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GUILLERMO FERNÁNDEZ Y EL BARROCO SUBYACENTE EN NUESTRO MESTIZAJE


Diálogo con William Rey

(reportaje recuperado de la revista Humanidades, Nro 1 / 2001)

Quisiéramos reflexionar sobre los cambios que, en el campo del arte, se aprecian en América Latina a partir de la Modernidad Ilustrada y las posibles conexiones con el Barroco. Pero, para esto, quizá nos convendría ubicarnos primero en el escenario europeo.

Estaríamos entonces en pleno contexto del siglo XVIII, ¿verdad?

Efectivamente. La Ilustración, en materia plástica, parece haber activado una doble estrategia: por una parte, se afirmó como una nueva instancia estética a través de un arte nuevo, que representa a un tiempo nuevo, por otro, negó la experiencia barroca antecedente, tomando una postura excluyente frente a ésta. ¿Coincide con este planteamiento?

Sí, cuando el pensamiento ilustrado gana oficialidad, lo que queda del Barroco es en realidad una versión transformada, que es el Rococó y que ya tiene poco de Barroco. El Rococó es un lenguaje con su oficio que, si bien contiene toda la gramática anterior, se queda en el terreno ornamental, suntuario y decorativo.

Al decir esto, ¿se refiere en particular al caso de Francia?

Sí, exacto. La Francia de Luis XIV y de sus sucesores Luis XV y Luis XVI, a través de la escuela Real de Versalles, produce y exporta pintores, escultores y arquitectos a todo Occidente: Italia, Rusia, etc. Está frente a Inglaterra y España, disputando la globalización de la época.

Para saber las prácticas utilizadas, me interesé en conocer los programas de esa enseñanza. Recurrí a la colección de la Enciclopedia Francesa del siglo XVIII, perfectamente conservada en nuestra Biblioteca Nacional. Allí no aparecen referencias a los ejercicios de diseño para transformar luces, sombras, proporciones e imágenes en ritmos de la superficie plana, propio de los talleres del Barroco. En cambio están las pautas del Neoclásico.

Ya está en marcha la cultura racionalista, el realismo de la imagen, con técnicas complejas para dar con una veracidad, tanto por el sistema lineal imitativo como por el color, quedando así formulado, en germen, el oficio que se enseñará y consolidará en el siglo XIX.

Paralelamente, todavía en otros lugares de Europa hay presencias significativas del Barroco, como la de Tiépolo, quien muere en Madrid, porque lo debe haber consumido el calor (risas). Viejo ya, con una gran empresa que incluía a su hijo, decora palacios e iglesias. Goya tendría unos treinta años y no ignoró al muralista más famoso de Europa. En el diseño de sus grabados y pinturas se ve una unidad y un rigor que reflejan esa influencia del gran veneciano.

No hay, entonces, una fecha precisa de comienzo; se trata más bien de un proceso.

Correcto, lo que hay es un nuevo mundo que empieza a marcar otra pauta. En la pintura se está dando la idea de veracidad.

Sí, pero esa veracidad también va acompañada de cierta abstracción.

Naturalmente, para trabajar en un plano, aunque sea para copiar los reflejos de una botella, hay que tener un procedimiento que organice los datos en la superficie. ¿O no es así?

Sí, está bien, pero al mismo tiempo esa pintura se despoja de los elementos que no son indispensables. Es una pintura que apunta a los objetos fundamentales como emisores de determinadas ideas; no incorpora, por ejemplo, aleaciones innecesarias. En ese sentido creo que se trata de un realismo controlado.

Sí, en ese sentido debo admitirlo, el realismo imitativo inicia entonces un camino firme que llega hasta América Latina. Es el que, años después, será el que defina el oficio del pintor Juan Manuel Blanes, al que le enseñan cómo embutir el espacio físico y luminoso en la superficie plana para conseguir la veracidad, que para esa cultura representaba el valor paradigmático.

Creo que en América Latina se dan unas circunstancias particulares, donde el fenómeno de interacción entre esa modernidad y el pasado barroco da lugar a un cierto ensamble, al menos durante los tiempos de la Colonia.

Es cierto, el mestizaje en América Latina nace católico y las formas de trabajo, de industria y arte son las que trae el mundo hispano-portugués con sus valores trascendentes propios.

