sábado

TIFÓN - JOSEPH CONRAD



NOVENA ENTREGA


IV (2)

Lo único que el contramaestre le pudo hacer llegar al capitán MacWhirr, entre medio  de sus vociferaciones, fue la fantástica noticia de que "¡Todos los chinos del entrepuente de proa se han desamarrado, capitán!". Jukes se encontraba a sotavento y los oía gritar, a pocos centímetros de su cara, como  se puede oír en una noche tranquila a dos personas conversando de un lado al otro de un  campo.

-¿ Qué?... ¿Qué?. .. -preguntó exasperado el capitán; y la voz forzada y ronca del otro:

-En bloque..., los vi yo mismo..., espectáculo atroz. .. , pensé avisarle.

Jukes permaneció indiferente, imposibilitado por la fuerza del huracán, consciente sólo de la inutilidad de toda acción. Por ser tan joven, encontraba que el mantener su corazón templado contra lo que pudiera ocurrir era tan absorbente, que sintió una repugnancia invencible por toda otra actividad. No tenía miedo; y sabía que no lo tenía porque, estando convencido como lo estaba de que no vería otro amanecer, permanecía tranquilo.

Hay momentos de pasividad heroica a la que a veces se resignan los hombres más valientes. Más de un oficial de marina puede recordar sin duda casos en su experiencia, cuando un estoicismo semejante se ha apoderado de la tripulación entera. Jukes, sin embargo, no tenía gran experiencia de hombres y tormentas. Creía estar tranquilo, inexorablemente tranquilo; pero a decir verdad estaba aterrado; no vergonzosamente, pero sí en la medida que lo puede estar un hombre recto sin avergonzarse de sí mismo.

Fue como el adormecimiento de su espíritu. Lo provocó la larga tensión del huracán, el suspenso interminable en espera de una culminación, y también la extenuación física provocada por tratar de mantenerse con vida dentro del tumulto desmedido; una extenuación insidiosa que penetra profundamente en el pecho del hombre para abatir y entristecer su corazón.

Jukes estaba más aturdido de lo que creía. Se sujetaba empapado, helado, sus extremidades agarrotadas; y en una alucinación pasajera tuvo visiones fugaces (se dice  que el hombre que se está ahogando recorre así toda su vida, en un instante); se le representaron recuerdos sin relación alguna con su estado actual. Recordó a su padre: un meritorio hombre de negocios que al primer revés se echó a la cama para morir poco tiempo después en un perfecto estado de resignación. Jukes sólo se imaginó la cara del pobre hombre, sin que por su mente pasaran los detalles que lo llevaron a ese desenlace;  también recordó un cierto juego, ya olvidado, que jugaban los marineros cuando él era jovencito; las cejas espesas de su primer comandante; y recordó también a su madre, esa mujer resuelta, sin medios, cuya austeridad había ayudado en su educación; la recordó sin emoción, como años atrás podía haberlo hecho al entrar con desgano a su pieza y haberla encontrado leyendo.

Todo eso no pudo haber durado más de un segundo, menos quizás. Un brazo pesado cayó sobre sus hombros; la voz del capitán MacWhirr llegaba a sus oídos pronunciando su nombre:

-¡Jukes! ¡Jukes!

Advirtió en ella un tono de honda preocupación. El viento embestía al barco con todo  su peso tratando de atraparlo en medio de las olas... Estas los barrían como si pasaran por encima del tronco sumergido de un viejo árbol; y el volumen acumulado de los estallidos amenazaba desde lejos. Las olas se elevaban en la noche y una luz fantasmal iluminaba sus crestas, la luz de la espuma de mar que un feroz y pálido resplandor descubrió sobre el esbelto casco, el torrente volcándose, la caída rápida, y la hirviente fuga precipitada de cada ola. Nunca, ni por un instante, podría el NanShan sacudirse toda esa agua de encima.

Jukes, rígido, percibía signos ominosos en los tumbos fortuitos. Ya no había lógica alguna en sus movimientos: mala señal; era el anuncio y el comienzo del fin; y el acento  de inquietud y preocupación en la voz del capitán MacWhirr alarmó a Jukes como un síntoma de locura ciega y total.

