miércoles

RAYMOND CHANDLER - EL SUEÑO ETERNO


VIGESIMOPRIMERA ENTREGA

Capítulo 21

No me acerqué a la casa de la familia Sternwood. Volví a la oficina, me senté en la silla giratoria y traté de distraerme balanceando los pies. Por la ventana entraban ráfagas de viento; el hollín de las chimeneas del hotel de al lado era arrastrado por la corriente a la habitación y vagaba por el escritorio como una planta sin raíces en un solar. Estaba pensando en irme a almorzar y en que la vida es bastante insípida y en que seguramente también sería insípida si me tomaba un trago y en que tomar un trago a esa hora del día no sería divertido. Pensaba en eso cuando Norris me telefoneó. Con su cortés y cuidadosa forma de hablar, me dijo que el general Sternwood no se encontraba bien y que le habían leído algunos artículos del periódico y suponía que mi investigación estaba terminada.

-Sí, en lo que se refiere a Geiger -dije-. No le maté, ¿sabe?

-El general no supone que lo hizo usted, señor Marlowe.

-¿Sabe algo el general sobre las fotos que preocupaban a la señora Regan?

-No, señor. Rotundamente, no.

-¿Sabe usted lo que me dio el general?

-Sí, señor. Tres recibos y una tarjeta.

-Exacto. Los devolveré. En cuanto a las fotos, creo que lo mejor será que las destruya.

-Muy bien, señor. La señora Regan intentó varias veces hablar por teléfono con usted anoche.

-Estaba emborrachándome fuera de casa.

-Sí. Muy necesario, señor, estoy seguro. El general me ha dado instrucciones para que le envíe un cheque de quinientos dólares. ¿Será satisfactorio?

-Más que generoso -dije.

-Y supongo que podemos considerar el asunto terminado.

-¡Oh, claro! Cerrado como un panteón con la cerradura estropeada.

-Gracias, señor. Estoy seguro de que todos lo tendremos en cuenta. Cuando el general se encuentre mejor, posiblemente mañana, le gustaría darle las gracias a usted personalmente.

-Estupendo -dije-; iré y beberé un poco más de whisky, quizá con champaña.

-Me ocuparé de que esté bien frío -dijo el mayordomo.

Eso fue todo. Nos despedimos y colgamos. El olor de la cafetería de al lado entraba por la ventana junto con el apetito. Saqué mi botella, bebí un trago y dejé que mi dignidad se las arreglara sola.

Empecé a repasar con los dedos: Rusty Regan había dejado atrás un montón de dinero y una hermosa mujer para irse a vagabundear con una misteriosa rubia que estaba más o menos casada con un bandido llamado Eddie Mars. Se había ido de repente, sin despedirse, y podía haber un buen número de razones para ello. El general había sido demasiado orgulloso o, en la primera entrevista que tuve con él, demasiado discreto para decirme que la Oficina de Personas Desaparecidas se ocupaba del asunto. Los de la oficina estaban en un punto muerto y no creían que valiese la pena preocuparse. Regan había hecho lo que había hecho y eso era asunto suyo. Yo estaba de acuerdo con el capitán Gregory en que no era probable que Eddie Mars se complicase en un doble asesinato simplemente porque otro hombre se había marchado con la rubia con la que ni siquiera estaba viviendo. Podía haberle fastidiado, pero los negocios son los negocios y había que mantener los dientes clavados en Hollywood para no ponerse melancólico por rubias extraviadas. Si hubiera habido de por medio un montón de dinero, habría sido distinto; pero quince grandes no era dinero para Eddie Mars, no era un timador barato como Brody.

Geiger estaba muerto y Carmen tendría que encontrar algún otro tipo de mala fama para beber con él mezclas exóticas de licores. No creo que tuviera dificultad alguna para encontrarlo. Todo lo que tendría que hacer era pararse cinco minutos en una esquina, con aspecto recatado. Yo confiaba en que el próximo timador que le echase el anzuelo jugaría con ella un poco más suavemente y más a largo plazo, sin precipitaciones.

La señora Regan conocía a Eddie Mars lo bastante como para pedirle dinero prestado. Esto era natural si jugaba a la ruleta y era buena perdedora. Cualquier propietario de casa de juego prestaría dinero a un buen cliente en aprietos. Aparte de esto, tenían en Regan un motivo más de interés: él era su esposo y se había fugado con la mujer de Eddie Mars.

Carol Lundgren, el muchacho asesino de vocabulario limitado, quedaría fuera de circulación por mucho tiempo, si no lo amarraban antes a una silla sobre un cubo de ácido. No lo harán, porque confesará y así ahorrarán dinero al país. Todos lo hacen cuando no pueden pagarse un buen abogado. Agnes estaba custodiada como testigo presencial. No la necesitarán si Carol confiesa y si se declara culpable. La soltarán. No creo que quieran airear el negocio de Geiger, aparte de lo cual nada tienen contra ella.

