir Objeto de objeto. Muchos años después, ahora, me doy cuenta que empecé a escribir poesía porque descubrí que la poesía podía salvarme la vida. No sé si todo el tiempo -en mi caso no-, no sé si con la misma destreza y agilidad siempre.

En su último libro (1), usted utiliza esa misma expresión “mitopoética personal”; es más, la define: “Mitopoética personal: / capacidad autorreflexiva de / incorporarse a un cuerpo mayor / algo así como un rastreo arriba, /… Ese “rastreo arriba” parece irse más allá del lenguaje, trascender las partes de ese “evento que se abre por delante” ¿hasta qué punto usted está en una búsqueda mística?

Está de moda ser místico. Tiempos de new age, tú sabes. Tiempos de búsqueda espiritual con las resonancias amenazantes del nihilismo del siglo diecinueve que cayó sobre nosotros luego de la caída anterior, la del socialismo real. Sin asideros, a la deriva, pura producción y consumo. De modo que está de moda eso, ser místico. Si místico es el acto de intentar hablar con un dios no tengo nada de místico. Acepto la insuficiencia del lenguaje. Esta es una forma de aceptar la orfandad. Nada más ni nada menos que alguien que escribe poesía todavía en un ritmo anterior a la banalización de toda práctica que vivimos en la actualidad donde lo único que devuelve seriedad a algo (a veces una seriedad trágica, como la lucha a tiros por la sobrevivencia) es el principio de realidad, una noción también antigua, es decir, moderna. Banalización de la experiencia poética, también. En ese texto, el de la “mitopoética personal”, que sigue con una imagen de Tupac Amaru descuartizado en el cielo, lo que trato es de señalar algo que vale la pena como valor muy por encima de lo que ocurre aquí abajo, que ahora es “bien abajo” en los dos sentidos: en el de contentos con el nivel y en el de profundidad del abajo. Ni tampoco nada de religioso en sentido institucional. Salvo algunas líneas de la Teología de la Liberación, la Iglesia es la responsable de un rosario de crímenes  todavía impunes en la historia de América Latina. Es la responsable también de que cualquier aproximación a una noción de búsqueda espiritual apeste. Lo que tendría de místico sería un odio histórico a la institución-Iglesia. Lo que me gusta de la Iglesia es la historia de su arquitectura. Pero el lenguaje figura un más allá del lenguaje, otras realidades, no una escatología lingüística. El pasmo, el asombro de lo que la vida es no me lo quita nadie. El tartamudeo, forma del balbuceo: yo fui tartamudo en la adolescencia, que es cuando la emoción traspasa el habla en su posibilidad. El habla no alcanza, literalmente. Eso lo saben los místicos.

¿Qué es la poesía para usted?