El hechizo se había apoderado de Jukes. Lo penetraba y absorbía; lo mantenía fijo con todo el rigor de una atención silenciosa. El capitán MacWhirr persistía con sus gritos;  pero el viento se interponía entre ellos como una cuña sólida. El capitán se apoyó sobre su cuello, más pesado que una piedra, y súbitamente chocaron sus cabezas.

-¡Jukes! ¡Vea, Jukes!

Había que responder a esa voz que no se quería silenciar. Y como de costumbre, Jukes respondió:

-Sí, mi capitán.

Pero de inmediato su corazón relajado por la tormenta, que engendra un deseo tremendo de paz, se rebeló contra la tiránica disciplina de todo comando. El capitán MacWhirr sujetaba firmemente la cabeza de su segundo en la curva de su codo; la acercaba a sus labios que chillaban. A veces Jukes lo interrumpía advirtiéndole con premura: "¡Cuidado, capitán!", o si no era el capitán el que con urgencia y desgañitándose lo exhortaba: "¡Sujétese fuerte!", y todo el universo sombrío pareció tambalear con el barco. Se hizo una pausa. Todavía flotaba. Y el capitán MacWhirr recomenzaba sus gritos:

-... Digo... que todos... a la deriva. . . Tendría que ver... lo que sucede.

No bien la fuerza del huracán embistió al barco, ninguna de las partes del puente ofreció más sostén; y los marineros, aturdidos y consternados, se refugiaron en el pasadizo de babor, debajo del puente. Cerraron una puerta que daba hacia atrás; allí adentro hacía frío y estaba negro y lúgubre. A cada bandazo del barco gemían todos al unísono en las tinieblas y escuchaban como caían desde lo alto las toneladas de agua tratando de alcanzarlos.

El contramaestre se complacía en hacer comentarios bruscos; pero, como dijo más tarde, jamás le había tocado estar con un montón de hombres menos razonables. Bastante  cómodos estaban allí, fuera de peligro y sin que nadie les exigiera hacer nada; y con todo no hacían otra cosa que refunfuñar y quejarse malhumoradamente como niños enfermos.

Uno de ellos terminó por declarar que, si por lo menos tuviera un poco de luz para alcanzar a verse la punta de la nariz, la situación no sería tan triste. Declaró que lo estaba enloqueciendo el estar esperando en la obscuridad el hundimiento del barco.

-¿Por qué no sales entonces, y así terminas de una vez por todas? -preguntó el contramaestre. Esto provocó maldiciones en su contra, y se vio anonadado por los reproches que le hicieron. Parecían tomar a mal que no se les hubiera sido creada, al instante y de la nada, una lámpara. Clamaban por luz para por lo menos poder ver cuando se ahogaran. Y, aunque fuera irrazonable, la insistencia del pedido de luz afectaba enormemente al contramaestre. No le parecía justo que lo fastidiaran en esa forma. Así se los dijo, provocando nuevas injurias. Buscó refugio entonces encerrándose en un silencio amargado. Pero como no dejaban de inquietarlo los quejidos, suspiros y rezongos que oía, por fin recordó que había seis lámparas de globo colgadas en el entrepuente y que los coolies no se verían mayormente perjudicados si se les privaba de una de ellas.

El Nan-Shan tenía un pañol de carbón transversal que se comunicaba con el entrepuente de proa por una puerta de fierro. En algunas ocasiones se empleaba este espacio como bodega. Por el momento estaba vacío; su abertura de acceso era la primera que se encontraba en el pasadizo, de modo que el contramaestre podía entrar al pañol sin salir a cubierta; fue grande su sorpresa al comprobar que nadie se prestaba para ayudarlo a sacar la tapa de la apertura; ensayó solo, a tientas. Uno de los marineros, acostado atravesado en el camino, ni siquiera quiso moverse.

-Pero si lo único que quiero es traerles esa maldita luz, por la que tanto claman -exclamó en un tono que más parecía un ruego.

Alguien le gritó:

-¡Déjanos en paz y que no te veamos más!