Quedaba yo. Había ocultado un asesinato y escamoteado pruebas durante veinticuatro horas, pero aún estaba en la calle y tenía en perspectiva un cheque de quinientos dólares. Lo más inteligente que podía hacer era beberme otro trago y olvidarme de todo el barullo.

Siendo esto sin duda lo más inteligente que podía hacer, telefoneé a Eddie Mars y le dije que iba a ir a Las Olindas esa tarde para hablar con él. ¡Sin duda yo era inteligente!

Llegué allí alrededor de las nueve, bajo una clara luna de octubre, que se perdía entre las capas superiores de una niebla marina. El Cypress Club estaba al otro extremo de la ciudad, en un ruinoso caserón que había sido en otros tiempos residencia de verano de un ricachón llamado De Cazens y posteriormente convertido en hotel. Ahora era un enorme edificio destartalado por fuera, situado en un bosquecillo de cipreses de Monterrey, retorcidos por el viento, que le daban su nombre. Tenía unos enormes portales con volutas y torrecillas por todas partes, adornos de vitrales alrededor de las amplias ventanas, grandes establos vacíos en la parte trasera y, en general, un aspecto de nostálgica decadencia. Eddie Mars había dejado la parte exterior como la encontró, en lugar de modificarla, para que pareciese un estudio de la Metro Goldwyn Mayer. Dejé mi coche en una calle con chisporroteantes arcos de luz y entré en los jardines por un húmedo paseo de arena que iba hasta la entrada principal. Un portero con abrigo de doble hilera de botones me hizo entrar en un enorme vestíbulo oscuro y silencioso, del cual partía una majestuosa escalera de roble que se perdía en la oscuridad del piso superior. Dejé mi sombrero y mi abrigo en el guardarropa y esperé escuchando música y voces confusas, detrás de las pesadas puertas, que parecían muy lejanas y que no pertenecían al mismo mundo que el edificio. Entonces, el rubio de cara pesada, que había estado con Eddie Mars y con el boxeador en casa de Geiger, salió por una puerta que había debajo de la escalera, me sonrió fríamente y me condujo, por un pasillo alfombrado, al despacho del jefe.

Era una habitación cuadrada, con una amplia ventana y una chimenea de piedra en la que ardían perezosamente troncos de enebro. Estaba recubierta de nogal y tenía frisos de damasco descolorido en los tableros. El techo era alto y remoto. Se percibía olor a mar.

El escritorio oscuro y sin brillo no hacía juego con la habitación, pero tampoco lo hacía con nada que hubiese sido fabricado después de 1900. La alfombra tenía un bronceado de Florida. Había una radio en una esquina, un juego de té de Sèvres en una bandeja de cobre junto a un samovar y, en otra esquina, una puerta con cerradura.

Eddie Mars me sonrió amablemente, me estrechó la mano y me señaló con la barbilla la caja fuerte.

-Soy una persona fácil de dominar por la gente, excepto en lo que respecta a eso -dijo con alegría-. La policía local se deja caer todas las mañanas por aquí y me vigila mientras la abro. Tengo un convenio con ellos.

-Dio usted a entender que tenía algo para mí. ¿Qué era?

-¿Por qué esa prisa? Beba un trago y siéntese.

-Ninguna prisa. Usted y yo no tenemos nada de que hablar, si no es de negocios.

-Se tomará un trago y le gustará -dijo.

Hizo la mezcla, puso mi vaso junto a un sillón de cuero rojo y se quedó, con las piernas cruzadas, recostado en el escritorio, con una mano en el bolsillo de su esmoquin azul oscuro, con el pulgar fuera y la uña reluciente. Con el traje de etiqueta parecía un poco más rudo que con el de franela gris, pero seguía pareciendo un jinete. Bebimos e hicimos una inclinación de cabeza el uno al otro.

-¿Había estado aquí alguna vez?

-Durante la Prohibición. No me entusiasma el juego.

-Con dinero, no -dijo sonriendo-. Debería echarle un vistazo esta noche. Una amiga suya está ahí fuera jugándose hasta las pestañas. He oído que le va bastante bien: Vivian Regan.

Sorbí la bebida y cogí uno de sus cigarrillos con monograma.

-En cierto modo me gustó la forma en que arregló eso ayer. Hubo un momento en que me puse furioso, pero vi después cuánta razón tenía. Usted y yo deberíamos entendernos. ¿Cuánto le debo?

-¿Por hacer qué?

-Todavía prudente, ¿eh? Tengo enchufes en las altas esferas, o no estaría aquí. Los cojo como vienen, no en la forma que usted lo lee en los periódicos -me contestó, mostrándome sus anchos dientes blancos.

-¿Cuánto ha logrado usted...?

