jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


traducción de José Ferrater Mora

QUINCUAGÉSIMOQUINTA ENTREGA


XVIII

LA DESESPERACIÓN Y LA NADA (1)

Aun lo que humanamente es lo más bello y adorable -una feminidad toda juvenil, plena armonía, alegría y paz-, aun esto sigue siendo desesperación.

Homo superbit et somniat, se sapere, se sanctum et justum esse: aquí se oculta el mayor peligro, aquí se halla la fuente de todos los horrores del ser. Pero, ¿cómo ha podido el hombre dejarse seducir y sigue dejándose seducir por el conocimiento? ¿Cómo ha podido creer que su “santidad” y su “justicia” eran el summum bonum? Esta cuestión parece perfectamente natural y justificada. Y, precisamente ante ella puede, debe despertarse en el alma humana el sentimiento de la vanidad de semejantes cuestiones. Cuando Kierkegaard intentó explorar el sentido de la narración bíblica de la caída del hombre, se vio obligado a eliminar de esta narración todos los elementos que le parecían contradecir las concepciones de lo posible y de lo necesario tal como le eran presentadas, ya enteramente hechas, por su conciencia. No comprendía por qué el narrador bíblico había introducido la serpiente en su relato. Y, en efecto, es imposible comprenderlo: sin la serpeinte todo hubiese sido más verosímil y sensato. Pero, cosa sorprendente, Kierkegaard eliminó a la serpiente sólo verbalmente o, mejor dicho, sólo la descartó condicionalmente. En realidad, todas sus meditaciones acerca de la caída se basan exclusivamente en la suposición de que fue provocada por la acción sobre el hombre de no se sabe qué fuerza extraña, hostil, de que aquí había entrado en juego una sugestión enigmática, misteriosa. El primer pecado se produjo en el hombre, nos ha explicado Kierkegaard, cuando su libertad quedó paralizada -en un “síncope”. En otros términos: mientras sea libre, el hombre no trocará jamás los frutos del árbol de la vida por los del árbol de la ciencia. Ahora bien, la serpiente bíblica no es sino la expresión figurada del mismo pensamiento: su papel se limita a hechizar al hombre, a reducir su libertad. Y hay que decir lo mismo de la inconcebible relación que nuestro entendimiento establece entre el pecado y los frutos del árbol de la ciencia. Si aplicamos a esto nuestro criterios habituales, nos veremos obligados no sólo a descartar la serpiente, sino, y con mayor razón, también el árbol de la ciencia del bien y del mal. Es incomprensible, contrario a cuanto estimamos razonable y sensato, que la serpiente, aun siendo el más astuto de los animales, hubiese logrado engañar tan groseramente al hombre y desempeñar de este modo un tan fatal papel en su destino. Pero la idea de que los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal hayan podido envenenar el alma de nuestro antepasado y provocar su caída, es todavía más inadmisible, más humillante y más repugnante para nuestro ser espiritual. Por el contrario, estos frutos hubiesen debido purificarla, fortificarla, elevarla. Como he tenido ocasión de observarlo, todos los que se han ocupado de la narración bíblica han estado dispuestos a encontrar en ella cualquier cosa excepto precisamente lo que ella nos dice. Se ha explicado la caída como una desobediencia a la voluntad divina, como la concupiscencia de la carne, pero nadie ha querido admitir que la raíz del pecado, es decir, el pecado original, consistiera en el conocimiento, y que la facultad de discernir entre el bien y el mal fuera una caída, la caída más terrible que pudiera imaginar el hombre.

Y, no obstante, si se suprime de ella la narración de la caída, la Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, permanece cerrada bajo siete llaves. Las palabras del profeta Habacue -“el justo vivirá por la fe”, y la conclusión que de ellas sacó San Pablo (en verdad, no fue ni siquiera uan conclusión, sino una explicación): “todo lo que no procede de la fe es pecado”- no nos permiten entrever su sentido misterioso a menos que consintamos en admitir que, tras haberse dejado tentar por los frutos del árbol de la ciencia, el primer hombre pereció y, con él, todos los hombres. Ciertamente, tenemos derechos -¿quién podría impedírnoslo?- a eliminar de una vez para siempre la Biblia y a ponerla junto a los viejos libros que no pueden, evidentemente, satisfacer las exigencias de la cultura moderna. Pero, según la Biblia, el conocimiento no puede ser la fuente de la verdad; según la Biblia, la verdad habita en regiones donde termina el conocimiento, donde reina la libertad desembarazada del yugo del conocimiento. (1) O también: el conocimiento es un peso aplastante que inclina al hombre hacia la tierra y no le permite enderezarse. Como lo he dicho ya, Plotino tuvo ya el presentimiento de ello, a menos lo que lo hubiese aprendido de quienes le habían transmitido también los escritos de los gnósticos. Y tenemos todas las razones para suponer que quienes suscitaron en Plotino ese apasionado deseo de volar por encima del conocimiento, fueron precisamente los gnósticos; esos gnósticos que “corregían” la Escritura con el fin de conformarla al conocimiento que bebieron en las escuelas de los filósofos griegos. Pero en el curso de los largos siglos de nuestra existencia nos hemos asimilado tan profundamente las verdades sugeridas por la razón, que somos absolutamente incapaces de imaginar que se pueda vivir sin ellas. La experiencia cotidiana nos demuestra invariablemente y sin descanso que los peores males amenzan al hombre que ha renunciado a la tutela de la razón. Todo el mundo lo sabe: no tenemos necesidad de insistir en esto, y Kierkegaard no ha intentado jamás disimular a sus lectores la omnitencia de la razón en nuestro mundo empírico. Pero la filosofía pretende traspasar los límites del ser empírico. El propio Platón, que nos ponía en guardia contra los que menosprecian la razón, enseñaba que la filosofía es “el ejercicio de la muerte”, que filosofar quiere decir “prepararse para la muerte y morir”. ¿Conserva todavía la razón su poder y sus derechos frente a la muerte, en el límite que separa el mundo visible de los demás mundos? Kierkegaard nos ha dicho (y, sin duda, no se hallará nadie que lo contradiga) que la conciencia razonable no puede soportar lo que dicen la locura y la muerte. ¿Por qué, entonces, defenderla y conservarla, por qué rendirle, como lo exige, honores divinos? Y si, a pesar de todo, no quiere soltar su presa, si, a pesar de su impotencia, persiste en querer dirigir los destinos humanos, ¿no demuestra esto que no es nuestra bienhechora, sino nuestra mortal enemiga, esa bella qua non occisa homo non potest vivere? ¡La razón enemiga de los hombres y de los dioses! He aquí, ciertamente, la mayor paradoja que pueda imaginarse. Y es también lo más terrible, lo más doloroso que puede recaer sobre el hombre solitario y sin defensa: qua aram parabit sibi qui majestatem rationis laedit. Si la razón ya no dirige, si la razón ya no salva, si la razón se niega a servirnos, ¿adónde podremos ir? Kierkegaard no exagera cuando dice que renunciar a la razón es el mayor de los martirios. Agregaré tan sólo que no me parece probable que un hombre haya jamás aceptado tal martirio por su propia voluntad, voluntariamente.

Notas

1) No sé si es necesario recordarlo, pero repito que designo en todo caso el término de “conocimiento” esas verdades generales necesarias y tan codiciadas, según Kant, por nuestra razón, y no la experiencia, que ha causado siempre irritación a la razón.

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