En las Misiones, tanto las administradas por los Padres Jesuitas como las que gobernaban otras órdenes religiosas, todo lo que se vive y produce tiene la impronta del Barroco, lo que no facilita las ideas del Neoclacisismo y de la Ilustración Moderna, que, en cambio, logra entrar en las elites.

Todo el siglo XVIII es todavía un siglo barroco en América Latina. Tengo la impresión de que la modernidad desde lo artístico, o sea la neoclasicidad, si bien tiene en arquitectura algunos exponentes durante el período tardío español y portugués, se consolida propiamente en la pintura, la literatura y en la totalidad de las expresiones o géneros artísticos, a partir de los procesos independentistas, en donde la ruptura con el mundo barroco se vuelve más clara.

Es muy posible, aunque el Barroco sobrevive de diversas formas, aun después de la independencia. En un libro precioso, La Expresión Americana, Lezama Lima, el poeta cubano, dice más o menos así: “En México y Perú, y en zonas muy ricas y pobladas, aparece un Barroco recreado principalmente en la gran arquitectura. En el sur, que era una zona pobre y despoblada, tierras de ningún provecho, el Barroco entra fundamentalmente en el idioma. Los giros de la lengua de la cuenca del Plata, el narrador criollo, el payador, todo ese enriquecimiento de la imagen, culmina en el Martín Fierro de José Hernández”.

Esto nos lleva a una segunda dimensión de la pregunta hecha al comienzo. Decíamos que en ese proceso entre un mundo barroco en caída y el mundo moderno hay una diferencia notable en el caso de América Latina con respecto a Europa. En el primer escenario, excluido el Barroco en determinados discursos dominantes, continúa proyectándose, sin embargo, en la contemporaneidad.

Sí, y en las artes populares, no hay duda, ¡mire la artesanía popular de México!

Usted plantea la cuestión en un filum popular, pero pensemos, por ejemplo, en David Alfaro Siqueiros. Es una pintura profundamente dinámica, que maneja los matices y pierde las linealidades, que busca ciertos recursos, como fundir los límites de la pintura en el marco arquitectónico; es un recurso muy barroco por cierto. Hablo de Siqueiros pero podría también en otros, como Portocarrero, Berni y hasta el propio Rivera. Son artistas modernos pero que toman de la tradición barroca recursos simbólicos y formales.

Sí, pero para mí es un barroquismo aparente, más adjetivo que sustantivo; aparece en Picasso también, como en muchos otros; sin embargo, me parece más hijo de la “libertad laica”. Son de “cocina francesa” y más encarnados en la cultura de la Modernidad. Creo, en cambio, que la dimensión barroca ha quedado en lo popular-cristiano y en los creadores que se impregnaron de ella.

¿Y en el caso de Portinari? Pienso en los grandes murales sobre soportes arquitectónicos modernos, pero que evocan, hasta por la técnica, la tradición barroca portuguesa.

Portinari estuvo exilado antes del cincuenta en Montevideo. Aquí pinto un gran mural, La Primera Misa en Brasil, en una casona de Vialla Biarritz y, desde los muros del jardín, escondidos y calladitos, una barra de adolescentes aspirantes a pintores lo veíamos trabajar. Borraba y repintaba incesantemente, pocos elementos iniciales sobrevivieron en el proceso de creación.

La obra expuesta en el Salón Nacional de Bellas Artes nos permitió conocerlo personalmente. Nos regaló dibujos e ironizó sobre la religiosidad de los religiosos que había pintado, y habló largamente de sus estudios con André Lothe en París. Pienso que, si bien se pueden encontrar analogías con el Barroco en su obra, ella está más ligada al proceso general del Arte en Occidente.

Disculpe que insista con el tema. Yo veo en muchos artistas latinoamericanos una búsqueda de ciertas ideas que son muy barrocas. Ciertas retóricas, por ejemplo, que a veces tienen sus fundamentos político-sociales y que retoman parte de la utopía y la religiosidad en su propia construcción artística. Tengo la impresión, de que aquí esas retóricas son más fuertes aun que en la propia modernidad europea.

Esa cierto, las artes populares de América Latina y el lenguaje literario -pensemos en García Márquez, Alejo Carpentier, Lezama Lima y otros-, están nutridos de un mundo de fantasía y mitos del llamado “realismo mágico”, cuyo piso real es la fe cristiana.