-¿No está hablando de dinero?

-Información fue lo que yo entendí.

-¿Información sobre qué?

-Tiene usted poca memoria: Regan.

-¡Ah, eso! -hizo un ademán con sus brillantes uñas a la luz tranquila de una de esas lámparas de bronce que lanzan luz al techo-. He oído decir que ha conseguido información. Me hacía a la idea de que le debo honorarios. Estoy acostumbrado a pagar por el buen trato.

-No he venido aquí para pedir dinero. Me pagan por lo que hago. No mucho, según su concepto, pero me las arreglo. Un solo cliente a la vez es una buena regla. No despachó usted a Regan, ¿verdad?

-No. ¿Cree que lo hice?

-No me sorprendería.

Se echó a reír.

-¿Está usted bromeando?

Me eché a reír también.

-Claro que estoy bromeando. Nunca vi a Regan, pero vi una foto de él. No tiene usted hombres para ese trabajito. Y ya que tratamos este tema: no me mande ningún pistolero a darme órdenes. Podría ponerme histérico y despachar a alguno.

Miró el fuego a través de su vaso, lo dejó en un extremo del escritorio y se limpió los labios con un pañuelo.

-Habla usted muy bien -dijo-, pero me atrevo a decir que ya no tanto. No está realmente interesado en Regan, ¿verdad?

-No. Profesionalmente, no. No me han pedido que lo esté. Pero sé de alguien que quisiera saber dónde se encuentra.

-A ella le importa un bledo.

-Me refería a su padre.

Se volvió a limpiar los labios y miró el pañuelo como si esperase encontrar sangre en él. Juntó sus cejas anchas y se tocó un lado de la curtida nariz.

-Geiger estaba intentando hacerle un chantaje al general -dije-. Este no lo admitiría, pero me figuro que teme un poco que Regan pueda estar detrás de ese asunto.

Eddie Mars rió:

-¡Hum...! Geiger empleaba ese truco con todo el mundo. Era una idea totalmente suya. Conseguía recibos que parecían legales y que en realidad lo eran, me atrevo a decir, aunque Geiger no se hubiese atrevido a demandar a nadie con ellos. Presentaba los recibos con un florido escrito, quedándose él con las manos vacías. Si sacaba un as, tenía una perspectiva que asustaba y empezaba a trabajar. Si no sacaba un as, lo abandonaba todo.

-Inteligente muchacho -dije-. Lo abandonó todo, desde luego. Lo abandonó y se desplomó sobre ello. ¿Cómo sabe todo eso?

Alzó los párpados con impaciencia.

-Quisiera no conocer la mitad de las cosas que me traen. Saber los asuntos de los demás es la peor inversión que un hombre puede hacer en mi círculo. Así que, si era a Geiger al que buscaba, ha fracasado.

-Estoy fracasado, pagado y despedido.

-Lo siento. Me gustaría que el viejo Sternwood contratara un soldado como usted, con un buen salario, para hacer que esas muchachas se quedaran en casa por lo menos un par de noches a la semana.

-¿Por qué?

-Son molestas. La morena, por ejemplo, es una lata aquí. Si pierde, se entrega al juego y yo termino con un puñado de papel que nadie me negociará a ningún precio. No tiene dinero propio, excepto una asignación, y lo que hay en el testamento del viejo es un secreto. Si gana, se lleva mi dinero.

-Lo recuperará usted a la noche siguiente -afirmé.

-Recupero parte de él, pero durante algún tiempo pierdo.

Me miró seriamente, como si todo esto fuera muy importante para mí. Me preguntaba por qué creía necesario decirme todo eso. Bostecé y terminé mi bebida.

-Voy a echarle un vistazo al local -dije.

-Sí, hágalo -replicó y señaló una puerta cerca de la caja fuerte-. Esa lleva a una puerta que hay detrás de las mesas.

-Preferiría entrar por donde entran los «primos».

-¡De acuerdo! Como quiera. Somos amigos, ¿verdad?

-Claro.

Me levanté y nos estrechamos la mano.

-Quizá pueda hacerle un verdadero favor algún día -dijo-. Esta vez lo ha conseguido todo de Gregory.

-¿Así que también le pertenece parte de él?

-¡Oh! No tanto, sólo somos amigos.

Me quedé mirándole un momento y después me dirigí a la puerta por donde había entrado. Volví a mirarle mientras estuvo abierta.

-¿Tiene usted a alguien siguiéndome en un Plymouth gris?

Sus ojos se abrieron de forma desmesurada. Parecía sorprendido.

-¡Diablos, no! ¿Por qué iba a hacerlo?

-No puedo imaginármelo -repliqué.

Su sorpresa me pareció bastante auténtica y digna de crédito. Creo que incluso estaba un poco preocupado. No pude explicarme la causa de su preocupación.

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