La poesía es algo sin lo cual no puedo concebir mi existencia. No puede, en mi caso, resultar de otro modo después de más de casi 40 años en el tema y la gran mayoría de esos años en la escritura. Podría, como es común, no haber escrito ni una palabra poética. No sería el que soy. De modo que no puedo separar ser y hacer en este caso. Luego, un poco más contextualizado el tema, la poesía significa para mí estar en el terreno de los huesos duros de roer. Hay quien toma la práctica poética como algo “habitual”. Es totalmente falso. Uno se habitúa a la poesía. Pero si hay algo que la poesía no es nunca es “habitual”, una calle, una silla, un naranjo. No en este tiempo, sí tal vez en otro en el que la relación humana con lo que considera esencial fuera una práctica de cierta frecuencia. En todo caso, hacer hábito de la poesía me parece lo que aparta a un poeta de alguien que no es poeta. Uno se habitúa a lo inhabitual. La poesía es tan extraña como la vida cuando es considerada con énfasis (para parodiar a Drummond de Andrade). ¿Un poco de chispa, no? Un poco de fuego, por el aro de fuego. Y un poco más adentro, la poesía es un terreno donde se debate a cada momento su posibilidad. Esto es histórico, no esencial. Seguimos sin saber qué es la poesía desde un punto de vista social o cuál es su lugar en una agrupación humana, su relación con la tecnología, con el resto del arte y sus nuevos soportes. Y esto, estas preguntas que se formulan, si recuerdas, desde el siglo XIX, desde el romanticismo alemán, desde Hölderlin: “¿Para qué poesía en tiempos de penuria?” (hay otra versión más polémica y secular, pre-nihilista, que dice: “¿Para qué poesía en tiempos sin dioses?”), son las que retrotraen el problema hacia su debate verdadero. Lleva al molino de la poesía -“alimento del espíritu”. Lo cierto es que la poesía es totalmente necesaria para quien la quiere. En este sentido se entiende “no poder vivir sin poesía”. La poesía muestra esta misma y otras realidades vistas desde otras miradas y otros ángulos y puede mostrar profundidades a las que nos deshabituamos. La sociedad actual es de una relación escasa con la profundidad. Lo profundo es un espacio ocupado en general por otra forma de arte, que, como la poesía, ya no es una “forma de arte”: la sobrevivencia. Si la sobrevivencia está en lugar, no de lo esencial, que lo es, sino de lo que se entiende por profundo: lo que no está a simple vista, entonces estamos jodidos. Y si estamos jodidos estamos en situación de pensarlo todo de nuevo. Por ejemplo: qué valor le otorgamos -ese lamento de Hölderlin con alcance absoluto- para que una quiebra en el orden suprasensible ponga en duda la pertinencia de la poesía. ¿Estaba la poesía en posición de valor absoluto? En el siglo XIX, para los románticos alemanes, sí. En vez de poesía escribían Poesía. Para nosotros ese valor otorgado a la poesía es hoy inconcebible en la práctica. Lo que quedó de aquello son unas migajas de aura que se dejan percibir cuando alguien lee,  cuando alguien “viene”: el seguimiento de un ritual que no tiene más explicación, como ritual, que en sí mismo. En el medioevo cierta poesía -la popular, tautológicamente, para el pueblo, la elitista para la nobleza y frecuentadores-trovadores- fue importante, en el Renacimiento fue importante -el público lector se va ensanchando como una mancha de sombra sobre la página-, en el Barroco y, sin duda, en el Romanticismo. Pero este hecho pertenece a un mundo con encanto, encantado. Roto el encanto, preguntada su “verdad”, la cosa pierde color. Ahora, yo estoy complacido de que hayan existido las vanguardias estético-históricas y sus resonancias todavía nos toquen. Sin las vanguardias la misma sinfonía, mejor no. Y además con severas marcas de deterioro en el tiempo de su cuerpo. Mejor que exista esa memoria gloriosa. Al menos para saber qué hacer con ella en este presente.

¿Y en “este presente” qué está sucediendo con su poesía?

No creo que esté sucediendo algo en mi poesía como si fuera un acontecimiento. Pero la formulación de la pregunta es buena. Como si en la poesía de alguien sucediera algo, algo más que poesía, y además, sobresucediera, porque lo que sucede, sucede en presente. Supongamos que así es. En mi poesía están sucediendo variaciones desde hace un rato. El tomar el poema como campo a explorar otorga sorpresa, beneficios, no tanto en sentido económico, claro. En ese libro de poemas que mencionas retomo posibilidades que estaban latentes desde el principio, desde Estación Estaciones, desde Esto Es, desde Nervadura, desde Nivel medio verdadero de las aguas que se besan. En ningún libro de nadie, en los libros de poesía ya hechos, sellados, ingresados al canon o al olvido, nada termina. Yo asumo la cuestión de las vanguardias hoy no como el arte que no terminó cuando tenía que terminar sino como inacabamiento. El poema nunca termina. Es lo que mencionas: ese “está sucediendo”. Valery lo intuyó: “los poemas se abandonan”. Pero él se refería a que el poema nunca se deja de trabajar. Yo me refiero a que el poema no tiene fin, que no es lo mismo. No es “historia sin fin” porque no es historia. Es como si el poema fuera inmortal. Hasta el brevísimo poema talismán de Williams: “Tanto depende / de una carretilla roja”. El poema siempre sigue. Siempre sigue porque nunca empieza. Ahí hago un entronque entre los provenzales que buscan el “encuentro” como “hallazgo” (trovar) del poema y las vanguardias que buscan el fin. Resultado, no hay resultado: hay el suceder interminable, sin finalidad, del poema. Un poco kantiano. Ahí hacen crisis las vanguardias, ahí estalla el estallido, se separa el poema de la vida, donde las cosas terminan. La vida es el espacio donde las cosas empiezan, tienen su desarrollo (o no lo tienen), su clímax (o no lo tienen) y terminan. Hay vidas abortadas desde el comienzo o por la mitad. Muy de esta época, abortar por asesinato, de mil maneras. En el poema nada empieza y nada termina. Lo que captamos -extraemos, extractamos para que la memoria pueda apaciguar o alarmar- en forma especial son sus momentos de esplendor, variables de uno a otro poema, de uno a otro momento. La formulación sería la que sigue: todo está terminando, el poema no está terminando, no más que todo, no menos.