Hay otra dimensión que me importa y es la catolicidad. En la modernidad europea, salvo excepciones, el manejo de la iconografía cristiana es muy reducido: apenas emerge la figura de Rouault. En cambio, la modernidad latinoamericana no es ajena a ese tema y lo maneja frecuentemente. A veces lo hace bajo ciertas dimensiones críticas, pero uno nota que ese valor de la temática cristiana deviene, obviamente, de la tradición que legó la experiencia contrarreformista y su correlato artístico. Y ahí me parece que hay también una supervivencia de lo barroco en nuestra modernidad.

Sin duda, el primer ismo que “entra” en los pueblos de América Latina, compuestos por mestizos, indios, negros y blancos, es el catolicismo en su expresión barroca. No puede desconocerse esa realidad y sus efectos. Después son las elites las que se hacen liberales, ilustradas, románticas positivistas, parnasianas, socialistas, etc.

En la literatura se advierte cuando uno lee a Juan Rulfo, a Fuentes, a Ciro Alegría, que tienen una textura que no es sólo de la modernidad. Esta misma realidad marcó muy fuerte a la plástica latinoamericana.

El caso de los muralistas mexicanos es diferente: ellos se alimentaron de la experiencia italiana del Renacimiento, aunque lo que tomaron no marchó. Pasaron a realizar imitaciones. Así se intentó justificar esa experiencia como el programa abierto de la Revolución Mexicana. Según decían, se trataba de ilustrar al pueblo. Textualmente, decía Rivera: “Nosotros teníamos que elegir: o seguíamos depurando el estilo en París o entrábamos al servicio de la Revolución”. Y así la obra de los pintores debía reflejar “el sufrimiento del pueblo”, y buscaron…

¿Una tradición?

Sí, una tradición, pero también un espacio político, porque tanto Siqueiros como Rivera no pueden ser vistos sin su dimensión político-social, con su idea de la historia de México y de lo popular, donde, para ellos, la cristiano era algo a erradicar. Las dos guerras cristeras de 1927 y 1937 fueron levantamientos populares contra las mordazas impuestas a la Iglesia por el presidente Calles, auténtico genocidio que no figuró en sus temas ni en sus imaginerías, acompañando el silencio colosal de cronistas, historiadores y ensayistas al respecto. Pero, volviendo al Barroco, creo que se lo puede tomar como testigo cuando la obra se presenta compleja y variada, o bien, como es en mi opinión, un arte de gran precisión e inteligencia. Es decir, cuando uno mira a los grandes decoradores o estudia los dibujos de los grandes maestros descubre una “ingeniería”, que nos hace evocar las estructuras expresas de la música barroca. Entonces, es todo lo contrario a un arte romántico; cuando uno mira los dibujos de Rembrandt o de Velázquez descubre que tienen un orden inventado, donde se encuentran funciones planas impecables. Es un arte que debe a la inteligencia del Renacimiento toda esa gramática, pero que la desarrolla de otra manera. Eso los lleva, por un lado, al realismo luminoso de los propios Velázquez y Rembrandt y, por otro, a una pintura monumental que es precisa y de un enorme rigor en Tiépolo.

Esto es interesante, porque generalmente el discurso neoclasiscista dio a entender precisamente lo contrario. El barroco sería sensibilidad pura y no habría una abstracción conceptual en la construcción de la pintura.

Todo movimiento nuevo trata de cortar con el pasado y no reconocerle méritos. El mundo emergente que surge con la Revolución Francesa propone un “hombre nuevo, el hijo de las luces”, que no concede valor a la cultura anterior, haciendo la caricatura y la desnaturalización de sus valores. Napoleón inaugura en 1805 “L‘École des Beaux Arts” con programas hechos por David, donde se enseñan complejas técnicas imitativas y prácticas que parodian el gran clasicismo romano. Ya se habían guillotinado todos los discursos barrocos para lo imaginario, lo poético y lo religioso. Lo antedicho explica por qué los grandes maestros que admiramos del siglo XIX rechinaban contra el academicismo francés. Lo único que les había enseñado eran recursos para imitar y no el manejo de sistemas que permitieran la invención.

Edouard Manet fue a España para ver a Velázquez, a Goya y al Greco. Yo supuse siempre que había estado allí mucho tiempo, dado los logros obtenidos. En realidad solamente estuvo una semana…, en tan corto espacio de tiempo actuó como una esponja, tomó la síntesis luminosa de Goya, su diseño de las grandes superficies, y regresó a París con un estilo que no tenían ni los académicos ni los otros. Su maestría irradia sobre sus amigos impresionistas, aportando nuevos recursos que van a producir un arte innovador, con una nueva rítmica interna y una visión alternativa de la realidad. Renoir, Sisley, Pissarro, Monet, Degas, etc., se constituyen entonces en creadores de un lenguaje original y pasan a ser los verdaderos maestros de la modernidad, con una visión antiacadémica.