Él lamentó no reconocer la voz y que estuviera demasiado obscuro para ver, pues hubiera querido arreglar cuentas con ese gallito. Y no obstante se empeñó en demostrarles que era capaz de procurarles una lámpara, aunque tuviera que morir haciéndolo.

La violencia de los bandazos hacía peligroso todo movimiento. Ya era un esfuerzo el  solo hecho de mantenerse acostado. Casi se desnucó al dejarse caer en el pañol. Y cuando cayó, de espalda, fue disparado de lado a lado en la peligrosa compañía de una barra de fierro, posiblemente el mango de alguna pala abandonada Dios sabe por quién. Este objeto lo puso tan nervioso como si hubiera sido una bestia salvaje. No lo podía ver; el interior del pañol, recubierto por polvo de carbón, era de una obscuridad totalmente impenetrable, pero lo oía resbalando ruidosamente, golpeando de derecha a izquierda, y siempre cerca de su cabeza. Hacía un ruido extraordinario, dando golpes sordos. Se hubiera dicho la viga de un puente. Todas estas reflexiones se las hacía mientras daba tumbos de estribor a babor y de babor a estribor y se desgarraba las uñas al tratar de asirse desesperadamente a las superficies lisas del pañol en un intento de sujetarse. La puerta que daba al entrepuente no ajustaba bien, de modo que por abajo pudo ver un hilo  de luz.

Como buen marino y hombre activo todavía, no tardó mucho en recobrar el equilibrio y ponerse de pie; y por una feliz casualidad, al enderezarse puso su mano sobre  la barra de fierro, levantándola consigo. Hubiera tenido miedo, si no, de que esa barra le quebrara las piernas o lo tumbara de nuevo. Al principio se quedó quieto. Se sentía inseguro en esta obscuridad que convertía los movimientos del barco en extraños, imprevisibles y difíciles de contrarrestar.

Por un instante se sintió tan sacudido que no se animó a moverse, por miedo a ser derrumbado de nuevo. Dos veces ya se había golpeado la cabeza; seguía un poco aturdido. Todavía le parecía oír con claridad los ruidos metálicos que la barra había hecho cerca de sus oídos, de modo que la sujetó bien con sus manos para asegurarse de que no se soltara.

Se sorprendió ante la claridad con que se podía oír allá abajo el furor de la tormenta. Los aullidos y gemidos del viento, en el vacío del pañol, parecían adquirir caracteres casi humanos, que sin ser tan vastos son infinitamente conmovedores. Y con cada bandazo también se oían golpes, golpes profundos, golpes sonoros, como si una masa de cinco toneladas se hubiera soltado, jugando en la bodega. Sin embargo, no había tal cosa. ¿Algo en el puente? Imposible. ¿O a lo largo de la cubierta? Tampoco.

Pensó todo esto rápidamente, claramente, competentemente, como corresponde a un marino, y permaneció perplejo. El ruido, con todo, le llegaba apagado, desde afuera, junto con el de las trombas de agua que caían sobre el puente de arriba. ¿Sería el viento? Probablemente. Producía un estrépito allá abajo como lo podría hacer el vocerío de un montón de hombres medio enloquecidos. Y entonces descubrió en sí mismo el deseo de tener también una luz -aunque sólo fuera para verse ahogar- y la necesidad imperiosa de
salir de ese pañol lo más rápido posible.

Corrió el pasador; la pesada chapa de fierro giró sobre sus bisagras; y fue como si hubiera abierto la puerta a todos los ruidos de la tempestad. Una ráfaga de gritos roncos llegó hasta él; no obstante el aire estaba tranquilo, pero el torrente de agua que pasaba por encima de su cabeza se ahogaba en un concierto de gritos sofocados y guturales que producían un efecto de confusión desesperada. Separó sus piernas a lo ancho de la puerta y estiró el cuello. En el primer momento no vio más que lo que había venido a buscar: seis pequeñas llamaradas que se balanceaban violentamente en la penumbra del gran espacio vacío.