¿Cómo conjuga su labor de ensayista y de crítico con su labor de poeta? ¿Existe esa división entre el poema y su teoría o su análisis, o pueden compartir un mismo lenguaje poético? Pienso en los ensayos de Lezama Lima, por ejemplo y en esa larga lista de poemas titulados “Arte Poética” a través del tiempo.

Son dos formas de concentrarse, en un primer vistazo: la poesía por sustitución -o por concatenación- y la prosa por contigüidad, por contagio inmediato. Pero hay un cruce de caminos, una encrucijada como digo en Un ensayo sobre poesía (2). Optar. Elegir un rumbo, lo que por momentos parece un abandono de las otras opciones. Pero no lo son, se ve más adelante: aquella alternativa podía ser retomada por el camino más largo a Pocitos, saltando, y por el atajo a la montaña, entre el humo de los bordes de las chozas y la bruma de la niebla que sube o baja -no sabemos. Hace mucho que tengo la noción de poema como ensayo (en realidad lo tienen todos los poetas que asumen un cierto legado, un cierto linaje proveniente de la crisis del arte de fines del XIX-principios del XX, pero no todos lo hacen). Desde mis primeros textos tenía la fascinación ante el poema que me decía: “esto es afirmación” (tengo una publicación en Uruguay, antes de salirme, que se llama Esto Es (3). Al mismo tiempo, tenía la pregunta: “¿Por qué se escribe así y no así?”. Darnauchans lo vio claro cuando me decía: “Vos escribís desde afuera”. Ahí comprendí que no hay una forma de escribir este poema sino varias. Pero lo aprendí por olfato, por intuición, instintivo, perro que habla o canta, RCA Víctor. Eso es una manera de escribir (muy patente desde Errar (4), en Unas palabras sobre el tema (5), Acción que en un momento creí gracia (6) o Habla (7)) que, se diría, implica una noción de ensayar el poema. Parece una cosa -Hamlet: indecisión, signo de una época, entrada del hombre que era en el hombre que será, medio camino sin definición completa… ¿Y si fuera también el hecho de que una decisión no alcanza, y que hay que mantener latentes varias? No significa esto un oportunismo poético, de alguien que no puede elegir porque teme perder ya que elegir es perder lo no elegido, “dos novias para Don Juan”, no. El poema es siempre afirmación, desde sus orígenes rituales donde se afirmaba por reiteración, ese círculo que se crea alrededor de una hoguera, imagen clave para mí, obsesiva: instante ante el fuego donde se conversa en voz baja o se canta en voz baja de noche, donde cualquier palabra o grito se vuelven voz baja, la noche es alta. El lenguaje, ahí, en la noche, se ve que no alcanza. Lo que ocurre es que le agregamos variables a esa afirmación que el poema es. El peligro reside en que eso pueda confundirse con cualquier cosa. Ese peligro siempre estará. Lo humano es ese borde, ese equilibrio inestable que, en cualquier momento -sobre todo ahora- es capaz de hacer caer un sentido hacia el otro lado, su opuesto. Y un ensayo sin salir de lo meramente formulante, del rumor del agua al molino, va y viene a la idea, para mí no es eficaz. Eficaz es caminar bailando. No significa una indecisión: significa tomar conciencia en la práctica de que el poema está materialmente abierto.


Notas

(1) Índice al sistema de arrase, Ediciones Baile del Sol, Tenerife, 2007.
(2) Un ensayo sobre poesía; México, Umbral, 2006
(3) Esto Es; Montevideo, Imprenta García, 1978
(4) Errar; México, El Tucán de Virginia, 1991; reedición en Madrdi, Caracas y Montevideo.
(5) Unas palabras sobre el tema; México, Umbral, 2005;
(6) Acción que en un momento creí gracia, Igitur, Tarragona, 2005;
(7) Habla; Valencia, Pre-textos, 2005.

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