Vamos a hacer un salto grande en el tiempo. Usted, como todos sabemos, estuvo vinculado al Taller de Torres García. Torres era hijo de la clasicidad y, de hecho, desde su discurso en los textos refirió siempre en términos de la clasicidad. Pero en su enseñanza, en su análisis permanentes de obras con los alumnos, ¿se manejabn autores barrocos?

Sí, sí, pero es imprescindible plantear una visión de la enseñanza de Torres García. Tenía una idea de prioridad absoluta para toda su práctica docente: destacar el hecho plástico antes que cualquier modo o forma de expresión; primero la funcionalidad visual y la coherencia de los elementos que hacen la obra. ¿Qué es esta coherencia? Se resume en algo muy concreto: nuestra percepción organiza los datos de la sensación visual según reglas, de semejanza, asociación, contraste, etc. que funcionan sin intervención del razonamiento o la palabra. Esto es para todos los videntes, la forma de conocimiento y reconocimiento del mundo. Si un dibujo cualquiera establece un sistema de regularidades, las que sean, desde las más simples hasta un gran estilo, el espectador las conecta y les da unidad, aunque no sepa nada de dibujo y menos del contexto cultural de donde surge. Las reglas de arte, las reglas visuales, son siempre las mismas; lo que cambia es la historia, las necesidades y los valores. Esto, muy simplificado, explica cómo en la variedad de lo que se experimentaba y estudiaba estaba siempre la exigencia de la resolución plástica por encima de todo. Quiere decir que, si bien el taller tenía una orientación, la experiencia concreta fue muy abierta y variada.

Sin embargo, en el ejercicio del retrato hay en la propia obra de Torres, y más aun en la de su hijo Horacio, ejemplos que fueron fuertes conexiones con un pasado goyesco y también barroco.

La idea de tradición de Torres García, basada en la maestría de la invención plástica, establecía un filum que iba desde los abstractos modernos, los grandes cubistas, pasaba por el impresionismo francés, Goya como clave de la Modernidad, Chardin, el barroco español con Velázquez, Zurbarán y Murillo, los grandes venecianos como Tiziano, Tintoretto y Veronés, el primer renacimiento italiano, Masaccio, Uccello y Piero della Francesca, hasta el arte sacro bizantino, el románico y también el arte antiguo, griego arcaico y egipcio. Muchas otras “maestrías” fueron destacadas en sus más de mil quinientas conferencias; pero ese filum era para él, el de mayor significado. Naturalmente, había que mirar a Goya y estudiar a Velázquez…

Cuando entré a trabajar con Augusto Torres, Velázquez era el personaje y Augusto quería conseguir una nueva pintura de la luz; nosotros estábamos encantados haciendo retratos y paisajes. Don Joaquín había apoyado toda esa experiencia para que los alumnos no lo fueran de “un solo libro”. En nuestro país, la ausencia de grandes museos estimulaba a pulsar soluciones y desafíos que en Occidente estaban resueltos.

Me resulta novedoso el protagonismo de Velázquez en el taller.

Conocí a Torres García un año antes de su fallecimiento, le llevé mis dibujos de aficionado y asistí a algunas de sus conferencias. En una de ellas Torres dijo: “Entiendan bien que Velázquez es más abstracto que Picasso, más funcional, más plano”. Esto no lo había oído jamás, ya que hasta entonces la maestría de Velázquez la había entendido circunscripta a su marco histórico. Las ideas de que Velázquez nos podía enseñar fue un aviso para muchos estudios y aprendizajes que hicimos después.

Para Torres había que incorporar una ética al arte. Una de las causas por la cual vuelve de Europa es porque percibe que el formalismo de Occidente, las búsquedas instintivas iban a culminar en obras incapaces de trasmitir nada a nadie. En el año 1934 dijo: “Si Europa continúa así va a llegar un día en el cual los lenguajes no digan nada y no haya comunicación”. Entre el individualismo feroz, el mercado que especula y la falta de voluntad de comunicarse, las artes se desvanecen perdiendo el rol que les da el sentido. Por eso vuelve, y regresa con una nueva metafísica.

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