El entrepuente estaba apuntalado como la galería de una mina, con una hilera de postes en el medio, coronada por unas vigas cruzadas, que se perdían en las tinieblas, al parecer indefinidamente. A babor, una masa voluminosa, de perfil oblicuo, se vislumbraba indistintamente; se hubiera dicho una cavidad en la pared. Todo esto, con sus sombras y siluetas, se movía de continuo. El contramaestre miró con ojos desencajados; el barco dio un bandazo a estribor, y un enorme rugido salió de esa masa que tenía la inclinación que puede tener la tierra al desmoronarse.

Pedazos de madera pasaban volando. "Maderos", pensó con estupor, echando para atrás la cabeza. Un hombre tendido de espaldas, los ojos muy abiertos, se deslizó a sus pies, con los brazos levantados hacia el vacío; otro, rebotando como una piedra que se ha  soltado, la cabeza entre las piernas y los puños cerrados, su trenza fustigando el aire, trataba, con una mano, de asirse a la pierna del contramaestre; de su otra mano, abierta, rodó un disco blanco y brillante que vino a parar a los pies del marino. Con un grito de estupor éste reconoció un dólar de plata. El montículo de cuerpos que se contorsionaba, apilado, a babor, se desprendió de la pared con ruido de pasos precipitados, un restregamiento de pies desnudos, gritos guturales, y, deslizándose, fue a dar, inerte, contra la pared de estribor en un choque seco y brutal. Cesaron los gritos. El contramaestre oyó un quejido largo, entre el rugir y los silbidos del viento. Vio una confusión inextricable: cabezas, hombros, pies desnudos pataleando en el aire, puños levantados, espaldas volteadas, piernas, trenzas y caras.

"¡Mi Dios!” -gritó horrorizado, cerrando la puerta de un portazo sobre esta abominable visión.

Y era para contar esto que había subido al puente. No lo podía guardar para sí, a bordo no hay más que un solo hombre en quien valga la pena confiarse. De regreso por el  pasadizo los hombres lo insultaron y lo trataron de imbécil. ¿Por qué no había traído la lámpara? ¿A quién diablos le podían importar los coolies?

Cuando se encontró de nuevo afuera, la situación precaria en que se hallaba el barco era tal, que lo que sucedía en su interior le pareció de muy poca importancia. Lo primero que pensó fue que había salido del pasadizo en el preciso instante en que el barco se hundía. Las escaleras habían desaparecido, pero una enorme ola que cubría todo lo elevó hasta el puente. Después permaneció acostado largo rato, boca abajo, aferrado a una argolla, recobrando el aliento de vez en cuando, y tragando agua salada.

Sobre manos y rodillas avanzó luchando, demasiado asustado y perturbado para soñar en darse vuelta. En esa forma llegó hasta la parte de atrás de la timonera. En ese sitio, relativamente protegido, encontró al segundo oficial. El contramaestre tuvo una sorpresa muy agradable, pues había creído que todos los que estaban sobre el puente habían sido barridos hacía rato. Ansiosamente preguntó dónde se encontraba el capitán.

El segundo oficial, agazapado como un pequeño animal maligno debajo de una cerca, dijo:

-¿El capitán? Hace rato que se lo llevaron las olas, y después de habernos metido en este lío.

Suponía que al piloto también. Otro imbécil. Nada tenía importancia. A todo el mundo le iba a suceder lo mismo tarde o temprano.

A pesar del viento, el contramaestre se arrastró otra vez hacia afuera; no tanto por tener alguna esperanza de encontrar a alguien, dijo más tarde, sino para apartarse de "ese hombre". Se arrastró como un proscrito que va a enfrentarse con un mundo inclemente.

De ahí su inmensa felicidad al encontrar a Jukes y al capitán. Pero en ese momento lo que estaba sucediendo en el puente era de menor importancia. Además era difícil hacerse oír. Logró transmitir la noticia de que los chinos se estaban zarandeando, a la deriva, junto con sus cofres, y que él había subido para informar acerca de esto. En cuanto a la tripulación, estaba toda bien. Entonces, tranquilizado, se dejó caer sobre el puente, sentándose y abrazando con sus brazos y piernas el pilar de comunicación de la sala de máquinas, un tubo de fierro del grosor de un poste. Suponía que si éste era arrancado él se perdería también. No pensó más en los coolies.

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